No apaguéis el fuego (1 Ts 5, 19)
Una de las urgencias más apremiantes para una reforma de la vida de la Iglesia es la que concierne a la Vida Religiosa. Lamentablemente, no se habla de ello; la Vida Religiosa está casi olvidada dentro de la Iglesia (salvo de manera muy puntual, casi anecdótica, una vez al año: en la Jornada de la Vida Consagrada) y, en consecuencia, cada vez es menos relevante también en la sociedad multicultural y multirreligiosa de la indiferencia.
Si la Vida Religiosa necesita una reforma, no es porque sea infiel: al contrario, en mi opinión, hasta puede ocurrir que nunca haya sido tan fiel como hoy, y vive una vida pobre, una vida espiritualmente entregada y apostólicamente generosa.
A veces, es verdad, una vida que cuesta mantener por la pequeñez del ser humano, la debilidad de los miembros ancianos y enfermos, la falta de jóvenes y la escasa atención de las Diócesis y, a veces, de los propios cristianos.
Ahora tenemos un Papa que es un monje agustino, que ha sido hermano en una vida comunitaria y ha presidido durante algunos años la orden agustina.
Esperamos en él, también porque se atrevió a decir: «¡Hay que ser primero humanos, luego cristianos!». Palabras importantes, nunca pronunciadas con tanta claridad por un Papa. Hay que practicar caminos de humanidad y, sobre todo en la Vida Religiosa, hay que seguir siendo humanos y no pensar en llevar «otra vida».
La Vida Religiosa es una vida «otra», pero no puede ser otra cosa que vida humana: desde el noviciado hasta la vida comunitaria, hasta la vejez, cuando se está enfermo, viejo, débil y se ha dejado todo servicio, la Vida Religiosa es muy humana. Permanecer humanos hasta el final es la garantía de ser cristianos fieles hasta el final.
Las dos Hermanas que ahora dirigen el Dicasterio de la Vida Religiosa, Sor Simona Brambilla, de las Misioneras de la Consolata, y Sor Tiziana Merletti, de las Franciscanas de los Pobres, podrán realmente indicar un camino en la confianza, en la escucha recíproca y en la escucha del mundo, en el servicio a los privilegiados del Señor, los últimos, porque están necesitados y sufren, porque están sedientos del Evangelio proclamado y vivido.
Me parece cada vez más evidente, sin embargo, que una reforma de la Vida Religiosa requiere ante todo una reforma del ejercicio de la autoridad.
La sinodalidad tiene su origen en la vida religiosa cenobítica, y las comunidades de monjes han conocido el camino sinodal que preveía la escucha de todos, el discernimiento de los más sabios y la decisión final de quien preside.
Pero también
este principio tantas veces se acaba reduciendo formalmente a una escucha apresurada
y a una decisión inapelable de quien preside. ¿No habrá que volver a la
sinodalidad, renovándola según los logros que hoy nos son posibles?
Digo esto porque, incluso en un régimen sinodal, la autoridad puede ser más autoritaria que nunca. Aunque se practique la sinodalidad, si quien preside deja hablar a todos, pero de boquilla, no escucha a nadie y luego decide lo que ya tenía en su corazón, esto es una desfiguración de la sinodalidad; como cuando quien preside impide a uno u otro la libertad de hablar en la asamblea y limita las intervenciones, ordenándolas de manera que se eviten las que no le gustan.
Hay que tener cuidado: son muchos los engaños posibles, incluso cuando se habla mucho de sinodalidad.
Si la Vida Religiosa es una koinonía, según la expresión de Pacomio y Basilio, entonces debe ser verdaderamente una comunión en la que cada uno es deudor del otro del amor, de la atención del corazón; es responsable del otro. La Vida Religiosa debería ser ante todo «casa de comunión».
Y si los hermanos y hermanas saben vivir la comunión, también serán atractivos y contarán a todos, incluso a los no cristianos, la historia de Jesús, que con su comunidad pasó entre los hombres haciendo el bien, anunciando la Buena Nueva, practicando y diciendo que el Reino de Dios estaba cerca, disponible: bastaba con aceptar entrar en Él.
Los religiosos, memoria viva del Evangelio del Año de Gracia y del Reino, aún hoy pueden ser elocuentes. Pero a condición de que tengan el fuego del Evangelio en el corazón y lleven este fuego a la tierra.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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