Algunos apuntes de cultura democrática
Uno hasta se siente tentado de mirar con cierto desdén lo que ocurre más allá de lo inmediato y de lo próximo. Uno podría decir que lo que ocurre en el escenario nacional e internacional no es asunto suyo, que no le concierne. Pero seguramente hasta no sería justo ni honesto. Me explico.
Hay quien sugiere la proximidad de una guerra civil en Estados Unidos de América. Sin caer en alarmismos, uno sospecha que no es una hipótesis sin causa. Incluso podría formar parte de la misma guerra civil global que ya está en marcha.
Uno de los frentes de esta guerra es Ucrania. En ella, personas con ideología patriótica y cristiana, bajo la bandera de Cristo y del “Katechon”. El término griego «katechon» - τὸ κατέχον - indica «algo o alguien que impide o retrasa el fin del mundo».
Fue un término utilizado por San Pablo en la Segunda Carta a los Tesalonicenses y fue retomado por la teología política de Carl Schmitt para indicar una «Fuerza» que se opone al nihilismo y al apocalipsis. Si para Carl Schmitt el «katechon» se parecía positivamente a Adolf Hitler, hoy podemos hipotizar que tiene un doble apellido: Putin-Trump.
Lo que une a Vladimir Putin y Donald Trump es el hecho de que en la «guerra civil mundial» entre el «cristianismo nacionalista» y los «globalistas», ambos están del mismo lado. Las consecuencias son dobles: afectan a la geopolítica y redefinen la esfera pública.
La esfera política está dejando de ser esa ágora en la que ideas e intereses divergentes buscan un punto de encuentro común para convertirse en un campo de batalla final, cuyo objetivo es la sumisión o la aniquilación del competidor o del adversario, convertido en enemigo.
En cierta representación imaginaria estamos al borde de la batalla final del Bien contra el Mal, de la Luz contra las Tinieblas.
El Antiguo Testamento, más que el Nuevo Testamento, inspira esta teología política apocalíptica.
Si en Rusia nace del cristianismo ortodoxo, en Estados Unidos de América hunde sus raíces en el cristianismo fundamentalista, que ha conquistado el Partido Republicano: una mezcla de calvinismo literalista —la Biblia es la única fuente de conocimiento y derecho—; la legislación estadounidense debería inspirarse directamente en los textos jurídicos del Antiguo Testamento: una amalgama de catolicismo conservador, carismático, pentecostalista y de la reconstrucción cristiana.
En el discurso pronunciado el 6 de febrero de 2025 en Washington DC en el Desayuno Nacional de Oración, Donald Trump anunció que quería «devolver la religión» y que «Estados Unidos es y siempre será una nación bajo la mirada de Dios».
Ese mismo día, Donald Trump firmó una orden ejecutiva titulada «Erradicar los prejuicios anticristianos», que promete «poner fin a la instrumentalización anticristiana del Gobierno» en nombre de las «libertades religiosas».
El 1 de mayo de 2025, Donald Trump firmó una orden ejecutiva por la que se crea una «Comisión sobre la Libertad Religiosa», «la primera libertad» de los estadounidenses. El objetivo declarado del texto es «hacer respetar con firmeza las históricas y sólidas garantías de la libertad religiosa consagradas en la legislación federal».
La libertad religiosa no se concibe ya como un derecho liberal, que sería propiedad de todos; es un derecho específico, inalienable, destinado a imponer el dominio de aquellos que sienten que están perdiendo terreno, que temen ver cómo se les escapa el poder, en una sociedad cada vez más multicultural.
En realidad, detrás de todo esto se mueve el supremacismo
cristiano que es «blanco». Así, los enemigos pasan a ser el pluralismo, la
secularización y la separación entre Iglesia y Estado.
¿De dónde viene la apocalíptica de izquierda o de
derecha? ¿De dónde viene el milenarismo? De la identificación entre «el fin de
un mundo» y «el fin del mundo».
Uno de los primeros efectos inmediatos de esta teología política fundamentalista son los episodios cada vez más frecuentes de guerra civil. En Rusia es la agresión a Ucrania. En Estados Unidos de América, el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021. A partir de ahí, una cadena de acciones homicidas y reacciones/contra reacciones.
El 10 de septiembre de 2025, Estados Unidos de América vivió otro trágico episodio de violencia política con el asesinato del activista conservador Charlie Kirk. Este suceso, lejos de ser aislado, se inscribe en una escalada de ataques por motivos políticos que están desgarrando el tejido democrático estadounidense.
Si bien es ciertamente una exageración alarmista hablar de «guerra civil mundial» destellos de una guerra similar están estallando en las sociedades occidentales, en Francia, Inglaterra, Alemania, Italia...
España no está a salvo. Hay que decir que en la España secularizada, las corrientes del cristianismo fundamentalista no se han adentrado mucho ni decididamente hasta ahora en el terreno de la política.
En España, donde la retórica política del enfrentamiento más áspero y de la descalificación más soez, encuentra eco todos los días. La fanatización del enfrentamiento y los insultos en el Parlamento (y en los medios de comunicación) tienen más que ver con el intento de calentar a las audiencias sociales y digitales de los fans de cara a unas próximas elecciones en 2027.
La normalización del lenguaje violento y la erosión del respeto democrático están ganando terreno. Y se fomenta una cultura política agresiva y divisiva que, aunque no es directamente violenta, crea el terreno ideal para la radicalización. Los enfoque simplistas y propagandísticos no solo degradan el debate democrático, sino que alimenta, un clima de hostilidad permanente.
Los líderes promueven un lenguaje político polarizador, en el que el adversario no es simplemente un interlocutor con ideas diferentes, sino un enemigo al que hay que derrotar. Este es precisamente el tipo de cultura del desprecio que en Estados Unidos de América ha favorecido el clima de violencia política y que, si no se combate, corre el riesgo de causar daños similares en España.
Convertir el Parlamento en un estadio, las plazas y los medios de comunicación en campos de batalla, y la provocación en el estilo político resquebraja y fragmenta el espíritu público de la sociedad. Y tendrá, ya está teniendo, sus consecuencias de tensión y de enfrentamiento.
Ante todo esto, las personas de buena voluntad y, entre ellas también los cristianos, están llamados a tomar una posición clara y profética. No basta con hablar genéricamente de «paz» o «diálogo» si luego se guarda silencio cuando la política utiliza la palabra para provocar, manipular, dividir, enfrentar…
San Agustín nos recordaría que el lenguaje tiene la tarea de edificar, no de destruir. Las palabras, cuando se utilizan con falsedad o violencia, se convierten en instrumentos de división. Se está imponiendo un uso de la palabra para avivar los conflictos, para acentuar las divisiones y no para resolver los contrastes.
Cada uno de nosotros, pero sobre todo quienes ejercen mandatos institucionales, tiene el deber de no ceder a estas estrategias, ofreciendo un lenguaje alternativo que afirme la dignidad del otro, incluso del adversario político.
Al igual que Estados Unidos de América se encuentra en una encrucijada entre la violencia y el diálogo, España también se enfrenta a una elección. Seguir aplicando una política de enfrentamiento a cuerpo abierto o invertir en una cultura democrática capaz de valorar el disenso y el diálogo.
En este contexto, los cristianos pueden desempeñar una tarea que no consiste en apoyar a un partido u otro, sino en dar testimonio, con coherencia, de una ética del diálogo que contribuya a la sanación de la cultura democrática.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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