sábado, 16 de agosto de 2025

A modo de ensayo espiritual y teológico a propósito de la Asunción de María.

A modo de ensayo espiritual y teológico a propósito de la Asunción de María

Si el cuerpo de María es reconocido como digno de la gloria celestial, entonces toda forma de violencia perpetrada contra los cuerpos humanos, especialmente los femeninos, constituye no solo un crimen, sino un verdadero sacrilegio. 

Han pasado 75 años desde la proclamación del dogma de la Asunción de María por Pío XII. Era 1950, año jubilar, como este 2025. Se trata, hasta la fecha, del último dogma proclamado por la Iglesia católica. En él se reconoce una verdad de fe que desde hacía siglos había echado raíces en el corazón de los creyentes. Este dogma es esclarecedor y disruptivo para las mujeres y los hombres de nuestro tiempo. 

Aunque «dogma» es una palabra que parece no tener cabida en la cultura y la sociedad actuales, al Iglesia católica ha sentido la necesidad de definir dogmas. Y estos se perciben a menudo como imposiciones rígidas, pero para la Iglesia católica representan puntos de referencia importantes para preservar una historia que lleva consigo una promesa de vida. 

Podemos imaginar esta historia como un río vivo que tiene su origen en el Evangelio, que fluye en su cauce recogiendo sedimentos a lo largo del camino, pero que, sin embargo, sigue avanzando hacia el mar gracias al viento del Espíritu. En esta representación, los dogmas actúan como diques que marcan el curso del río, para que el agua siga siendo transparente, reconocible y acogedora. Son instrumentos que ayudan a no perder el rumbo mientras la comprensión de la fe sigue profundizándose con el tiempo. 

La formación de estos «diques» sigue dinámicas diferentes. La mayoría de los dogmas cristianos nacieron como respuesta a controversias sobre cuestiones esenciales de la fe: quién es Jesucristo y en qué sentido puede decirse que es humano y divino, cómo se produce la salvación. La Iglesia católica se ha comprometido a trazar límites claros, no para limitar, sino para custodiar el curso del Evangelio en la historia. 

Para sorpresa de todos dos dogmas marianos - el de la Inmaculada Concepción y el de la Asunción - no provienen de disputas teológicas y, por lo tanto, no están provocados por tensiones en la comunidad. Son, en cambio, fruto de decisiones magisteriales de la Iglesia católica, que escucha atentamente las devociones populares inspiradas en la figura de María. 

A pesar de esta distinción, los dogmas son fragmentos ineludibles de la tradición cristiana católica. Sin embargo, como los diques de un río, solo obligan a quienes desean sumergirse en la comunión eclesial, conscientes de que lo esencial es el agua que fluye, la fuente de la que proviene y la inmensidad del mar al que conduce sin desaparecer. 

La paradoja es que, con frecuencia, son precisamente los católicos los que endurecen los dogmas, transformándolos en fórmulas que hay que defender en lugar de caminos hacia el misterio de Dios. Cuando esto ocurre, los dogmas dejan de ser instrumentos de comunión y se convierten en rocas aisladas e incluso en barreras que separan, perdiendo su función original de custodiar y transmitir la belleza del Evangelio. El riesgo es centrarse exclusivamente en la letra, olvidando el espíritu y el sentido que deben animar toda formulación doctrinal. 

El dogma de la Asunción, proclamado por Pío XII en 1950, afirma que María «fue asumida en la gloria celestial en alma y cuerpo». A pesar del lenguaje inevitablemente anticuado, podemos reflexionar sobre quién es María como persona, qué verdad nos revela y a qué vocación nos llama. 

En el plano personal, este dogma nos presenta a María como una mujer de excepcional humanidad, ya que es Ella quien une el lado ordinario y el extraordinario de la vida. María es humana como nosotros: no es una diosa, no es una figura mitológica ni una imagen de la mujer ideal. Si así fuera, el dogma solo hablaría de un privilegio concedido a una mujer única, sin ninguna relevancia para nuestra vida. No se trata de privilegios exclusivos, sino de dones que revelan posibilidades abiertas a todo ser humano. 

Precisamente en su humanidad común a la nuestra, María muestra de lo que es capaz una criatura cuando se entrega a Dios y cuando Dios apuesta por ella desde el principio. Su itinerario humano atraviesa todas las etapas de la existencia: desde el fiat de la Anunciación hasta el miedo al repudio, pasando por el júbilo del Magnificat con otra mujer, la preocupación por un hijo difícil de comprender, hasta el sufrimiento del Calvario, donde le tocó vivir la experiencia más desgarradora para una madre». 

«Asunción» significa ser atraída al cielo. Esta verdad despierta a toda criatura humana: la confianza en Dios toca toda la vida en su complejidad biológica, psíquica y espiritual. El dogma de la Asunción afirma que en la muerte María no deja de ser la que dio a luz a Dios, en todos los niveles de su existencia, incluidos los más materiales y concretos. 

