domingo, 24 de agosto de 2025

Las Confesiones: la inquietud y el deseo divinos en el hombre.

Las Confesiones: la inquietud y el deseo divinos en el hombre

Et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te: «Inquieto está nuestro corazón hasta que descansa en ti». 

Con esta frase, San Agustín comienza sus reflexiones en las Confesiones, dando vida a la primera gran autobiografía de la literatura mundial. Porque en esta obra, escrita a finales del siglo IV, San Agustín se narra al lector, describiendo ante Dios las etapas de su conversión, desde la adolescencia hasta la vida maleada, desde el descubrimiento de la filosofía hasta la adhesión al maniqueísmo, hasta el bautismo por parte del obispo de Milán, San Ambrosio, y su nombramiento como obispo de Hipona. Los trece libros que la componen son, por tanto, la historia de su vida, pero también de un encuentro y abrazo, con el final de su búsqueda de la Gracia divina. 

En este sentido, no hay contradicción, como algunos han querido ver, entre los nueve primeros libros, de carácter autobiográfico, y los siguientes, de carácter filosófico y teológico. Estos últimos, de hecho, no son más que la continuación lógica de los primeros: el relato biográfico, los episodios de vida maleada, se convierten en narración de la salvación obrada por la Gracia divina que, como creó el mundo ‘ex nihilo’, así crea en San Agustín al hombre nuevo, conduciéndolo y llevándolo al puerto seguro de la «quietud» divina. 

Y es precisamente esta inquietud del hombre, que le oprime el corazón, la protagonista de la obra agustiniana. Es una inquietud existencial, una búsqueda «en sí mismo y de sí mismo», estimulada, casi provocada, por Dios mismo para que la criatura, al descubrir con esfuerzo en sí misma la imagen de su creador, pueda reunirse con él y descansar en él. 

Así lo expresa San Agustín: 

El hombre que era entonces: todo furia y suspiros y llantos y turbios, sin paz y sin equilibrio. Y llevaba conmigo el alma mutilada y sangrante, que ya no podía seguir siendo arrastrada, y no encontraba manera de dejarla en algún lugar. No, no encontraba paz, ni en el frescor de los bosques, ni en los entretenimientos y los cantos, ni en los jardines perfumados o en la elegancia de las fiestas, ni en los placeres del amor y del sueño, ni siquiera, finalmente, en los libros y en la poesía [IV,7,12]. 

En este camino, el hombre descubre sus incapacidades, su constante caída en el pecado, la limitación de sus esfuerzos, pero, al mismo tiempo, encuentra la omnipotencia y la Gracia divina que, solas, son capaces de salvarlo y dirigir su amor hacia Dios, que es su propio bien. Un amor, por tanto, que para San Agustín es esencialmente «don» de Dios. «Sero te amavi», dice, «tarde te amé», y este retraso explica precisamente su concepto. Todo amor verdadero es siempre un amor «tardío», porque es el resultado de un don, un don casi siempre inmerecido. 

Y aquí la tragedia de la incapacidad humana de perseguir su propio bien, la dramaticidad de la existencia consumida en una búsqueda que parece no ver ningún puerto en el horizonte, encuentra paz y tranquilidad en el gran amor de Dios que perdona y llama a sí mismo. 

La modernidad de San Agustín reside precisamente en el relato de este paso. El hombre de San Agustín, es decir, él mismo, vive y sufre la fragmentación de su «yo», el dolor existencial. Podríamos decir que experimenta toda la tragedia humana, fruto de su incompletitud y de su limitación, que le hacen caer en el pecado. 

Pero esta limitación no le aniquila. El hombre de las Confesiones sabrá encontrar también en sí mismo, aunque provocadas por la Gracia, las razones, antes inconscientes, de una búsqueda querida, sí, por Dios, pero en la que él tiene un papel, el de tocar con la mano su dolor y el de sus semejantes reconociendo en él la intervención divina y la presencia de un amor que atrae y perdona: 

He aquí, tú estabas dentro de mí y yo fuera: fuera de mí te buscaba, y en mi impetuosidad me lanzaba sobre estas bellas formas que tú has dado a las cosas. Tú estabas conmigo, yo no estaba contigo. Las cosas me mantenían alejado, las cosas que no existirían si no estuvieran en ti. Me llamaste, y tu grito desgarró mi sordera; lanzaste señales de luz y tu esplendor disipó mi ceguera, te derramaste en esencia fragante y te aspiré, y me falta el aliento si te echo de menos, he conocido tu sabor y ahora tengo hambre y sed, me has rozado y me he incendiado por tu paz [X,27,38]. 

