La lección de oración de la viuda que no se rinde
Jesús dijo una parábola sobre la necesidad de orar siempre. Y a nosotros nos parece un objetivo imposible de alcanzar. Pero orar siempre no debe confundirse con recitar oraciones sin interrupción. Lo dijo el mismo Jesús: cuando oréis, no multipliquéis las palabras.
Vale más un instante en la intimidad que mil salmos en la lejanía - Evagrio el Póntico -. Porque orar es como amar. De hecho, siempre hay tiempo para amar: si amas a alguien, lo amas siempre. Así es con Dios: «el deseo ora siempre, aunque la lengua calle. Si deseas siempre, oras siempre» - San Agustín -.
El Evangelio nos lleva a la escuela de la oración con una viuda, una bella figura de mujer, fuerte y digna, que no se rinde, frágil e indomable al mismo tiempo. Ha sufrido injusticias y no baja la cabeza.
Había un juez corrupto. Y una viuda acudía cada día a él y le decía: ¡hazme justicia contra mi adversario!
A lo largo de todo el Evangelio, Jesús tiene una predilección especial por las mujeres solas, porque representan toda la categoría bíblica de los indefensos, las viudas, los huérfanos, los extranjeros, los defendidos por Dios.
Una mujer que no se deja aplastar nos revela que la oración es un «no» gritado al «así son las cosas», es como el primer balbuceo de una nueva historia que nace.
¿Por qué orar? Es como preguntar: ¿por qué respirar? Para vivir. La oración es el aliento de la fe. Como un canal abierto por el que fluye el oxígeno del infinito, un volver a unir continuamente la tierra al cielo. Como para dos que se aman, el aliento de su amor.
Quizás todos nos hemos cansado alguna vez de orar. Las oraciones se elevaban desde el corazón como palomas desde el arca del diluvio, pero ninguna regresaba con una respuesta. Y me he preguntado, y me han preguntado, muchas veces: ¿Dios escucha nuestras oraciones, sí o no?
La respuesta de un gran creyente, el mártir Dietrich Bonhoeffer, es esta: «Dios siempre escucha, pero no nuestras peticiones, sino sus promesas». Y el Evangelio está lleno de ello: no os dejaré huérfanos, estaré con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos.
No se ora para cambiar la voluntad de Dios, sino el corazón del hombre. No se ora para obtener, sino para ser transformados. Contemplando al Señor, somos transformados a su imagen (cf. 2 Corintios 3,18). Contemplar transforma. Uno se convierte en lo que contempla con los ojos del corazón. Uno se convierte en lo que ora. Uno se convierte en lo que ama.
De hecho, dicen los maestros del espíritu: «Dios no puede dar nada menos que sí mismo, pero al darnos a sí mismo nos lo da todo» - Santa Catalina de Siena -.
Obtener a Dios de Dios, este es el primer milagro de la oración. Y sentir su aliento entrelazado para siempre con el mío.
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