martes, 23 de septiembre de 2025

Elogio de la ecuanimidad.

Elogio de la ecuanimidad

Sentimos que vivimos en un mundo al borde del precipicio y tenemos razón: estamos al borde del precipicio. Pero no lo estamos por lo que pensamos inmediatamente, sino porque la sabiduría ha desaparecido del mundo.

 

Dicho esto, por supuesto, no pretendo minimizar los problemas actuales en su concreción, como el cambio climático, el oscuro futuro al que nos conduce la tecnología, el estallido de las guerras, la ruptura del tejido social, las migraciones masivas, la proliferación por doquier de populismos…

 

Soy consciente de que las ojivas atómicas en los arsenales de algunos Estados son suficientes para destruir varias veces nuestro pequeño planeta azul, maravilla absoluta en la oscuridad del espacio cósmico.

 

Además, sé bien que la humanidad nunca ha vivido tiempos felices, recuerdo bien el inicio del ensayo de Immanuel Kant sobre el mal radical: «El mundo va de mal en peor: es una queja tan antigua como la historia». Y continuaba: «Según esta perspectiva, hoy (un hoy que, sin embargo, es tan antiguo como la historia) vivimos en el tiempo extremo: el último día y el fin del mundo están a las puertas». Era 1793, pero aún hoy todo el mundo puede decir que todavía estamos…

 

Entonces, ¿dónde está el precipicio? En el hecho de que antes se tenía un punto fijo al que recurrir para empezar a callar y luego, tal vez, razonar, y esto daba la esperanza de poder empezar siempre de nuevo.

 

No es casualidad que Immanuel Kant pudiera escribir en esos mismos años un ensayo sobre la paz («Por la paz perpetua», de 1795) en el que hipotizaba un mundo en el que el poder se inclinaría ante la justicia, la política ante el derecho y, sobre esta base, saliendo de la lógica de la fuerza y entrando en la del derecho internacional, se construiría efectivamente la paz.

 

El punto fijo de la mente podía llamarse Dios, Razón, Socialismo, etcétera: lo cierto es que la humanidad lo poseía y, por lo tanto, era capaz, en cierto momento, de callar, escuchar, pensar y ponerse de acuerdo. Existía la posibilidad de un ejercicio público de la sabiduría. Uno decía «en nombre de Dios» o «en nombre de la Constitución» y todos escuchaban.


 

Hoy en día, ese punto de referencia ha desaparecido y por eso digo que la sabiduría ha huido del mundo: entre nosotros ya no hay nada en común a lo que todos podamos apelar juntos.

 

El resultado es que cada uno está dispuesto a decir al otro lo que debe hacer, pero ya nadie sabe escuchar las razones del otro.

 

Los ecologistas dicen a los economistas y a los empresarios lo que deben hacer, pero no escuchan las razones de los economistas y los empresarios; por el contrario, los economistas y los empresarios buscan el beneficio y cómo contrarrestar la competencia sin preocuparse por el planeta y las condiciones desastrosas denunciadas con razón por los ecologistas.

 

Los pacifistas dicen a los gobernantes y a las fuerzas armadas lo que deben y, sobre todo, lo que no deben hacer, pero no escuchan los argumentos de los militares que piden a los gobiernos aún más armas para no dejar ganar a la tiranía; por el contrario, los militares no se preocupan mucho por las víctimas civiles a las que se llaman “daños colaterales”, la destrucción progresiva de territorios enteros y el peligro creciente de una guerra mundial, objeto de la justa denuncia de los pacifistas y probable último acto de la historia de la humanidad.

 

Los conflictos en curso muestran de la manera más trágica a qué puede llevar el no escuchar al otro. A esto conduce la incapacidad de escuchar las razones del otro por la falta de un punto firme común y de sabiduría. Los ejemplos podrían multiplicarse.

 

Pues bien, dentro de este panorama bastante deprimente, a veces nos preguntamos qué podemos hacer nosotros. Mi respuesta es: intentar comprender ejerciendo la sabiduría y la ecuanimidad.

 

El ejercicio de la sabiduría consiste, ante todo, en desearla, para que vuelva al menos a nuestro corazón. Y cuando la sabiduría regresa, el primer don que trae es la ecuanimidad, es decir, saber escuchar las razones del otro.

 

Aristóteles enseñaba el «camino medio» como criterio para guiar la mente, porque es encontrando el centro entre dos polaridades como se obtienen las virtudes, entre las que destaca la sabiduría. Lo mismo enseñaban Buda y Confucio.

 

¿Es la solución a todos los problemas? Por supuesto que no, pero nunca hay que olvidar el precepto que Hipócrates estableció como fundamento de la medicina: «Primum non nocere», «Lo primero es no hacer daño». A veces, al querer curar, se empeora la situación, mientras que habría que reconocer que no se puede curar, sino solo tratar.


 

Más allá de las necesarias metáforas: ¿de qué sirve ser pacifista e invocar la paz si se hace con palabras violentas llenas de odio que alimentan las raíces de la guerra? ¿De qué sirve pedir la creación de un Estado para un pueblo si se hace aspirando a la destrucción de un Estado para otro pueblo?

 

Si no se entiende cómo servir eficazmente a la paz, es mucho mejor abstenerse de tomar posición. La bandera de la paz tiene los colores del arcoíris para significar que quiere abarcar a todos, si se convierte en una sola parte, fracasa.

 

En algunos conflictos es más fácil entender por qué queda claro quién ataca y quién es atacado, quién lucha para invadir y quién para expulsar al invasor, y entonces se toma posición apoyando a quien se defiende de la tiranía.

 

Con todo, sí creo que tengo miedo. Y el miedo es algo muy serio, es la primera de las seis emociones universales, sobre la que siempre hay que reflexionar con prudencia. Hans Jonas llegó a escribir sobre la «heurística del miedo»: quería decir que el miedo, si se reconoce y no se niega (porque a nadie le gusta admitir que lo tiene), puede ayudar a buscar y a encontrar. Heurística significa esto: método de descubrimiento («¡eureka!», gritó Arquímedes tras su famoso descubrimiento).

 

Cuando se tiene el privilegio de no estar en la refriega, hay que vencer la tentación de entrometerse y dejarse guiar siempre por estas palabras de Baruch Spinoza: «Me he esforzado por no burlarme, ni compadecer, ni mucho menos detestar las acciones de los hombres, sino por comprenderlas».

 

La paz comienza en la mente que estudia. No puede haber paz sin estudio. Y del estudio de la situación surgirá una vez la oportunidad de actuar, otra la de no actuar; una vez será correcto ceder, otra resistir. La sabiduría, ejercicio práctico de la inteligencia, es el arte del discernimiento.

 

Yo no tengo un programa político. No sé dirigir a la mayoría ni mucho menos a una sociedad. Me basta, y con cierta dificultad, dirigirme a mí mismo. Etty Hillesum escribió en Ámsterdam bajo la ocupación nazi: «En el fondo, nuestro único deber moral es cultivar en nosotros mismos amplios espacios de tranquilidad, de una tranquilidad cada vez mayor».

 

Estas palabras de una joven judía escritas antes de ser deportada a Auschwitz nos enseñan aún hoy que el primer acto a favor de la paz se realiza en la mente: liberarla del odio y estudiar con ecuanimidad, recogiendo la sabiduría que se deriva de ello. Quien lo hace, comprende que si bien es bueno manifestarse por la paz, primero hay que «ser paz».


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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