El Magnificat: el canto de quien ha visto el mundo desde abajo
En pleno verano, cuando la tierra suspira bajo el peso de la luz y el tiempo parece suspendido entre las fiestas y el bochorno, se nos concede una visión. Una mujer. María. No como un recuerdo devoto que guardar en un rincón sombrío, sino como un destino abierto, un secreto desvelado, un cuerpo asumido en el cielo —por completo, en cuerpo, alma y espíritu— en su carne y en su grito, en sus días de camino, en sus «sí» susurrados, en su seno y en su esperanza. En su canto de alegría que es el Magnificat.
En María, criatura humanísima, entra en la intimidad de Dios todo lo que nos hace humanos: la espera, el amor, el dolor, la justicia soñada y nunca vista plenamente. Entra en Dios nuestro deseo de hogar. Nuestro cuerpo cansado, nuestra voz quebrada, nuestra alegría frágil, nuestro canto improvisado.
María es la primera «hija de la tierra» en volver plenamente a casa; en cruzar el umbral de la esperanza, de la gloria con todo lo que es, como primicia de una humanidad redimida. El cielo no está vacío: está habitado por una mujer, vestida de sol, que ha conocido al dragón —el odio, el poder del mal, la envidia, el hambre— y no ha sido devorada por él. Ha dado a luz a la Vida y la ha confiado al mundo. La ha entregado sin reservas, incluso cuando el mundo la ha traspasado.
El libro del Apocalipsis nos la muestra así: una mujer en trabajo de parto —escena final e inaugural de la historia— mientras un enorme dragón rojo se coloca delante de ella, que está a punto de dar a luz, para devorar al niño recién nacido. No es una escena lejana. Es una escena que, en los crímenes de guerra y genocidios de la historia, nos encuentra en medio de un drama que nunca termina. Es cada día en que alguien intenta generar vida en un mundo que solo sabe destruir y devorar. María —de pie bajo la cruz y luego asumida al cielo— es la madre de toda espera que da a luz, en el abismo de los cielos, esperanza en la tierra.
Así, en María —mujer plenamente humana, transfigurada por la gracia— vemos por primera vez a una del género humano que ha llegado a la plenitud. En ella, toda la creación encuentra su hogar. En ella, toda carne es abrazada de nuevo. No es un símbolo, sino el cuerpo vivo de una promesa que se cumple.
Celebrar la Asunción es confiar en esta esperanza que no defrauda: que el amor nos precede, nos atraviesa, nos eleva y nos guarda en el seno de Dios. Es saber que no nos estamos hundiendo. Que hay un ancla lanzada más allá del velo, en la habitación más íntima del mundo, donde uno de nosotros —Cristo Jesús, el Hijo, la Primicia— ya ha entrado, por todos.
Como escribió Isaías, Ella está «envuelta en el manto de la justicia», no en el velo de la mentira. Viste el canto de los redimidos, el manto cosido de alegría y promesas. Y su alma se regocija en Dios, que derriba los tronos y eleva a los últimos, que sacia a los hambrientos y dispersa a los soberbios.
El Magnificat no es un canto ingenuo. En todo caso, es incómodo. Es el grito de quien ha visto el mundo desde abajo y no ha perdido la fe. Es la alegría de quien ha amado hasta el final y ha visto brotar la justicia incluso en los Gólgota del mundo. Es el canto de los oprimidos que aún creen que Dios no es sordo. Que algo puede cambiar. Que la historia no está estancada.
Por eso hoy, en pleno verano y en medio de nuestras frágiles vidas, la fiesta de la Asunción nos llama a descansar y refrescarnos en esta esperanza. No es una huida. Es un ancla. María nos precede como mujer, madre y hermana de toda la humanidad. Asunta al cielo, no nos aleja de esta tierra, sino que nos muestra la plenitud. El sentido de la vida no está en un destino oscuro. Está en nuestro feliz destino final en Dios. No acabaremos en la nada. No somos solo como la hierba que se marchita, como un alma seca sin agua, como un espíritu sin fuego, como días que pasan.
Somos hijos en camino hacia casa, esperando la plenitud, con el alma puesta en la gloria, con los pies en el polvo y el corazón —como el suyo— que canta, incluso entre lágrimas, la fidelidad de Dios. En la esperanza estamos salvados. Y hacia eso caminamos. Toda la vida es un camino de iniciación hacia este destino feliz y último en Dios, plenitud correspondiente a nuestro origen común.
Bajo el cielo ardiente de agosto, María nos dice que el cielo no está lejos. Es seno. Es morada. Es promesa. Nosotros, como ella, estamos llamados a engendrar vida, incluso en el dolor, incluso entre dragones, incluso cuando nadie cree ya en nosotros. A esta tarea estamos llamados hoy.
María, madre de la espera que engendra esperanza, recuérdanos que la alegría no es evasión, sino elección obstinada de creer en la luz incluso cuando el mundo gime. Tú, asumida en Dios, llévanos contigo en tu danza trinitaria. En tu canto. En tu «sí» que cambió la historia. Tú, que ya estás allí donde se nos espera, enséñanos a caminar con confianza bajo el sol, dentro de la historia, en la oscuridad que la atraviesa, cantando la llegada de la luz.
En este
día, dedícate un momento de silencio. Visualiza el rostro de una mujer que ha
sido para ti un refugio, un faro, una posibilidad de vida, un signo de
esperanza.
Puede
ser una madre, una amiga, una testigo, una desconocida. Escríbele. Exprésale tu
agradecimiento. Luego, toma el Magnificat y elige un versículo que sientas tuyo
hoy. Anótalo donde puedas. Vuelve a leerlo. Deja que resuene en ti durante todo
el día. Como la voz de quien nos ama.
Que
crezca en ti esta semilla de creación y resurrección que son sinónimos de Vida
abundante, colmada, plena.
Contigo, María, en el servicio a la vida, en la alegría de vivir y del Evangelio.
Tú, María,
no huiste del cuerpo.
Lo llevaste al cielo,
desnudo de miedo,
cargado de leche y de
dolores.
En el seno de Dios
entraste entera,
humana hasta el
último aliento.
Y ahora estás ante
nosotros
como un umbral
que ya ha visto,
como una esperanza
que tiene rostro.
Mujer,
madre de la espera
que no miente,
Tú eres el ancla
que nos impide
caer en la nada.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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