sábado, 27 de septiembre de 2025

El pobre es invisible - San Lucas 16, 19-31 -.

El pobre es invisible - San Lucas 16, 19-31 - 

La injusticia representada por un estilo de vida preocupado por el propio bienestar y totalmente insensible al sufrimiento y las necesidades de los pobres: esta es la denuncia del profeta Amós (Am 6,1.4-7) y el trasfondo de la página evangélica (Lc 16,19-31). 

De los textos surge la pregunta: ¿quién es el otro para mí? Y, sobre todo, entre los demás, el pobre, el último, el rechazado. ¿Qué responsabilidad acepto asumir hacia aquel que, en su miseria, se convierte en un grito que pide ayuda y me interpela? 

Las dos páginas bíblicas también pueden entenderse como expresión de la indiferencia erigida en sistema de vida. Para no sufrir, para no ser molestados, se prefiere cerrar los ojos ante la realidad, sin preocuparse por las consecuencias que la propia actitud puede tener sobre los demás. 

Y el tipo de «acción» que engendra la indiferencia es la omisión. 

Pero los textos también anuncian el juicio que recaerá sobre quienes, viviendo en el lujo y haciendo alarde descarado de su riqueza, caen en la inconsciencia de olvidar la humanidad del hermano pobre y nublan también su propia humanidad. 

Juicio histórico en Amós («irán al exilio a la cabeza de los deportados»: Am 6,7), juicio escatológico en Lucas (el rico se encontró «en el infierno, entre los tormentos»: Lc 16,23), siempre se afirma que Dios no es indiferente al mal y a la injusticia, sino que se convierte en su vengador. 

La página evangélica se basa en gran parte en el efecto «visual». Si la lectura siempre nos lleva a traducir en imágenes las palabras escritas, nuestro texto empuja al lector a visualizar la escena surrealista y un poco grotesca del rico torturado entre las llamas y Lázaro, en lo alto, descansando en el seno de Abraham. 

Y esto después de haber comenzado la narración de la parábola con una explosión de colores: un hombre rico vestía de púrpura y de lino fino y banqueteaba espléndidamente. 

Los colores del lujo y la riqueza que deslumbran la vista del lector mientras imagina las vestimentas reales del hombre rico y la vajilla preciosa y brillante de la mesa puesta contrastan descaradamente con la piel llagada que es el vestido del pobre hambriento que yace a la puerta de la casa del rico. 

Y la fuerza visual del inicio de la parábola no puede sino aumentar en el lector la sensación de asombro por la invisibilidad del pobre Lázaro, que yace junto a la puerta de la casa del rico. Sin embargo, nadie parece darse cuenta de él ni cuidar de él proporcionándole ropa y comida, como indicaba la tradición judía (Tb 1,17). 

Los pobres no solo suelen carecer de voz, sino que a menudo tampoco tienen visibilidad, es más, se les oculta porque se avergüenzan de ellos y, en cualquier caso, no se les quiere ver. 

La antigua historia de la parábola se repite y nos alcanza. 

La novela afroamericana de Ralph Ellison El hombre invisible comienza con estas impactantes palabras: 

«Soy un hombre invisible... Soy invisible simplemente porque la gente se niega a verme... Cuando los demás se acercan, solo ven lo que me rodea, o a sí mismos, o inventos de su imaginación, todo y cualquier cosa, en definitiva, excepto a mí... La invisibilidad de la que hablo se produce por la disposición especial de los ojos de aquellos con los que entro en contacto. Depende de la estructura de sus ojos internos, es decir, aquellos con los que, a través de los ojos corporales, miran la realidad». 

El pobre también se presenta como víctima de la vida: no ha podido gobernar su propio destino, sino que los avatares y la violencia de la vida lo han arrojado allí donde ahora se encuentra, tendido en el suelo como los mendigos que han perdido la capacidad de mantenerse erguidos y declaran su derrota al permanecer tumbados en el suelo. «Como un náufrago zarandeado por las olas, al final ha encallado a la puerta del rico» (François Bovon). 

Por un lado, pues, el brillo de la «buena vida», la elegancia y los colores armoniosos, los placeres gastronómicos de la buena mesa y del sexo, por otro lado, una «vida desnuda», un cuerpo llagado, impotente, torturado por el hambre, a merced de los perros que lamen sus heridas. 

¿Cómo olvidar que fue también a partir de la meditación de esta página evangélica y de la profunda impresión que le causó que Albert Schweitzer se fue a África y construyó el hospital de Lambarené (Gabón)? Él veía África como un pobre Lázaro a las puertas de la rica Europa. 

Y he aquí que la muerte sobreviene para ambos. Para quien, en su miserable condición, la había rozado a diario, como para quien, igualmente a diario, la había apartado con una embriagadora vida de juergas.

En este punto se desarrolla un diálogo paradójico entre el rico y Abraham. Un diálogo que conoce dos momentos. 

En el primero, el rico le pide a Abraham que envíe a Lázaro para que le dé un poco de alivio con un poco de agua; en el segundo, le pide que envíe a Lázaro a la casa de su padre para que advierta a sus hermanos que se conviertan y no terminen también en los tormentos en los que él se encuentra ahora. 

En ambos casos, la respuesta es negativa. Es demasiado tarde y un abismo insalvable separa ahora «nosotros y vosotros». Es decir: hay un hoy en la vida que ofrece el tiempo y el espacio para ver al pobre y cuidarlo. Hay un día a día que puede llenarse de sentido convirtiéndolo en un ámbito de encuentro, de cuidado, de relación, de compasión. 

Pero ahora, la muerte ha intervenido y ya no hay tiempo. 

Hay una casa cuya puerta puede abrirse y acoger y dar cobijo a quien no lo tiene. Pero ahora la muerte ha intervenido y la puerta se ha convertido en un foso infranqueable. 

En ese momento, el rico «intercede» por sus hermanos: si un muerto va a ellos, sin duda quedarán profundamente impresionados y cambiarán de vida. Pero Abraham vuelve a remitirse al presente, en el que los hermanos del rico tienen las Escrituras y pueden escuchar la Ley y los Profetas y convertirse. 

Al burdo sentido común del rico, que objeta que mucho más poderoso que las Escrituras es un prodigio como un muerto que vuelve a la vida, Abraham responde de manera definitiva que «si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque alguien resucite de entre los muertos». 

El pobre y la Escritura son los sacramentos que hoy nos pueden llegar y guiarnos hacia la salvación.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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