"Si me equivoco... me corregiréis": una corrección fraterna a Monseñor Jesús Sanz, Arzobispo de Oviedo
«Si me equivoco... me corregiréis». Esta frase lleva varios días dando vueltas en mi cabeza a propósito de algunas declaraciones de Monseñor Jesús Sanz, Arzobispo de Oviedo (https://www.religiondigital.org/espana/Jesus-Sanz-arremete-asesinan-territorios-moritos-cristianos-vox-islamofobia_0_2806519341.html).
Me conmueve, me emociona el recuerdo de esa frase revolucionaria a su manera que resuena en mis oídos y que fue pronunciada por el Papa Juan Pablo II el 16 de octubre de 1978 (https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/speeches/1978/documents/hf_jp-ii_spe_19781016_primo-saluto.html) en su primer saludo a los fieles.
Fue, como digo, una frase revolucionaria a su manera. No solo porque fue pronunciada por un Papa pocos minutos después de su elección, lo que ya era indicio de una actitud particular hacia los fieles, sino sobre todo porque hablaba claramente de la posibilidad de equivocarse.
Si en el pasado nos enseñaron que «errar es humano» —y perseverar, diabólico—, hoy decir «si me equivoco», admitir la posibilidad de estar en error, ya es un paso adelante en humildad, al que no estamos muy acostumbrados, convencidos de que tenemos que hacerlo todo bien, de que siempre tenemos que ganar. Porque todos nos equivocamos, pero pocos lo admitimos. Uno puede haber entendido mal, puede haber malinterpretado y actuado en consecuencia, pero parece que no puede equivocarse.
Y, de todos modos, los que cometen errores graves son siempre los demás. Además, hablar de errores está pasado de moda: en una época en la que todo es relativo y no existe la verdad, nadie tiene derecho a corregir a los demás, como mucho se puede hablar de divergencia de opiniones. Y, de todos modos, quien se equivoca es un perdedor, alguien que merece poca consideración y aún menos estima.
«Si me equivoco, me corregiré»: si tengo que reconocer el error, al menos intento corregirlo yo mismo, así quizá se note menos, así los demás no lo saben, no es evidente, no molesta a nadie.
Admitir el error solo ante nosotros mismos es mucho más fácil que admitirlo ante los demás, y corregirnos a nosotros mismos según nuestras capacidades es mucho más cómodo que dejar que los demás nos corrijan, y es un bálsamo para el orgullo. Hacerlo todo por nosotros mismos, hacernos las preguntas y darnos las respuestas, no depender del juicio de nadie más que de nosotros mismos, es la solución que más nos gusta. Lástima que solos no entendemos nada, no aprendemos nada, solo podemos y solemos poner un parche. Y como pretender hacerlo todo con nuestras propias fuerzas es irreal y engañoso, como perseverar en el error, a menudo seguimos repitiendo los mismos errores.
Y, aun así, no es lo más difícil.
Si me equivoco, si lucho contra molinos de viento que solo yo veo, si me aferro a cuestiones que no existen, si me regodeo en algunas afirmaciones rápidas, convencido de tener siempre la razón, son los demás quienes me corrigen: si el error que he cometido es tan evidente, muchos intervendrán para mostrarme la verdad.
No hablo de choques de puntos de vista u opiniones, hablo de verdades y mentiras: las personas que con inteligencia y caridad, sin malicia ni satisfacción, saben poner de manifiesto tus errores y corregirlos, te enfrentarán a la única verdad y te mostrarán otro camino distinto al erróneo y mentiroso que estás siguiendo. Una dura prueba para el orgullo, un buen golpe a la humildad. Pero como perseverar tiene su punto de diabólico, será el Mentiroso el que se empeñe en hacernos seguir en el error, en no dejarnos entrar en razón y en hacernos seguir a menudo en nuestra convicción.
Pero, aun así, no es el paso más difícil.
El paso más difícil es dejarse corregir. Tener un amigo verdadero, que te quiere de verdad y que, mientras todos aprueban lo que dices o haces y el orgullo te hace crecer en la convicción de que tienes razón, te lleva aparte, te mira a los ojos, y tiene el santo valor de decirte que estás equivocado. El hermano que sabe corregirte y realmente puede permitirse quitar la paja de tu ojo, porque ha visto la viga en el suyo y ha recibido a su vez la caridad y el bien de la corrección.
La corrección fraterna, la que se da uno a uno, es la prueba más difícil para el orgullo y el terreno más fértil para la humildad y el crecimiento. Un terreno construido sobre la base de relaciones sinceras y el compartir un camino de crecimiento común, y basado, para quien corrige primero —y para quien recibe la corrección después— en largos momentos de oración, en largos momentos de discernimiento y reflexión ante el sagrario, para dejar que se abra el corazón.
Un camino largo, que incluso puede llegar hasta el confesionario, el lugar donde los errores encuentran corrección, y donde incluso las mentiras más contumaces y sibilinas pueden ser iluminadas por la mente y la mentalidad de Jesús. Allí, en la gracia de ese sacramento, se descubre la verdadera dimensión del orgullo, la verdadera esencia de la humildad: en la mirada y en las manos de quien te absuelve y te bendice está Jesús que corrige y que cura, que defiende y que acoge.
Desde allí se puede recomenzar. Para aprender a
comprender quién eres, para aprender y no quedarte atrapado en los errores y
las faltas, las tentaciones y las nostalgias, las medias verdades y las grandes
mentiras, para poder ser a tu vez el amigo que conoce la verdad y sabe sugerir
e indicar el camino. Y para seguir aprendiendo que, si te equivocas, es una gracia
el que alguien te corrija.
En otras palabras, me refiero a la gracia de aquella corrección fraterna que Pablo de Tarso, el Apóstol de los Gentiles, realizó a Pedro, la cabeza de los Apóstoles, en el conflicto de Antioquía en Gálatas 2, 11-21.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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