viernes, 26 de septiembre de 2025

¿Dios ha muerto?

¿Dios ha muerto?

Un número grande de peregrinos recorre el Camino de Santiago o visita los grandes santuarios marianos… lo que indica un interés no pequeño por los lugares de silencio y contemplación, y una no menor demanda de espiritualidad.

 

Sin embargo, no pocas Iglesias están cada vez más vacías, al igual que los Seminarios, los Conventos, las Facultades de Teología…

 

Tal vez incluso pudiera existir una desconexión entre la religiosidad y la religión institucionalizada. Disminuye la práctica religiosa tradicional y aún más la fe en la doctrina eclesiástica oficial, pero aumenta el carisma reconocido de algunos líderes religiosos, la religiosidad de la tierra, el espacio de la espiritualidad en el arte…

 

¿Qué significa este dato contradictorio? ¿Se trata de un retorno totalmente ‘sui generis’ de la religión en forma de una nueva ola de Nueva Era?

 

En realidad, no solo Dios nunca ha muerto, sino que tampoco los dioses han muerto nunca.

 

Lo demuestra cada día el imperio de Afrodita o del placer, el de Ares o de la fuerza, el de Zeus o del poder.

 

Si, de hecho, no existe civilización sin religión, es porque los seres humanos experimentan una dependencia de poderes superiores que, una vez expresada, genera la categoría de lo divino. Y lo divino, hoy como hace diez mil años, entra inevitablemente en juego en la vida humana.

 

Antes se hablaba de ‘Deus ex machina’, hoy, en la era de la tecnología, se puede hablar de ‘machina ut Deus’, pero la esencia existencial no cambia: existe un poder mayor que el hombre individual y también que la humanidad en su conjunto al que nuestras existencias están sometidas.

 

Pero hay algo aún más importante: lo divino no solo expresa la inevitable dependencia de fuerzas cósmicas, psíquicas, técnicas o políticas, sino también, y sobre todo, la innata necesidad de pertenencia que caracteriza al ser humano.

 

«¿A quién pertenezco?»: esta es la pregunta existencial más fuerte, aún más urgente que el deseo de independencia, y su respuesta se llama religión.

 

Lo cual también es válido cuando la respuesta no prevé ningún Dios trascendente, como en el caso de las pertenencias políticas o de otro tipo: siempre y en cualquier caso entra en juego una religio - un vínculo - que, respondiendo a la pregunta más radical, genera la pasión más fuerte.

 

Así, por ejemplo, Fyodor Dostoevski describía su fe como «creer que no hay nada más bello, más profundo, más simpático, más razonable, más valiente y perfecto que Cristo; y no solo hay, sino que con amor celoso me digo a mí mismo que no puede no haberlo. Y no basta: si alguien me demostrara que Cristo está fuera de la verdad y resultara efectivamente que la verdad está fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo antes que con la verdad».

 

Por eso la religión ha sido tan eficaz desde el punto de vista social, y hoy, en la época de las pasiones tristes y, por tanto, insuficientes para responder a la necesidad radical de pertenencia, adquiere un encanto particular.

 

Mientras los seres humanos tengan libertad y sientan la necesidad de conectarla con una dimensión más grande que su pequeño ego, la religión existirá. Su objeto puede cambiar, como de hecho cambia: antes eran los dioses, luego un único Dios, hoy y mañana quién sabe.

 

Esa religiosidad, como dinámica existencial, nunca ha desaparecido y nunca lo hará.

 

Hoy en día, en Occidente, el gran problema (¿o la gran oportunidad?) es que la sed innata de religiosidad ya no encuentra una respuesta adecuada en la religión que durante siglos ha sido la religión de Occidente, es decir, el cristianismo, ya sea católico, ortodoxo o protestante.

 

La escisión entre religiosidad y religión se remonta al comienzo de la era moderna - pienso por ejemplo en Giordano Bruno y Galileo Galilei - y ha llevado a otras disciplinas a intentar ocupar el lugar de la religión constituida: pienso en la ciencia, la filosofía, el arte y la política.

 

Pero las tres primeras, por su naturaleza, solo pueden generar en unos pocos esa pasión integral que sacia la sed de pertenencia que garantiza la religión. La ciencia, la filosofía y el arte están intrínsecamente destinados a las minorías y, de hecho, cualquier intento de popularizarlos está destinado a disolver su núcleo vital.

 

Queda la política. En el siglo XX, ésta ocupó en algunos momentos efectivamente el lugar de la religión, convirtiéndose a su vez en una religión, pero hoy en día las cosas han cambiado por completo (aunque las fuerzas políticas ganadoras parecen ser precisamente las más capaces de suscitar pasión y generar pertenencia: ¿será eso precisamente esto lo que las hace interesantes?).

 

Lo cierto es que el destino de lo que llamamos Occidente, de lo que hasta ahora, para bien o para mal, ha dado forma a la dimensión social de las libertades, está ampliamente ligado a la capacidad de llenar el vacío entre la religión y la religiosidad.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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