También la experiencia de la muerte forma parte de este camino hacia Dios. Así describe, en páginas memorables, la muerte de un amigo: 

La tristeza cayó oscura sobre mi corazón, y dondequiera que miraba era la muerte. Y mi pueblo se convirtió en un patíbulo, y la casa paterna me resultaba penosa y extraña, y todo lo que había compartido con él, sin él se convertía en un enorme tormento. Mis ojos lo buscaban en vano por todas partes y odiaba todas las cosas porque no lo retenían entre ellas y ya no podían decirme «ahí está, viene», como cuando estaba vivo y lo echaba de menos. Me había convertido en un enigma angustioso para mí mismo y le preguntaba a esta alma por qué estaba triste y me oprimía tanto, y ella no sabía responderme. Y si decía: «Espera en Dios», ella no me obedecía, con razón, porque aquella persona concreta que le era tan querida y que había perdido era mejor y más verdadera que el fantasma en el que se le ordenaba esperar. Solo el llanto me era agradable y había ocupado el lugar de mi amigo entre los placeres del alma. […] Me sorprendía que los demás mortales siguieran viviendo, cuando había muerto él, a quien había amado como si fuera inmortal, y aún más me sorprendía seguir viviendo yo, que era otro él, cuando él había muerto. Alguien dijo bien de su amigo, que era la mitad de su alma. Yo sentía, en efecto, que la mía y la suya eran una sola alma en dos cuerpos: por eso la vida me horrorizaba —no quería vivir a medias— y por eso me daba miedo la muerte, con la que él también moriría por completo, él a quien tanto había amado [IV,4,9;6,11]. 

Aquí está realmente toda la actualidad de San Agustín. Están el dolor y la angustia de la vida y de la muerte que cada uno de nosotros experimenta. 

«La tristeza se apoderó de mi corazón», en el texto latino «Contenebratum est cor meum». En esta expresión está todo el dramatismo de la experiencia humana en la que Dios mismo parece estar ausente, aparecer como un fantasma, y la propia alma de San Agustín parece comprenderlo, no obedeciendo a la esperanza en Dios. Pero no es así. Porque incluso en ese dolor, incluso en ese corazón donde ha descendido la oscuridad, Dios está presente, y el hombre tarde o temprano lo descubrirá. De ahí las insistentes preguntas a Dios mismo, en las que se plasman al mismo tiempo dudas y certezas: 

Y ahora, Señor, todo esto ya ha pasado y el tiempo ha aliviado mi herida. ¿Puedo saber por ti, que eres la verdad, que el llanto es dulce para los infelices? ¿Puedo acercar el oído de mi corazón a tu boca para que me lo digas? ¿O tal vez tú, por omnipresente que seas, has rechazado nuestra tristeza y permaneces en ti mismo mientras nosotros rodamos de prueba en prueba? Y sin embargo, si no pudiéramos llorar ante tus oídos, no quedaría nada de nuestra esperanza. ¿De dónde viene este delicado fruto del amor a la vida, que se recoge en el llanto y en los suspiros, en los lamentos y en los gemidos? ¿Acaso la dulzura reside en la esperanza de que nos escuches? En las oraciones, es justo que sea así, porque el deseo de que te alcancen es parte constitutiva de ellas. Pero ¿en el dolor de una cosa perdida y en el duelo que entonces me oprimía? Ciertamente no esperaba revivirla y no pedía esto entre lágrimas: me limitaba al dolor y al llanto. Era infeliz y había perdido mi alegría. Quizás también el llanto es algo amargo, y solo nos alivia en comparación con la náusea de las cosas que una vez disfrutamos y ahora aborrecemos [IV,5,10]. 

