viernes, 22 de agosto de 2025

El perdón y la justicia se abrazan.

El perdón y la justicia se abrazan

La justicia es necesaria para que haya paz: cuando se viola o se hiere la justicia, sin duda hay que restablecerla. Hay que desarmar al verdugo, hay que neutralizar al sujeto de la violencia mortal, hay que preparar también la defensa de las víctimas o de quienes podrían convertirse en víctimas: ¡existe el derecho y el deber de la legítima defensa, existe el derecho y el deber de detener al agresor! 

Pero ¡ay si se pensara que se puede restablecer la justicia con actos de represalia, actos que obedecen a un concepto primitivo de justicia, mucho más parecido a la venganza, que traspasan el principio de la legítima defensa y del desarme de la mano del violento! 

Si se piensa restablecer la justicia con la venganza, respondiendo a la violencia con la violencia, estableciendo un vínculo entre la justicia quebrantada y las guerras necesarias para restaurarla, entonces solo se recorre un camino mortífero, se desencadena una espiral imparable de violencia y represalias. 

Responder al terrorismo con la guerra significa ir más allá del derecho y el deber de la defensa, tanto porque junto con los culpables (¡cuando no en su lugar!) se ven involucrados pueblos enteros, hombres, mujeres y niños inocentes, como porque la guerra es una «aventura sin retorno», una matriz de odio que también involucra a las nuevas generaciones. 

Por supuesto, no basta con decir no a la guerra: es necesario hacer viables alternativas que conduzcan a la reparación y la defensa de los derechos violados, alternativas que recorran el difícil camino de la negociación, la diplomacia y el compromiso justo. 

Todo esto es posible si se logra conjugar la justicia y el perdón. No se puede restablecer plenamente el orden roto si no se crea un espacio para una justicia que englobe también esa forma particular de amor que es el perdón. 

Se trata de un discurso difícil, sobre todo cuando uno se siente del lado de las víctimas; sin embargo, si realmente se quiere tender hacia la paz —y hacia una paz «duradera»—, no se puede pensar en la justicia en términos antitéticos al perdón. 

Y es aquí donde el mensaje de Juan Pablo II de 2003 para la Jornada Mundial de la Paz se hace elocuente y convincente: https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/messages/peace/documents/hf_jp-ii_mes_20021217_xxxvi-world-day-for-peace.html Es un mensaje nacido del confronto con la Revelación —como afirma el propio Papa— y que Juan Pablo II difundió con fuerza y autoridad debido al deber que sentía al desempeñar su ministerio al servicio del Evangelio. Sí, es el Evangelio el que exige que el principio del «perdón» sea inmanente al principio de la «justicia». 

Es la misma Escritura, ya en el Antiguo Testamento, la que proclama la unidad de la justicia y la misericordia, y por tanto de la justicia y el perdón, incluso en el mismo nombre de Dios revelado a Moisés (cf. Ex 34,6): es una unidad presente en la creación misma, porque la misericordia precedió a la creación. 

Dios es justo, pero al mismo tiempo es misericordioso y compasivo, por lo tanto capaz de perdonar, como lo narró definitivamente Jesús de Nazaret: el perdón es la narración suprema que Jesús hizo de Dios. 

Por eso nos enseñó a rezar: «Padre, perdona nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Lc 11,4), mientras que él mismo, en la cruz, rezó: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Los discípulos de Jesús deben ser siempre hombres y mujeres de misericordia y perdón, llamados a amar a los enemigos, a orar por los perseguidores, a bendecir y nunca maldecir (cf. Mt 5,44). 

Pero este perdón que la Iglesia siempre ha predicado y siempre ha señalado como inherente a la vida cristiana, debe convertirse no solo en una práctica personal en el camino hacia la santidad, sino también en ética y cultura, hasta perfilarse como «política del perdón expresada en actitudes sociales e instituciones jurídicas» en las que se ejerce y se propone de nuevo la justicia. 

Tal práctica del perdón debe, por tanto, concernir a todos los cristianos y a su participación en la vida de la polis. El perdón se hace necesario a nivel social, político, en las relaciones entre naciones, etnias, grupos... 

No puede haber un proyecto de sociedad futura marcado por la paz, la calidad de la convivencia social y la solidaridad con vistas a una verdadera communitas, sin introducir el perdón en el concepto y la práctica de la justicia: no hay paz sin justicia, pero no hay justicia sin perdón. 

Este es el mensaje que la Iglesia afirma que debe anunciarse a creyentes y no creyentes, a todos aquellos que tienen a corazón el bien de la familia humana y de la sociedad. Ciertamente, una práctica del perdón conlleva a corto plazo una pérdida aparente, tal vez incluso una derrota, pero en realidad asegura una ganancia a largo plazo. 

La violencia es exactamente lo contrario: opta por una ganancia a corto plazo, pero prepara a largo plazo una pérdida real y permanente. El perdón no es una debilidad, también porque quien lo concede y lo practica debe estar dotado de una gran fuerza espiritual, de una intensa vigilancia sobre sus propias pasiones, de una gran disciplina frente a su propia agresividad. 

Conceder y aceptar el perdón siempre ha sido obra de unos pocos, pero hoy puede convertirse en una práctica habitual de los cristianos y de otras personas que buscan sentidos y desean la paz para la tierra. El principio del «perdón» es justo en sí mismo para el cristiano, porque rechaza identificar el mal con el hombre que lo comete y, por lo tanto, cosificar al hombre reduciéndolo a su mala acción. 

Precisamente este principio del «perdón» debe ayudar a repensar el concepto de justicia retributiva: muchas situaciones de conflicto endémico, como en Oriente Medio, situaciones cargadas de odio y violencia, de acciones y reacciones mortíferas, solo pueden encontrar una solución y una apertura hacia un restablecimiento radical de la justicia a través de un acto de perdón de los crímenes cometidos. 

La justicia y el perdón conjuntos abren un futuro de reconciliación y paz: ¡no hay otros caminos! 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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