sábado, 27 de septiembre de 2025

Si la doctrina puede esperar, el Evangelio no.

Si la doctrina puede esperar, el Evangelio no

Las palabras del Papa León XIV sobre las personas LGBTI, recogidas en extractos de la entrevista concedida por el Papa a la periodista Elise Ann Allen, están dando mucho que hablar. Por un lado, el Papa León XIV subraya que la Iglesia está abierta a «todos, todos, todos»; por otro, afirma: «Me parece muy improbable, al menos en un futuro próximo, que la doctrina de la Iglesia (cambie) los términos de lo que la Iglesia enseña sobre la sexualidad, lo que la Iglesia enseña sobre el matrimonio». 

Personalmente, soy de los que consideran necesario un desarrollo de la doctrina católica sobre el tema LGBTI. 

A partir de lo que leo, escucho, veo… en la Iglesia actual hay una pluralidad de visiones, a menudo contrapuestas, sobre la cuestión LGBTI; es decir, falta un ‘consensus fidelium que la doctrina pueda incorporar. 

Esto es lo que el Papa León XIV me parece que ha querido poner en evidencia y subrayar, y me ha parecido muy significativo que haya expresado su posición de forma no absoluta: no ha dicho —como quizá algunos hubieran deseado— que los términos de la cuestión nunca cambiarán, sino que ha limitado su afirmación al «futuro próximo», a las condiciones actuales. 

Por otra parte, el Papa León XIV reitera que la Iglesia está abierta a «todos, todos, todos». Alguien, al leer estas palabras, junto con la falta de disposición a «cambiar» la doctrina, las habrá tachado de hipocresía, partiendo del axioma de que, mientras la doctrina oficial de la Iglesia no «evolucione», sus puertas nunca estarán realmente abiertas. 

A estas alturas uno piensa que la razón por la que hoy en día no se dan las condiciones para un desarrollo doctrinal se encuentra precisamente en las puertas adentro de nuestras Iglesias, que con demasiada frecuencia, no en teoría sino en la realidad de los hechos, permanecen cerradas a las personas LGBTI. 

Si miro con sinceridad las actitudes y las palabras de nuestras comunidades cristianas, debemos reconocer que, en la mayoría de los casos —no siempre, porque existen experiencias eclesiales de sincero reconocimiento y acogida—, las personas homosexuales son más juzgadas que acogidas. 

Ciertamente, la doctrina católica pide, como mínimo, distinguir entre las personas y los actos, pero en la realidad concreta, la mayoría de las veces, el juicio de los cristianos se dirige a la persona y hiere; provoca exclusión, autoexclusión u ocultamiento, porque la comunidad cristiana se percibe como un contexto en el que uno se siente hostigado. 

Según algunos, es justo y necesario que las personas LGBTI, si no se ajustan a la doctrina, sean rechazadas en la Iglesia, porque pertenecerían a un bando contra el que pareciera que hubiera que combatir, cuyo avance parece que debiéramos contrarrestar... 

No soy intérprete autorizado del Papa León XIV pero, diciendo que la Iglesia está abierta a «todos, todos, todos», quiero entender que está afirmando que se supere esa actitud de oposición —estas puertas no solo cerradas, sino fortificadas—, porque, sí, esa es la actitud que está inequívocamente en contradicción con la doctrina católica y el Evangelio. 

En los Evangelios, Jesús se dirige, acoge y llama de manera privilegiada a quienes, por diversas razones, eran considerados impuros y alejados, como hoy muchos cristianos, de hecho (y, en mi opinión, erróneamente), consideran a las personas LGBTI. 

En los Evangelios, Jesús nunca antepone el juicio a la acogida y al reconocimiento del otro como hijo amado, ni acoge con un segundo fin —el cambio del otro— o después de haber recibido como garantía la disposición al cambio. 

Jesús acoge y basta, a cada persona, tal como es. Los juicios y las invectivas, en los Evangelios, los reserva solo para aquellos que quieren poner límites y condiciones a su amor. 

Al menos en un primer lugar, lo que puede y debe cambiar hoy es la coherencia de los cristianos con el Evangelio, que pide acogida indiscriminada, reconocimiento del otro y compasión evangélica. 

Quiero pensar que las condiciones para un desarrollo de la doctrina se darán cuando una mirada amorosa haya sustituido a la mirada juzgadora, cuando la confianza y la convivencia mutuas hayan hecho posible que las personas LGBTI compartan en las comunidades cristianas «las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias», y los cristianos reconozcan en sus palabras y en su experiencia a Jesús que sigue clamando «tengo sed».

Sin esta conversión previa, con nuestras actitudes y nuestra mirada purificada por el Evangelio, quizá en la comunidad cristiana no se dan las condiciones para un cambio en la doctrina. 

Mantenido el principio de que hay que volver a reconocer el valor de la persona humana, y hacerlo además en términos puramente evangélicos, también quiero decir que desde un punto de vista puramente teológico, esto requeriría una profunda conversión antropológica, que volviera a poner en el centro la unidad indivisible de la persona humana, cuyo eje es la tendencia natural - ¡creacional! - al amor, entendido como deseo de unificación con uno mismo, con los demás, con la creación, con Dios. 

Y hasta que no reconozcamos esto como guía concreta de las elecciones humanas, no creo que sea posible ningún cambio doctrinal, porque requeriría dejar de imaginar que lo que nos guía es la capacidad racional que, independientemente del resto de la persona, identifica verdades que luego deben adoptarse mediante la voluntad. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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