Y este significado también es válido para nosotros: en el momento de la muerte, Dios no dejará de interesarse por nuestros cuerpos, por las heridas y alegrías que hay en ellos, por las palabras impresas en la carne. Una resurrección plena que salva las historias en su totalidad. No hay salvación sin cuerpos y por eso lo que hacemos o dejamos de hacer a la más pequeña de las criaturas toca de alguna manera a Dios mismo. 

María es maestra de esperanza en el sentido más pleno del Evangelio. El Magnificat es un canto que surge de la pobreza, de la miseria, de la humildad que nos obliga a bajar la mirada hacia la tierra. Todavía hoy resuena como una profecía que anticipa la venida del Mesías, pero también como un anuncio de una transformación profunda que afecta a las propias estructuras de la sociedad. 

En el sí de María se recogen todos los consentimientos para hacer generativa la propia vida y justa nuestra sociedad, porque en ese sí se produce una salvación que toca a todos los cuerpos: salva a los oprimidos por la violencia, a los hambrientos por las guerras y los desequilibrios sociales, a los humillados; provoca a quienes en la riqueza nunca habían descubierto sus manos vacías. 

La vocación humana revelada por la Asunción no es la huida de la materia, sino su transfiguración. El florecimiento de la vida se realiza acogiendo otras vidas, dentro y fuera de uno mismo, en soledad y en comunidad. La fe se convierte así en el valor de tener una historia con Dios y de dejarse involucrar en el mundo, amado desde el principio hasta el punto de recibir el don del Hijo. 

Y esto significa, también, que la materia está llamada a participar en la gloria divina. Esto significa que las cenizas en las que nos convertiremos no son un indicio de disolución, sino de transfiguración. Esta gloria nos espera, pero también vale para el cosmos, nunca como hoy puesto a dura prueba por nuestra mala forma de habitarlo. La Asunción, por tanto, puede convertirse en una forma de resistencia a la falta de cuidado de las vidas y del mundo. 

En el cristianismo católico, la figura de María oscila entre dos funciones: la mujer ideal y la figura de la Iglesia. Ambas imágenes corren el riesgo de ser desencarnadas. 

    1.- La mujer idealizada corresponde a los sueños patriarcales y arroja una luz despiadada —y artificial— sobre las mujeres reales.

    2.- La lectura puramente eclesiológica hace desaparecer a María como mujer singular, utilizándola para una Iglesia que solo da cabida a lo femenino si es etéreo y espiritualizado. 

Si el dogma de la Asunción dejara de reinterpretarse a través de estos modelos —entre ellos el principio mariano-petrino, en el que lo femenino es carismático, emotivo e inspirador, mientras que lo masculino aparece ministerial, racional y dominante—, podrían surgir significados más fecundos. 

La Iglesia católica podría valorar y reconocer de manera más concreta la presencia femenina, podría vivir una espiritualidad con mayor arraigo político y justicia social, podría recordar que el Pueblo de Dios tiene su propia autoridad magisterial y que la sinodalidad es la forma misma en que el Espíritu lo guía. María, madre de Dios, es también nuestra hermana. 

Por último, pero no por ello menos importante y decisivo, el cuerpo es el lugar donde ocurre la vida y el cristianismo ha hecho de esta verdad el eje mismo de la salvación. En una época que oscila peligrosamente entre la creciente virtualización de las relaciones humanas y la obsesión superficial por la imagen corporal, la Asunción de María ofrece una perspectiva genuinamente revolucionaria: el cuerpo no es ni una prisión de la que liberarse mediante escapadas espiritualistas, ni un simple objeto que consumir según la lógica del mercado, sino el espacio sagrado en el que se realiza la salvación. 

Y si el cuerpo de María —cuerpo de mujer, cuerpo que ha engendrado, sufrido, amado— es reconocido como digno de la gloria celestial, entonces toda forma de violencia perpetrada contra los cuerpos humanos, especialmente los femeninos, tan a menudo reducidos como objeto de violencia o mercantilización, constituye no solo un crimen, sino un verdadero sacrilegio. La dignidad corporal proclamada por la Asunción se convierte así en un poderoso dique contra toda forma de instrumentalización de la persona. 

Al mismo tiempo, el dogma nos pone en guardia contra toda forma de espiritualismo desencarnado que, despreciando la materialidad de la existencia, traiciona en su raíz el mensaje cristiano de la Encarnación. 

La Asunción nos recuerda que la salvación no se produce a pesar del cuerpo, sino a través del cuerpo y con el cuerpo. Esto significa que nuestras heridas, nuestras alegrías, las huellas dejadas por el tiempo y las relaciones no son obstáculos que hay que superar, sino parte integrante de lo que será transfigurado en la gloria. 

Para la sociedad contemporánea, cada vez más dividida entre quienes huyen a lo virtual y quienes idolatran la apariencia física, la Asunción propone una tercera vía: la de un cuerpo habitado con conciencia, respetado en su dignidad, cuidado en su fragilidad, celebrado en su capacidad de generar vida y belleza. Un cuerpo que, como el de María, sabe ser morada del infinito precisamente en su humanidad concreta y vulnerable. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




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