sábado, 16 de agosto de 2025

El fuego de la verdad.

El fuego de la verdad 

Hay palabras que queman. No porque sean ofensivas, sino porque tocan fibras sensibles. Jesús, en el Evangelio de este domingo, dice palabras que nadie querría escuchar de un hombre de paz: 

«He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera encendido! […] ¿Creéis que he venido a traer paz? No, os digo, sino división» (Lc 12, 49.51). 

Es una palabra de pasión, no de violencia. Un deseo ardiente de verdad, no una amenaza de guerra. Nos preguntamos entonces: ¿qué fuego es este? ¿Y por qué la paz, que todos invocamos, tiene que pasar por la división? Sus palabras son espada: no hieren el cuerpo, pero cortan lo falso de lo verdadero. Y esto trae conflicto. No entre buenos y malos, sino entre quienes quieren vivir en la verdad y quienes no quieren que sus obras salgan a la luz y se manifiesten. También dentro de nosotros hay una lucha cotidiana entre la luz y las tinieblas, la verdad y la mentira, la guerra y la paz. 

El fuego de Jesús no es el de las bombas, sino el de la palabra que purifica. No es el fuego de las hogueras inquisitoriales, sino el que discierne lo verdadero de lo falso. Un fuego que desnuda el corazón, que quema las máscaras, que despoja a la religión de sus disfraces. 

En el Evangelio, el fuego es urgencia, decisión, paso. Como la zarza que Moisés vio en el desierto: ardía, pero no se consumía. Así es la palabra del Evangelio: te atraviesa, te enciende, pero no te destruye. Es una llamada. Es un fuego que enciende el corazón y no anestesia la conciencia. Es un bautismo, dice Jesús, una inmersión en la verdad que no se puede retrasar. 

Es escandaloso, pero cierto: también el amor divide. No porque quiera hacerlo, sino porque revela. Revela lo que es sincero y lo que es construido. Revela quién se esconde detrás del bien y quién lo busca de verdad. La profecía, en todos los tiempos, ha hecho esto: ha incomodado a los poderosos,

ha perturbado los equilibrios, ha denunciado las mentiras compartidas. Elegir el amor, elegir el Evangelio, a veces significa romper: romper hábitos, relaciones cómodas, fachadas religiosas. 

Quien da testimonio de la verdad, a menudo pierde su casa, sus amigos, el consenso. Como Jeremías, que es arrojado a una cisterna porque «desalienta al pueblo». Como Jesús, que es acusado de «no traer la paz». Como todo testigo que se atreve a decir lo que nadie quiere oír. Porque la verdad, cuando está viva, divide: no odia, pero llama a salir del compromiso. No nos gusta pensarlo, pero es así: la verdad divide. La justicia molesta. El Evangelio no es un calmante. Es una chispa. 

Vivimos en una época que idolatra el consenso. Se busca la unidad incluso sobre la base de mentiras. Sin embargo, quien profetiza —en el sentido evangélico— no busca complacer a todos, sino amar en la verdad. Por eso molesta, divide, sacude, inquieta. 

Incluso en la Iglesia, cuando alguien se atreve a hablar con franqueza, es inmediatamente acusado de «dividir». El Papa Francisco lo ha experimentado en carne propia. Su voz profética, a menudo incómoda, ha provocado fuertes reacciones por parte de quienes prefieren una Iglesia inmóvil, silenciosa, inofensiva. La paz sin verdad es solo barniz sobre las grietas. No construye comunión, sino complicidad. 

Quien da testimonio del Evangelio hoy en día se encuentra a menudo solo. La familia se divide. Los amigos se alejan. Te tachan de fanático o de derrotista. Sin embargo —dice la carta a los Hebreos— estamos «rodeados de una multitud de testigos», hombres y mujeres que, como nosotros, han corrido con perseverancia, fijando la mirada en Jesús, que da origen a la fe y la lleva a su plenitud. Este es el punto: no elegir la división, sino aceptarla, si nace de la fidelidad al Evangelio. No buscar el enfrentamiento, pero tampoco evitarlo a toda costa.

Porque a veces amar significa romper. Romper hábitos, palabras complacientes, formas religiosas vacías. 

Discernir es también disentir. No contentar a todos. Decir no cuando todos dicen sí. 

No todo lo que es pacífico es justo. No todo lo que es unánime es verdadero. No todo lo que deja tranquilo es fidelidad a la realidad. La fe evangélica no se pliega a las encuestas, no se adapta a las mayorías, no calla ante el mal para vivir tranquila. El discípulo no busca la aprobación, sino que permanece firme en la verdad, incluso cuando arde. 

La paz evangélica no es el silencio impuesto por el miedo, sino la inquietud que surge cuando alguien se atreve a decir lo que no se quiere oír. He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera encendido! (Lc 12,49). Esta es la urgencia del Evangelio: no un anuncio tibio, diplomático, oportunista, sino un bautismo de fuego, una inmersión total en otra lógica. La paz de Jesús no es la paz de los tratados, sino la de la justicia, del amor gratuito, de la verdad sin concesiones. Del perdón. La paz no es neutralidad, como la fe no es anémica. 

Dios no es el guardián de las apariencias, sino el abogado de los desechados. Es un fuego que resiste a sus guardianes y se abre paso entre las grietas de los sistemas. Acoge a los que han sido alejados, desenmascara a los que han construido templos en su propio beneficio. Por eso, el testimonio en la verdad nunca es gratuito. La verdad es fuego, no se puede tocar sin quemarse: quien la ama se prepara para quemarse. 

Elige una verdad que te quema por dentro. Una palabra del Evangelio que te llama, pero te duele. Puede ser algo que confesar con sinceridad. Una elección pospuesta muchas veces. Una confrontación que hay que afrontar con claridad, sin violencia. Escríbela. Ponle un nombre. Quédate ahí. No huyas. Como Jeremías en la cisterna, como Jesús en su bautismo de fuego. Deja que esa llama te atraviese. Y si puedes, compártela. Porque un fuego verdadero no se apaga: ilumina también la noche de los demás. 

Contigo, alrededor del fuego que enciende la paz 

Hay un fuego

que crece en su interior

sin pedir permiso.

 

No calienta por placer,

no decora el escenario.

 

Hay un fuego

que arde

en las venas

de quienes ya no fingen.

 

Arde

porque está vivo.

 

Quema los silencios mudos,

las caricias falsas,

las esperas que matan lentamente.

 

No divide para herir,

sino porque ya no puede

quedarse a medias.

 

Quien ama de verdad

rompe.

 

No para destruir,

sino para nacer entero.

 

¿Sale a la luz la verdad que duele?

 

Quien elige

incendia.

 

La verdad

no tranquiliza.

 

Excava los huesos

y da un nombre.

 

No apagues,

ese fuego.

 

Es tu corazón

el que ha elegido

decir la verdad,

cueste lo que cueste,

incluso, la vida. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

 

 

 

 

 

 

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