La riqueza que nace de la donación
En aquel tiempo, uno de la multitud dijo a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que me dé mi parte de la herencia». Pero él respondió: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o mediador entre vosotros?». Y les dijo: «Estad atentos y guardaos de toda avaricia, porque aunque alguien tenga mucho, su vida no depende de lo que posee [...]».
La finca de un hombre rico había dado una cosecha abundante. Una bendición del cielo, según la visión bíblica; una llamada a vivir con mucha atención, según la parábola de Jesús. En el Evangelio, las reglas que se refieren a la riqueza se pueden reducir esencialmente a dos: 1. no acumular; 2. lo que tienes es para compartirlo.
Son esas mismas las que encontramos en la continuación de la parábola: el hombre rico razonaba entre sí: ¿qué haré con esta fortuna? Voy a derribar mis almacenes y construir otros más grandes. Así podré acumular, controlar, contar y volver a contar mis riquezas.
San Basilio Magno escribe: «Y si luego llenas los nuevos graneros con una nueva cosecha, ¿qué harás? ¿Volverás a derribar y a reconstruir? Construir con cuidado, derribar con cuidado: ¿qué hay más insensato? Si quieres, tienes graneros: están en las casas de los pobres».
Los graneros de los pobres representan la segunda regla evangélica: los bienes personales pueden y deben servir al bien común. En cambio, el hombre rico está solo en medio de su desierto de relaciones, envuelto en el adjetivo «mío» (mis bienes, mis cosechas, mis almacenes, yo mismo, mi alma), envuelto en dos vocales mágicas y encantadas «yo» (derribaré, construiré, cosecharé...).
Exactamente lo contrario de la visión que Jesús propone en el Padrenuestro, donde nunca se dice «yo», nunca se usa el posesivo «mío», sino siempre «tú y tuyo; nosotros y nuestro», raíz del mundo nuevo.
El hombre rico de la parábola no tiene nombre propio, porque el dinero le ha devorado el alma, se ha apoderado de él, se ha convertido en su propia identidad: es un rico. Nadie entra en su horizonte, ningún «tú» al que dirigirse. Un hombre sin aperturas, sin brechas y sin abrazos. Nadie en casa, ningún pobre Lázaro a la puerta.
Pero esto no es vida. De hecho: necio, esta misma noche te será exigida tu vida. Ese hombre ya ha alimentado y nutrido la muerte dentro de sí mismo con sus decisiones. Ya ha muerto para los demás, y los demás para él. La muerte ya ha hecho su nido en su casa. Porque, subraya la parábola, tu vida no depende de tus bienes, no depende de lo que uno tiene, sino de lo que uno da.
La vida vive de la vida donada. Solo somos ricos de lo que hemos dado. Al final de los días, en la columna de lo que tenemos solo encontraremos lo que hemos tenido el valor de poner en la columna de lo que hemos dado.
Así es quien acumula tesoros para sí mismo y no se enriquece ante Dios. Quien acumula «para sí mismo», muere lentamente. En cambio, Dios regala alegría a quien produce amor; y quien se preocupa por la felicidad de alguien, ayudará a Dios a cuidar de su felicidad.
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