martes, 5 de agosto de 2025

Las democracias europeas en el diván.

Las democracias europeas en el diván 

Toda «sanidad y salud superiores», como escribe Thomas Mann, para ser realmente tal, debe atravesar el conocimiento de la enfermedad y la muerte

Es el gran tema que desarrolla en profundidad en “La montaña mágica”. Esta es también su extrema proximidad a la enseñanza de Sigmund Freud. 

Europa en su conjunto está llamada a rendir cuentas por su decadencia, reunida en su estado moribundo, recogida en pedazos en el elegante sanatorio suizo donde se desarrolla la historia. El sanatorio Berghof no es, de hecho, un simple escenario narrativo, sino un verdadero universo que encierra en un microcosmos las patologías de un continente condenado a la autodestrucción. 

La operación alquímica de la transformación del dolor en renacimiento no puede darse nunca por sentada. “La montaña mágica” se publica, no por casualidad, poco después de la famosa “Psicología de las masas y análisis del yo”, donde Sigmund Freud describía los procesos inconscientes más turbios que estaban llevando a Europa al abismo del totalitarismo y la Segunda Guerra Mundial. 

Si en el sanatorio de Thomas Mann se reúnen los restos y los desechos de una burguesía y una aristocracia sin futuro, fragmentadas, enfermas, reducidas a átomos melancólicos, Sigmund Freud, por su parte, mostraba el carácter enamorado y exaltado de la masa como un cuerpo de acero, expresión de una salud que no surge en absoluto del paso por la enfermedad, sino de su feroz rechazo. 

Mientras Thomas Mann se detiene en la humanidad sufriente, la temporada del totalitarismo, en su versión fascista y nazi, exaltará la política como un programa de biología aplicada destinado a enmendar todo tipo de impureza en nombre de la creación de una nueva raza de hombres que no conocen la derrota, la enfermedad ni la muerte. Thomas Mann había intuido todo lo que Sigmund Freud teorizaba: los fascismos históricos no nacieron solo de circunstancias económicas, sino de la ilusión de que la razón pudiera realmente salvar a la humanidad de la seductora maldición de Thanatos. 

También en nuestra época, los nuevos populismos soberanistas parecen actuar los ilusionistas: esos hipnotizadores y seductores de las masas que sustituyen a la razón crítica la oferta de una obediencia extática capaz de hacer que la vida individual y colectiva esté libre de laceraciones y sufrimientos. 

El ilusionista líder populista ya no actúa mediante la fuerza bruta, sino a través de una seducción perversa. Es la ilusión primaria de conjurar el peligro de la contaminación, de eliminar de la vida el elemento espurio, el dolor y la enfermedad, la inexorabilidad insondable del sufrimiento. En este sentido, el pensamiento crítico es sustituido por el deseo de seguridad de la masa. 

Es lo que también emerge en el lenguaje político contemporáneo: el odio al migrante como nuevo «judío», la nostalgia de las fronteras inviolables como fantasía de un cuerpo íntegro e incontaminado, la solidificación de la identidad nacional como efecto de la identificación de un enemigo absoluto externo, la desconfianza en las instituciones en nombre del pueblo exaltado como entidad mítica. 

La actual crisis geopolítica y el triunfo de las fuerzas iliberales y nacionalistas que atraviesan el Occidente democrático tienen la misma raíz que Thomas Mann y Sigmund Freud diagnosticaron ante la marea creciente de los nuevos fascismos. Las masas tienen «nostalgia del padre», añoran a los tiranos que prometen lo imposible borrando la incertidumbre y la carencia del horizonte de la vida. 

En este sentido, la democracia, como bien captó Thomas Mann, es por naturaleza un cuerpo enfermo, un sistema que debe aceptar su ser incompleto para no desbordarse hacia formas de totalitarismo. Es lo que, paradójicamente, ocurriría si llegara a su consumación definitiva. En este sentido, la democracia tiene también la tarea de custodiar las heridas sin pretender curarlas de una vez por todas. La tuberculosis que une a los huéspedes del sanatorio Berghof no es una simple afección pulmonar, sino la manifestación de un mal mucho más profundo: la incapacidad de Europa para aceptar su necesario ser incompleto, la experiencia virtuosamente desorientadora de la democracia. 

No es casualidad que el último Thomas Mann, el de “José y sus hermanos”, defendiera la necesidad de la traducción, de convertirse en extranjeros de uno mismo, de la contaminación de las culturas, porque la salvación está en el mestizaje de las identidades y no en la persecución de un fantasma fanático de la pureza. 

La muerte de las grandes narrativas del siglo XX - la raza, el progreso, la clase, la historia, … - implica el colapso de sus ilusiones de omnipotencia y la necesidad de un trabajo de duelo inédito. De lo contrario, como señaló con precisión Sigmund Freud, el resultado solo puede ser la repetición compulsiva del trauma en forma de nacionalismos cada vez más agresivos, fundamentalismos religiosos terroristas o tecnocracias sin alma. 

No es casualidad que los «nuevos fascismos» no vistan camisas negras, ni camisas azules de falange, sino que hablen el lenguaje tranquilizador de la pulsión de la seguridad, prometiendo sanar la herida de la globalización con el mito de la comunidad cerrada, curar la angustia ante la crisis y la guerra con el endurecimiento de las fronteras y su protección proteccionista. 

Contra los nuevos ilusionistas políticos que prometen paraísos identitarios, debemos recordar con Sigmund Freud y Thomas Mann que la civilización solo sobrevive si acepta el carácter incurable de su enfermedad: la democracia es ese sanatorio abierto al abismo donde, como Hans Castorp -protagonista de “La montaña mágica” -, debemos aprender ante todo a escuchar la inquietante verdad de nuestros síntomas. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF 

Posdata: Ahora que lo pienso, Berghof no es solamente el nombre del sanatorio de “La montaña mágica”, sino también el de la residencia de descanso y segunda casa del gobierno de Adolf Hitler en Obersalzberg, cerca de Berchtesgaden, en los Alpes bávaros.

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