domingo, 3 de agosto de 2025

De la Carta a Diogneto en el siglo XXI.

De la Carta a Diogneto en el siglo XXI

Desde los inicios del cristianismo, a diferencia de las otras dos religiones monoteístas —el judaísmo y el islam—, surgió una concepción diferente de las relaciones entre la fe y la política, entre la Iglesia y el Estado, entre la religión y el poder, entre la autoridad espiritual y la temporal. 

Las palabras de Jesús: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mc 12,13-17) dieron origen a una lógica de distinción capaz de sacudir las relaciones sociales y la vida de la comunidad. Ciertamente, los cristianos no siempre han sabido sacar las consecuencias que se derivan de esta afirmación de Jesús, por lo que su relación con la sociedad ha encontrado soluciones muy diferentes a lo largo de la historia, convirtiéndose en ocasiones en motivo de encuentro, de confrontación y, a veces, incluso de choque. 

Sin embargo, esta distinción entre orden político y orden religioso fue retomada con fuerza e inteligencia por el Concilio Vaticano II, que sigue siendo para nosotros una fuente de inspiración, una verdadera «brújula» para el presente de la Iglesia y del mundo. 

En la Constitución Gaudium et Spes hay indicaciones muy valiosas al respecto: «Es muy importante, sobre todo en una sociedad pluralista, tener una visión correcta de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia y distinguir claramente entre las acciones que los fieles, individualmente o en grupo, realizan en su propio nombre, como ciudadanos, guiados por su conciencia cristiana, y las acciones que realizan en nombre de la Iglesia en comunión con sus pastores» (GS 76). 

Sí, los cristianos son ciudadanos, pertenecen a la ciudad y a la sociedad de los hombres, son sujetos responsables en la construcción de la polis, y su conciencia debe ser la instancia mediadora entre la fe y la acción sociopolítica. 

A través de estas palabras de la Gaudium et Spes, deberíamos comprender y proyectar, aún hoy, la forma en que los cristianos, como ciudadanos verdaderos, leales y solidarios con los demás, pueden aportar su contribución a la polis. No debe haber ninguna desconfianza o contradicción con respecto a la pertenencia a la sociedad y a la ciudadanía por parte de los cristianos: son verdaderamente cristianos, discípulos del Señor, si se dejan inspirar por el Evangelio y si, con la instancia mediadora de su conciencia, dan su contribución en forma de acción política. 

Hay opciones que la fe cristiana impone e inspira, dejando a la Iglesia la tarea de actuar en el terreno profético, político, económico y jurídico, pero asignando a los laicos cristianos la tarea de realizar estas instancias bajo su responsabilidad mediada por la conciencia. Estos comportamientos capaces de mostrar la diferencia cristiana pueden resumirse en algunas opciones fundamentales. 

El «mandamiento nuevo», es decir, el último y definitivo, que nos dejó Jesús es: «Amaos como yo os he amado» (Jn 13,34), amaos hasta dar la vida por los demás, hasta darla por los hermanos. Ahora bien, este mandamiento, que narra la especificidad del cristianismo, exige que el cristiano no solo ame al prójimo, no solo ame a sus familiares, sino que ame a todos los demás que encuentra, y entre ellos privilegie a los últimos, a los que sufren, a los necesitados. 

Al observar este mandamiento, el cristiano no puede dejar de pensar en la forma política que debe darse a la igualdad, a la solidaridad, a la justicia social. Si no hubiera una epifanía también política del amor por el último, faltaría a la polis algo decisivo en las relaciones sociales y se eludiría una grave responsabilidad cristiana. 

No lo olvidemos: Jesús advirtió que el juicio final se basará en la relación que hayamos tenido en la vida y en la historia, aquí y ahora, con el hombre necesitado, hambriento, sediento, extranjero, desnudo, enfermo, prisionero (cf. Mt 25,31-46). 

A la misión evangelizadora de la Iglesia pertenece también la tarea de indicar al hombre y su dignidad como criterio primero y esencial de la humanización, de un camino hacia la auténtica plenitud de la vida. Esto exige que los cristianos sepan dar testimonio con su vida, pero también que sepan hacer elocuentes sus convicciones sobre las exigencias del respeto, la salvaguardia y la defensa de la vida humana. 

Ante la guerra, los cristianos deben saber manifestar su oposición y su condena, en la convicción de que no puede haber una guerra justa, como proféticamente indicó el magisterio de Juan XXIII – por ejemplo en su Pacem in Terris -, retomado por Juan Pablo II con motivo de la segunda guerra del Golfo. 

Los cristianos deben saber manifestar su opción a favor del respeto de la vida de los pueblos y de las gentes, amenazados también por posibles catástrofes ecológicas. Deben promover el respeto por la vida de cada ser humano que, sin duda, nace de un hombre y una mujer, pero es ante todo querido, pensado y amado por Dios, que lo llama a la vida (cf. Sal 139,13-16); y promover el respeto por cada hombre y mujer, cuya vida tiene sentido, pero también su sufrimiento hasta la muerte. Hoy en día, los creyentes necesitan creatividad y capacidad para expresarse en términos comprensibles también para los no cristianos. 

Esta acción en la polis nunca debe prescindir del estilo de comunicación y de praxis: también esto es una exigencia fundamental, porque el estilo es tan importante como el contenido del mensaje, sobre todo para nosotros, cristianos. 

Es significativo que en los Evangelios se encuentre en boca de Jesús una mayor insistencia en el estilo que en el contenido del mensaje, que es siempre sintético y preciso: «No seáis como los hipócritas» (cf. Mt 6,2.5.16); «Id como ovejas entre lobos» (cf. Mt 10,16); «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). 

Sí, el estilo con el que el cristiano se relaciona con los hombres es determinante: de él depende la fe misma, porque no se puede anunciar a un Jesús que habla de Dios con mansedumbre, humildad y misericordia, y hacerlo con un estilo arrogante, con tonos fuertes o incluso con actitudes propias de la militancia mundana. 

Y para salvaguardar el estilo cristiano hay que resistir la tentación de mostrar los músculos. La fe no es una cuestión de números, sino de convicción profunda y grandeza de espíritu, de capacidad de no tener miedo al otro, al diferente, sino de saber escucharlo con dulzura, discernimiento y respeto. Del estilo de los cristianos en el mundo depende que el Evangelio sea escuchado como buena o mala comunicación y, por tanto, como buena o mala noticia. 

La concepción cristiana de la política es «subversiva» y a veces puede ser «anormal», en el sentido de que se aleja de lo que en la historia es norma, es triunfante y más fácilmente constatable. De hecho, en la historia, la religión y la política han ido a menudo de la mano, apoyándose mutuamente: basta pensar en la res publica romana, en la que la religión obligaba a los ciudadanos a la devoción al emperador; en la época constantiniana, que desde el siglo IV llegó en diferentes formas hasta el siglo XIX; en el poder temporal concedido a los papas; en los Estados confesionales... 

Pero la fe cristiana choca con esta concepción, porque pretende tener principios inalienables y no negociables en la vida personal del cristiano y en la de la comunidad cristiana: el perdón y el amor al enemigo, la defensa de los últimos, la dignidad de toda persona viva, la acogida de los extranjeros... 

La diferencia cristiana aparece donde el mensaje del Evangelio se opone a la necessitas impuesta por cualquier poder mundano. Es cierto que la relación entre política y fe cristiana nunca se resuelve de manera definitiva ni estática: pero este es el espacio de la profecía, al servicio de la libertad y la humanización de los hombres. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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