Preparaos para el encuentro con un Dios que se inclina hacia el hombre
Se repite tres veces una invitación: estad preparados, manteneos preparados. ¿Para qué? Para el esplendor del encuentro. Y no con un Dios amenazador, ladrón de vidas, que es la proyección de nuestros miedos y de nuestro moralismo violento; sino con lo impensable de Dios: un Dios que se hace siervo de sus siervos, que «los hará sentarse a la mesa y pasará a servirlos».
Que se inclina ante el hombre, con estima, respeto, gratitud. El vuelco de la idea de un Dios amo. El punto conmovedor, sublime de esta parábola, el momento extraordinario es precisamente cuando ocurre lo inconcebible: ¡el Señor se pone a hacer de siervo, se pone al servicio de mi vida!
Y he aquí que Jesús reitera, para que quede bien grabado, esta actitud desconcertante del Señor: «Y si al llegar en plena noche o antes del amanecer los encuentra así, bienaventurados ellos». Y pasará a servirles. Porque ha quedado encantado.
Que los siervos esperen despiertos hasta el amanecer no es obligatorio; es «algo más» que no viene dictado ni por el deber ni por el miedo, solo se espera así si se ama y se desea, y se espera con impaciencia que llegue el momento de los abrazos: «Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón». Un amo-tesoro hacia el que apunta directamente la flecha del corazón, como si fuera el amado del Cantar de los Cantares: Duermo, pero mi corazón vela (5,2).
Para el siervo infiel, en cambio, el tesoro es el gusto del poder sobre los demás siervos, aprovechando el retraso del amo «comenzar a golpear a los siervos y a las siervas, a comer, a beber, a emborracharse».
Para ese siervo, que ha puesto el tesoro en las cosas, el encuentro al final de la noche con su señor será el doloroso descubrimiento de haber mortificado su vida en el momento en que mortificaba a los demás; la triste sorpresa de tener en sus manos solo el llanto, los fragmentos de una vida equivocada.
Nuestra vida está viva cuando cultiva tesoros de esperanzas y de personas; vive si guarda un capital de sueños y de personas queridas, por las que temblar, estremecerse y alegrarse.
Pero aún más, nuestro tesoro de oro fino es un Dios que confía en nosotros, hasta el punto de confiarnos, como a siervos capaces, la gran casa que es el mundo, con todas sus maravillas.
Qué suerte tener un Señor así, que nos repite: ¡El mundo es para vosotros! Podéis cultivar y disfrutar de su belleza, podéis custodiar cada aliento de vida. Sois también custodios de vuestro corazón: cultivadlo con el gusto por lo bello, con la sed de sabiduría.
Mi tesoro es el rostro de Dios, la imagen extraordinaria, clamorosa, que solo Jesús se atrevió a mostrar: Dios nuestro servidor, que se llama Amor, pastor de constelaciones y de corazones, que viene, cierra las puertas de la noche y abre las de la luz, nos sentará a la mesa y pasará a servirnos, con las manos llenas de dones.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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