Una aproximación a mi soledad -una sencilla confesión de mi manera de ser-
La palabra aislamiento conlleva una profunda ambivalencia. Es como una rama que se bifurca entre la aspiración y la maldición. Es lo que se hace aún más evidente en la temporada estival y en la época de vacaciones. Pero no únicamente:
1.- por un lado, está el aislamiento como necesidad de supervivencia, de separación del bullicio y de la obligación social de la fiesta perpetua, como aspiración a una condición de vida capaz de recortarse el espacio y el tiempo de un respiro sustraído al ruido ensordecedor del mundo;
2.- por otro lado, está el aislamiento como caída en el vacío y en la insensatez, como ausencia de contacto, de vínculo, como abandono.
Por un lado, pues, el aislamiento como resistencia, también estética, de quienes buscan en la soledad una presencia más densa, menos artificial que la que se propaga como la verdadera vida, siempre en forma y portadora de bienestar, en el escaparate artificial de las redes sociales. Es el aislamiento como movimiento de separación activa de la obligación de divertirse.
Es el ‘hortus conclusus’ (una poderosa y bella imagen medieval) donde el clamor y el estruendo de la mundanalidad dan paso a la paz de la tarde y su silencio. Es el aislamiento como elección, como acto de defensa, como huida del ruido ensordecedor de la masa para preservar un espacio insaturado. Es el gesto consagrado que elige el espacio sagrado como último baluarte contra una vanidad sin verdad; es la torre de Rilke, el espacio sagrado que permite escuchar las voces más lejanas; es la habitación para uno mismo de la que habla Virginia Woolf.
Pero también es una fantasía ordinaria que acompaña la vida constantemente obligada por compromisos y plazos: retirarse, alejarse, desaparecer, apagar los ruidos del mundo. En este caso, el aislamiento puede convertirse en una soledad rica en presencias, la expresión de un deseo de lejanía que no se deja capturar por el torbellino del consumo compulsivo.
Es verdad que, en su segunda faceta, el aislamiento aparece como el tormento de una vida que ha perdido su vínculo con el mundo y con los demás. Es el aislamiento como experiencia de mortificación, marginación y privación. Ya no es una elección, sino una condena. Ya no es un refugio, sino una prisión. Ya no es una defensa contra el imperativo alienante del divertimento, sino un fracaso que genera desánimo y un profundo sentimiento de abandono.
Este segundo aislamiento no nace de un acto de libertad, sino de la violencia del mundo que excluye a quienes se quedan atrás. No es el aislamiento del esteta, sino el del rechazado, del inadaptado, del anormal que la sociedad marca, estigmatiza y exilia. Es la celda del pobre, del anciano olvidado, del enfermo, del migrante sin raíces, del hijo que querría renunciar a su vida encerrándose entre las paredes de su habitación.
En este segundo aislamiento no encontramos la libertad de la separación, sino una experiencia de exclusión que sufre el sujeto. No hay contemplación ni creación, sino desintegración, ruina, abandono. Este aislamiento no es una aspiración, sino una maldición. No protege del caos frenético de la masificación, sino que expone la vida a su más radical sinsentido.
Es la experiencia del desierto no como lugar de ascetismo, sino como símbolo de desolación. Sin embargo, la distinción entre estas dos caras del aislamiento no puede ser rígida. El aislamiento estético puede evaporarse en una especie de anti-socialidad snob, mientras que el aislamiento sufrido como una injuria social puede dar lugar al poder revoltoso de la indignación y la crítica activa.
Las mismas aglomeraciones veraniegas de la gente de vacaciones no neutralizan en absoluto el aislamiento como maldición, sino que lo incentivan. Tantas veces el colmo del aislamiento no se alcanza en absoluto en la soledad, sino en encontrarse inmerso en el flujo anónimo de la masa, en convertirse en un número entre otros, desprovisto de nombre propio.
Es el aislamiento que se puede sentir entre la multitud anónima de las metrópolis, entre el bullicio de los no lugares. Es el aislamiento que se caracteriza por una cercanía física sin ninguna proximidad real, como la multiplicación de contactos sin ningún encuentro real, como el efecto de las aglomeraciones anónimas en los lugares de turismo de masas.
En estos casos se trata de un aislamiento que no se genera por marginación, sino por un exceso de conformidad y asimilación. En este sentido, la aspiración al aislamiento implica siempre un paso lateral, una salida de la serie, la difícil conquista de la propia soledad.
No trato, por supuesto, de negar el carácter vinculante del vínculo con los demás, sino de sustraerse al imperativo del entretenimiento obligatorio, a la impostura de la vida despreocupada que las redes sociales nos presentan como la vida real.
Por eso, incluso la maldición del aislamiento puede parecer incluso una oportunidad superior al aturdimiento embriagador del disfrute que caracteriza al ser acéfalo de la masa.
No trato de reivindicar el esnobismo estético de quienes no quieren confundirse con los demás, sino de comprender que la presencia efectiva del otro en nosotros no requiere en absoluto la celebración de la multitud.
No en vano, la soledad que busca el ermitaño no tiene como objetivo borrar la existencia del Otro, sino sintonizar más profundamente con ella.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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