¿De qué sirve a un ser humano ganar el mundo entero si luego pierde su alma?
El punto decisivo consiste en aclarar qué es lo que está muriendo dentro de nosotros, para comprender si existe al menos una pequeña posibilidad de que algún día pueda resurgir.
Sobre el hecho que algo dentro de nosotros está muriendo, creo que nadie tiene ya dudas: lo sentimos perfectamente, es un ruido sordo y persistente, una especie de bajo continuo que marca el ritmo fúnebre de nuestros días y que proviene de la conciencia de las amenazas cada vez más inminentes: la guerra nuclear, la emergencia climática, la desconexión entre generaciones nunca tan profunda en la historia de la humanidad, las abismales desigualdades entre los pocos superricos y las masas de desheredados, las migraciones tan masivas de pueblos que generan una «deriva de los continentes» de tipo social, el uso de la inteligencia artificial, que se puede convertir fácilmente en abuso, la ingeniería genética, que corre exactamente el mismo riesgo…
Y luego está ese proceso de creciente «infantilización de las masas», por decirlo con Amos Oz, que borra la frontera entre la política y el espectáculo por lo que la gente ya no vota a quien puede gobernar mejor, sino a quien emociona y divierte, porque eso es lo que la mayoría desea hoy en día: emocionarse, como niños mimados en el país de los juguetes.
Todas juntas, estas sombras que se ciernen sobre nosotros constituyen una densidad tan oscura que nos llevan a decir: «Basta, quiero salir de este vía crucis». Pero ante amenazas tan globales no es posible escapar a ninguna parte. Por eso vuelve la pregunta: ¿qué es exactamente lo que está muriendo dentro de nosotros?
Hannah Arendt, de cuyo pensamiento emana una luz salvadora de la verdadera filosofía, escribió: «Lo que realmente hay que comprender es que el «alma» puede ser destruida incluso sin destruir al hombre físico» (Los orígenes del totalitarismo).
Hoy en día, lo que corre un peligro mortal es el «alma».
El alma está presente en todas las grandes civilizaciones: en China, el taoísmo hablaba del «hun» (el alma espiritual que sobrevive) y del «po» (el alma psíquica que muere); en la India, los hindúes hablaban del «atman» y del «jiva», defendiendo la reencarnación; en Grecia, con Pitágoras, Empédocles y Anaxágoras acuñaron los conceptos de «nous» y «psyche»; aún antes, los egipcios conocían tres tipos de alma («ak, ba, ka») y para cada uno de nosotros preveían al final de la vida el pesaje de su alma. En cuanto al judaísmo, en él está presente un triple concepto del alma («nefesh, ruah, neshamà»). Y que Jesús, teológicamente cercano al movimiento de los fariseos, compartía la existencia del alma y su inmortalidad, resulta evidente a partir de los Evangelios.
Pero ¿por qué las grandes tradiciones espirituales de la humanidad, tanto religiosas como filosóficas, sintieron la necesidad de hablar del alma?
Yo creo que fue para subrayar la peculiaridad humana. Los seres humanos, en muchos aspectos, somos una parte del mundo material, idénticos a cualquier otra manifestación de la materia; pero en otros aspectos no, somos diferentes. Y fue para expresar esta diferencia que la mente acuñó el concepto de alma.
Otros conceptos análogos, como espíritu, conciencia, libertad, desempeñaron la misma función.
Ésta puede ser la respuesta a la pregunta inicial: lo que agoniza dentro de nosotros es nuestra diferencia específica como seres humanos. Nuestra interioridad (llámese alma o de otras maneras, poco importa, lo que importa es que la consideremos nuestra riqueza más preciada) corre hoy el peligro de ser destruida, advertía Hannah Arendt.
Hoy
podemos decir: hackeada. Quizás ya lo esté. Quizás ya estemos parcialmente hackeados,
y los pensamientos que expresamos con palabras ya no son nuestros, sino de
alguien que se ha introducido en nuestra mente. Cuando hablamos, ¿quién habla
dentro de nosotros? Cuando tenemos sentimientos, ¿quién siente dentro de
nosotros?
Lo que es seguro, sin embargo, es que, al no creer en el alma espiritual y en su capacidad de guía, sufrimos de falta de confianza en nosotros mismos. Y esta es la enfermedad mortal, el vía crucis de nosotros, los posmodernos y poshumanos: la falta de confianza en nuestra humanidad.
Giovanni Pico della Mirandola, una de las glorias del pensamiento filosófico del Renacimiento, pudo escribir un ensayo titulado: «Oratio de hominis dignitate», es decir: «Discurso sobre la grandeza del ser humano». Hoy solo somos capaces de poner de relieve nuestras miserias. Las cuales existen, es evidente, y son muchas, pero, en mi opinión, no lo son todo.
Se puede creer o no en la resurrección de Jesucristo que la Iglesia católica celebra el Domingo de Pascua, pero el símbolo que representa va más allá de la fe teológica porque remite a la esperanza y a la visión positiva del proceso vital. Y si la enfermedad que padecemos es la desconfianza en nosotros mismos, el medicamento que nos puede curar se llama confianza.
¿Es una actitud racional? No, no lo es. Todas las cosas realmente importantes de la existencia psíquica no son racionales: pensemos en el amor, la pasión, el entusiasmo, la inspiración. Pero no racional no significa falso, porque la verdad no coincide con la razón, sino que es más bien la exactitud la que coincide con la razón. Y la verdad es más que la exactitud: es fuerza, energía, ímpetu, compromiso…
El 3 de julio de 1943, mientras se encontraba en el campo de concentración holandés de Westerbork, desde donde luego sería deportada a Auschwitz, donde encontraría la muerte el 30 de noviembre de ese mismo año, una joven judía, Etty Hillesum, escribía a algunos amigos:
«La miseria que hay aquí es realmente terrible, y sin embargo, a última hora de la tarde, cuando el día se ha hundido detrás de nosotros, a menudo me da por caminar a buen paso por la alambrada, y entonces de mi corazón se eleva siempre una voz —no puedo evitarlo, así es, es una fuerza elemental —, y esta voz dice: la vida es algo maravilloso y grandioso, más tarde tendremos que construir un mundo completamente nuevo. A cada nuevo crimen u horror deberemos oponer un fragmento de amor y bondad que habrá que conquistar en nosotros mismos. Podemos sufrir, pero no debemos sucumbir».
Y concluía: «Por eso os recomiendo: permaneced en vuestro puesto de guardia, si ya tenéis uno dentro de vosotros».
El alma (o la conciencia, o como queráis llamarla) es ese puesto de guardia dentro de nosotros, que, para quienes tienen la suerte de tenerla, puede constituir su salvación. Su resurrección diaria.
Y que no hay nada más precioso, lo enseñan todos los grandes maestros espirituales. Uno de ellos, Jesús, dijo un día: «¿De qué sirve a un ser humano ganar el mundo entero si luego pierde su alma?».
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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