Aquí se recogen sintéticamente todos los gritos de dolor que la humanidad eleva hacia lo alto, ante un Dios que parece haber rechazado la tristeza de los hombres. ¡Cuánta actualidad hay en estas palabras! ¡Cuánta poesía hay en ese «fruto delicado del amor por la vida, que se recoge en el llanto y en los suspiros, en los lamentos y en los gemidos»! Una cualidad trágica existencial que pasa de la vida a la muerte, y de la muerte a la vida, en la que «la vida perdida de los muertos [...] se convierte en muerte de los vivos»: 

Era tan infeliz, y sin embargo, más que la vida de mi amigo, amaba mi propia vida infeliz. Ciertamente, deseaba que cambiara, pero no perderla en su lugar: no sé si habría aceptado siquiera morir por él, [...]. Pero en mí había nacido un sentimiento contrario a esto, y el aburrimiento de vivir me oprimía no menos que el miedo a morir [IV,6,11]. 

De la amistad de los hombres a la amistad de Dios. Este es, pues, el paso que se le presenta a la humanidad desgarrada por el dolor de la pérdida de sus seres queridos y por el aburrimiento de vivir: 

Bienaventurado el que te ama y te tiene por amigo y enemigos por ti. El único que no pierde a sus seres queridos es aquel a quien todos aman, en Uno que no se pierde. ¿Y quién es este sino nuestro Dios, que hizo el cielo y la tierra y los llena, y al llenarlos los crea? Nadie te pierde a menos que te abandone, y adonde va, adonde huye, si no es de tu sonrisa a tu furor. En el fondo de su dolor encontrará tu ley. Y tu ley es la verdad, y la verdad eres tú [IV,9,14]. 

Un Dios, pues, el de San Agustín, no abstracto, no alejado de los acontecimientos de sus criaturas, sino presente en ellos, en toda la experiencia existencial, desde el pecado hasta el dolor. Por eso San Agustín habla de Dios a través de su propia vida, porque en ella Dios está presente y en su dramatismo existencial el hombre lo encuentra cada día. 

Un Dios, por lo tanto, que comparte con sus criaturas cada espasmo de su existencia, hasta hacerse hombre para su salvación y compartir incluso la experiencia de la muerte. Por eso no habrá paz hasta que volvamos a Dios, superando la caducidad de las cosas, superando el tiempo mismo, viendo todo bajo la luz adecuada: 

Dondequiera que se vuelva, el alma del hombre se encuentra con el dolor: en todas partes excepto en ti, incluso si fija su mirada en lo bello que existe fuera de ti y de sí misma. Y nada bello existiría si no viniera de ti. Lo que nace y declina, al nacer casi comienza a ser y crece para llegar a la plenitud, y cuando la alcanza envejece y muere. No todo envejece, pero todo muere. Por eso, al nacer, en la tensión de existir, las cosas crecen más rápidamente hacia el ser y se apresuran más a dejar de ser. Esta es su medida [IV,10,15]. 

Pero como todo proviene de Dios, no hay que despreciarlas, sino interpretarlas a la luz de su voluntad: 

Confía a la verdad todo lo que te viene de la verdad, y no perderás nada, y lo que se había marchitado en ti volverá a florecer y se curarán tus melancolías [...]. Si son los cuerpos lo que te gusta, da gracias a Dios y endereza tu amor dirigiéndolo a su artífice: evita que en tu placer seas tú quien desagrada. Si son las almas lo que te gusta, ámalas en Dios, porque también ellas son mutables y en él se fijan y se hacen estables: de lo contrario, se irían a morir [IV,11,16;12,18]. 

Al final de nuestra existencia, nos dice San Agustín, después de haber comprendido el amor de Dios, también habremos comprendido que «si alguna de nuestras obras es buena», es un don de Dios. Entonces podremos finalmente dirigirnos a él con estas palabras: 

Señor Dios, danos la paz, porque todo nos has dado. La paz del descanso, la paz del sábado, la paz sin atardecer. Porque todo este hermoso orden de cosas muy buenas, que colma su medida, pasará: y también para ellas habrá sido mañana, y luego tarde. […]. Y también nosotros, una vez cumplidas nuestras obras —muy buenas porque son dones tuyos—, descansaremos en ti en el sábado de la vida eterna. Y entonces tú descansarás en nosotros, como ahora actúas en nosotros: y seremos instrumentos de tu descanso, como ahora lo somos de tus obras [XIII 35,50;36,51;37,52]. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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