Siervos «inútiles», es decir, que no buscan su propio beneficio
Jesús acaba de hacer una propuesta que a los discípulos les parece una misión imposible: ¿cuántas veces debo perdonar? Hasta setenta veces siete. Y surge espontáneamente la petición: aumenta nuestra fe, o nunca lo conseguiremos.
Es una oración que Jesús no escucha, porque no le corresponde a Dios añadir fe, no puede hacerlo: la fe es la respuesta libre del hombre al cortejo de Dios.
Y además basta muy poca, menos que muy poca, para obtener resultados impensables: si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este sicómoro...
Aquí aparece uno de los rasgos típicos del discurso de Jesús: lo infinito revelado por lo pequeño.
Jesús elige hablar del mundo interior y misterioso de la fe utilizando palabras cotidianas, revela el rostro de Dios y la venida del Reino eligiendo el registro de las migajas, de la pizca de levadura, de la hoja de higuera, del niño en medio de los grandes. Es la lógica de la Encarnación la que continúa, la de un Dios que, de omnipotente, se hizo frágil, de eterno se perdió en el fluir de los días.
La fe se revela en la más pequeña de todas las semillas y luego en la grandiosa visión de bosques que vuelan hacia los confines del mar. La fe es una nada que lo es todo. Ligera y fuerte. Tiene la fuerza de arrancar moras y la ligereza de una semilla mínima que brota en el silencio.
He visto el mar llenarse de moras. He visto hazañas que parecían imposibles: madres y padres resucitar después de dramas atroces, discapacitados con ojos brillantes como estrellas, un misionero discípulo del Nazareno salvar a miles de niños soldados, una pequeña monja albanesa romper los tabúes milenarios de las castas...
Una pizca: no la fe segura y arrogante, sino aquella que, en su fragilidad, necesita aún más a Él, que por su pequeñez confía aún más en su fuerza.
El Evangelio termina con una pequeña parábola sobre la relación entre el amo y el siervo, que concluye con tres palabras desconcertantes: cuando hayáis hecho todo, decid: somos siervos inútiles.
Pero entendamos bien: en el Evangelio nunca se dice que el servicio sea inútil, al contrario, es el nuevo nombre de la civilización. Siervos inútiles no porque no sirvan para nada, sino, según la raíz de la palabra, porque no buscan su propio beneficio, no reclaman ni exigen nada. Su alegría es servir a la vida.
Siervo es el nombre que Jesús elige para sí mismo; como Él, yo también seré, porque esta es la única manera de crear una historia diferente, que humaniza, que libera, que planta árboles de vida en el desierto y en el mar.
Inútiles también porque la fuerza que hace germinar la semilla no viene de las manos del sembrador; la energía que convierte no está en el predicador, sino en la Palabra. «Nosotros somos las flautas, pero el soplo es tuyo, Señor».


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