Educar en los tiempos de la Inteligencia Artificial
Estamos llamados a recoger los retos de la educación hoy, todavía tenemos una misión que cumplir. Una tarea educativa para este tiempo. Una tarea fascinante que nos entrega un compromiso de bendición. Un compromiso para nosotros y para las generaciones futuras.
Porque este es un tiempo que exige recuperar una visión de conjunto, aunque no totalitaria. Un tiempo que pide reconectar espacios, ámbitos, pensamientos, competencias que se han separado. Pero es un buen momento: es nuestro momento. Un momento para volver a educar el pensamiento y pensar la educación.
En tiempos en los que se hace hincapié en la inteligencia artificial, es necesario recuperar experiencias de pensamiento que no se basen simplemente en la recopilación de datos o información, que no tengan como modelo únicamente estándares preestablecidos o medidas, sino que den vida a la intuición, la contemplación, empatía, el diálogo, la escucha, todas ellas formas de pensamiento desconocidas para la inteligencia digital, sin las cuales el ser humano se reduce a ser, alguien que sabe hacer ecuaciones.
Hoy en día se tiende a negar la educación para el pensamiento, porque todo está sofocado y quiere ser anulado por la técnica y la didáctica, que sin duda son instrumentos y métodos necesarios para educar, para abordar el pensamiento, pero que no son en sí mismos educación para el pensamiento.
Estar instruido no significa ser pensante. Ser erudito, tener muchos conocimientos, no significa haber abierto los ojos del intelecto a la realidad. De hecho, no es posible afrontar las grandes tareas y las grandes transiciones que exige la modernidad sin nuevos pensamientos, intuiciones vivas, valor para experiencias constituyentes que sean capaces de introducir paradigmas adecuados al ritmo acelerado del cambio que estamos viviendo.
No se puede dejar el tema de la innovación únicamente en manos del pensamiento tecnocrático, que lo acapara todo.
Este es el protagonismo de las instituciones educativas,
en esto deberían competir: en su vocación a la creatividad y a la profecía; en
esto se experimenta el ser ciudadanos soberanos y pensantes; una experiencia
que debe cultivarse con cuidado y disciplina desde la infancia. Esta es la
experiencia concreta que vincula moralmente la libertad con la responsabilidad.
Me refiero brevemente a tres cuestiones que invitan a
la reflexión y al pensamiento, a la luz de la complejidad del presente y
con la mirada puesta en el futuro.
A propósito de la esperanza frente al poder excesivo de las máquinas
Hay que saber vivir de la esperanza y hablar de esperanza sin engañarse sobre el futuro. Y eso no es tan fácil ni tan obvio. En una época en la que el futuro y el imaginario del futuro están completamente colonizados por los descubrimientos tecnológicos, la esperanza, si quiere recuperar su fuerza de apertura a la vida, no puede sino redescubrir lo invisible de la realidad.
Se trata, pues, de tener el valor de devolver el sentido de la vida a la vida de las personas, de gritar que la vida no puede vivirse sin sentido. La experiencia de la esperanza no es, pues, la certeza de que todo acabará bien, sino que aquello por lo que luchamos merece la pena ser perseguido.
Si todavía queremos hablar de futuro en relación con la esperanza, se trata del que nos viene a través de la Gracia, no del que podemos construir con fuerza y voluntad de poder.
Aquí es donde la esperanza recupera su vestido teologal, puerta que nos abre a la dimensión eterna del hoy, que ningún poderoso, ningún poder podrá jamás quitarnos.
La esperanza que nos hace redescubrir el sentido de la vida es la única barrera real contra el poder desmesurado de las máquinas, al que el hombre parece fatalmente resignado. Nunca como hoy, especialmente en Occidente, se ha padecido tanto el fatalismo, un fatalismo que el hombre mismo ha planeado y predeterminado.
Por lo tanto, en la educación son necesarias experiencias de esperanza, concretas, valientes, incluso transgresoras, capaces de reconectar la vida de los más jóvenes con la realidad en su conjunto; capaces de hacerles asumir responsabilidades y confianza para contribuir al bien de sus comunidades; capaces, en definitiva, de hacerles encontrar al otro, saliendo de una imagen de sí mismos endurecida por el individualismo exasperado.
La educación para la esperanza exige liberarse y liberar
conscientemente de la paranoia de lo todo previsto, todo organizado, todo
seguro, todo bajo control.
A propósito de la «especialización» contra toda forma de fragmentación
Otro punto emergente y particularmente importante hoy en día es sustraer la educación a la «especialización», que es precisamente lo que la ha vaciado de «sentido».
La educación no se puede dividir y «fragmentar», dando a cada «especialista» su parte, perdiendo de vista su misterioso conjunto, su misterio. La educación es una dimensión antropológica: solo el hombre educa, y educa al hombre en su totalidad. Podríamos incluso decir que el hombre es «educador» y «educando» durante toda su vida.
Educar y ser educado durante toda la vida es propio de esa criatura llamada hombre. Todo esto es mucho más que una técnica de enseñanza y aprendizaje, que conocimientos especializados, es mucho más y mucho más profundo.
La confusión que se ha creado, de manera cada vez más
evidente en la modernidad, que ha expulsado el sentido del horizonte humano, es
la de reducir la educación a formación, instrucción, adiestramiento,
información, habilitación para el aprendizaje... todas ellas «especialidades»
también útiles, pero que no son en sí mismas «educación».
A propósito de la educación para la vocación y contra toda extrañeza entre el deseo y la virtud
Se requiere una educación para la vocación de existir y en el existir, que es el encuentro entre el deseo y la virtud. Todos necesitamos sentir que tenemos una vocación para abrazar una vida con sentido.
Una indicación educativa valiosa podría ser la de mantener en relación la virtud con el deseo. ¿Qué quiero decir? El deseo sin virtud no se realiza, no se arraiga, no llama. La virtud es la tierra capaz de acoger la semilla del deseo y hacerla realmente fructificar.
La virtud sabe conducir el deseo hacia la transformación de nosotros mismos, y no lo quema en un instante; lo lleva a encontrar una forma, a aceptar el límite, de alguna manera lo redime de la presunción o la prepotencia.
La relación entre el deseo y la virtud es como la relación que existe entre el cielo y la tierra, entre el seno materno y la vida. En nuestra época, por el contrario, incluso los deseos se consumen y nos consumen sin producir vida.
Por el contrario, separar las virtudes del deseo significa reducirlas a una prescripción moralista, quitarles el sentido, esterilizarlas y, con ello, esterilizarnos a nosotros mismos y a todas nuestras relaciones, con los demás y con Dios, confinándolas dentro de la ley y el legalismo.
Cuando decimos que estamos «en estado de gracia», nos referimos precisamente a ese estado o momento del encuentro entre el deseo y la virtud, que no viene de nosotros, sino que hemos acogido en nosotros desde la vida y que genera vida, vida verdadera: nos hemos dejado atravesar por el «de-sidera» que viene de las estrellas y nos hemos predispuesto a la virtud que viene de la carne y de la tierra.
Solo el encuentro entre la virtud y el deseo hace que ambos sean generadores de sentido y de vida.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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