El punto de apoyo
A veces me ha ocurrido, ahora menos, tener que exponer públicamente cuál es mi filosofía de vida, mi escala de valores, el punto de apoyo para orientarme en el mundo: en definitiva, cuál es mi «ubi consistam».
La expresión latina proviene de la frase pronunciada por Arquímedes tras descubrir el principio de la palanca: «Da ubi consistam et terram caelumque movebo», «Dadme un punto de apoyo y moveré la tierra y el cielo».
Pero aquí no se trata de un punto de apoyo material, sino más bien del punto de apoyo inmaterial necesario para que uno no se pierda en el laberinto de la vida.
Nadie fue capaz de dar a Arquímedes el punto de apoyo físico que pedía y el mundo siguió su curso normal. Y fue precisamente esta regularidad cósmica la que constituyó a lo largo de los siglos el punto de apoyo mental de los seres humanos. Sobre esta cosmología se apoyaban la religión y la política, la ética y la estética, produciendo un mundo de seguridad.
Hoy las cosas han cambiado. La palanca de la inteligencia humana ha logrado efectivamente levantar el mundo, tal y como soñaba Arquímedes. De ahí el desmoronamiento de la antigua cosmología, de la religión, de la ideología política, de la ética, de la estética, de… Todo el mundo de ayer, hoy, ya no existe.
¿Era necesario hacer este trabajo? Creo que sí, pero la consecuencia es que ahora nos hemos quedado sin puntos de referencia que nos permitan tener un terreno común sobre el que construir siquiera un mínimo de comunidad.
El mundo de ayer cobraba la seguridad y la unidad que confería negando la libertad y los derechos de los individuos, el mundo de hoy garantiza la libertad y los derechos de los individuos, pero lo hace desmoronando los valores y generando soledad e inseguridad.
Sin embargo, dado que la primera necesidad de la mente es la seguridad (percibida con más urgencia incluso que la libertad), de esa inseguridad deriva un malestar general cuyo nombre más preciso es: miedo.
El miedo tiene diferentes grados: preocupación, inquietud, temor, agitación, ansiedad, temblor, desconcierto, consternación, espanto, fobia, horror, pánico, terror. Pero una cosa es segura: se vence recuperando la seguridad, y la seguridad necesita un punto fijo arquimédico sobre el que levantar, no digo el mundo, sino a uno mismo con respecto al mundo.
Es decir: dadme un punto firme y me levantaré del mundo. Y una vez allí arriba el mundo me dará menos miedo y mi respiración volverá a la normalidad. Pero, ¿existe un punto firme en el que la mente pueda apoyarse?
El acto de fe constituye la posición de un punto firme para ejercer sobre uno mismo el movimiento de la palanca. Uno se apoya en ese punto y se levanta a sí mismo.
Quizás sea la misión más importante de la vida: levantarse a uno mismo y así vencer los propios miedos. Tal y como escribió Etty Hillesum: «En el fondo, nuestro único deber moral es cultivar en nosotros mismos vastas áreas de tranquilidad, de cada vez mayor tranquilidad». Solo de la serenidad interior brota, de hecho, una vida auténticamente capaz de bondad, de justicia, de verdadera belleza.
Pero, ¿en qué tener fe? Aquí el tema se vuelve estrictamente personal, ya que se puede tener una fe religiosa, una fe filosófica, una fe política o incluso de otro tipo.
Antes se buscaba un punto fijo en el que tener fe, pensando que algo (Dios, el partido político, la ciencia...) podía ser inmutable o, teológicamente hablando, infalible, pero luego se comprendió que, en realidad, nada es inmutable y nadie es infalible.
Incluso cuando estamos quietos, nos encontramos en un planeta que gira sobre sí mismo a una velocidad de 1700 km/h y que gira alrededor del sol a una velocidad de cien mil.
Además, en nuestros cuerpos todo es un movimiento continuo: células que nacen, células que mueren, microorganismos que ahora luchan, ahora colaboran, y mil otros procesos incontrolados.
Nada permanece inmóvil fuera de nosotros, nada permanece inmóvil dentro de nosotros.
Por lo tanto, hoy en día solo podemos obtener honestamente un punto de apoyo para nuestra fe a condición de no buscar un punto fijo que sea inmóvil, porque no hay nada que lo sea (y si, a pesar de ello, lo hacemos, caemos en el dogmatismo y en la dureza ideológica). Solo se puede dar un punto firme a condición de que no sea inmóvil: esa es la condición para tener un punto de apoyo para nosotros, los posmodernos.
Por eso mi fe es un punto firme, pero no inmóvil, y me lo da la armonía y su búsqueda. En medio de este cambio incesante que produce desorientación, intento como puedo, con mi vida y mi trabajo, construir en mí y fuera de mí energía armonía. Cuanta más armonía hay, más vida sana hay: esta es mi verdad.
Hablando de verdad, un día me llamó la atención el hecho de que en latín la palabra verdad (veritas) tiene la misma raíz que la palabra primavera (ver). No creo que sea una mera coincidencia. Al contrario, en mi opinión, este vínculo entre verdad y primavera atestigua que, originalmente, el concepto de verdad no tenía que ver con la mera exactitud (verdad científica) ni con una doctrina inmutable (verdad religiosa), sino con el dinamismo natural que hace florecer y renacer la vida: es decir, con la armonía. Por eso, además, el color primaveral por excelencia se denominó «verde» (en latín virĭdis).
Se trata de un dato que debe considerarse atentamente: las raíces de nuestra lengua nos transmiten la raíz «vr» relacionada con la primavera y la verdad, que por lo tanto no debe entenderse como una fórmula o una doctrina, sino como la energía y la información que hace florecer y renacer la naturaleza. Como armonía.
Etimológicamente, energía significa «en acción», «en movimiento». A través de la raíz “vr”, la mente antigua de nuestra civilización llegó a captar la energía que pone en marcha y produce movimiento y, así, a expresar la armonía.
Nosotros estamos dentro de este proceso y, cuanto más nos ajustemos a su lógica relacional, sirviendo a su florecimiento, más floreceremos a nuestra vez. Este es mi «ubi consistam».
El
punto fijo, pero no inmóvil, de la armonía como lógica profunda de la vida ha
sido captado por todas las grandes civilizaciones de la antigüedad y denominado
de diversas maneras, entre ellas «logos, dharma, tao, hochmà, maat».
Para mí, un nombre es «sophia», y por eso trato de vivir mi «ubi consistam» como philo-sophia: como servicio amoroso a la lógica más profunda y más sabia de la vida.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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