Amor profano y amor sagrado
En esta época también de charloteo, ruido y consiguiente confusión, la tarea del pensamiento es introducir claridad, rigor y limpieza en la mente y, desde ahí, en el corazón.
Por eso, al hablar del amor, empiezo dando la siguiente aproximación: «atracción irresistible que provoca en el sujeto un cambio permanente de estado». El amor no es simple atracción, para poder tenerlo en su autenticidad, la atracción debe ser «irresistible»; de lo contrario, solo hay interés, simpatía, inclinación, afecto, entusiasmo, pero no amor.
Se trata de la diferencia que existe entre decir «te quiero» y decir «te amo»: podemos decir «te quiero» a muchas personas, mientras que «te amo» solo a unas pocas, es más, a muy pocas, quizás a una sola. Y no es casualidad que, mientras que todo el mundo sabe decir «te quiero», no todo el mundo sabe y puede decir «te amo»...
Por supuesto, esto es válido siempre que se utilicen las palabras con el peso adecuado, porque cuando no es así se puede decir cualquier cosa, por ejemplo, «oh, cómo te amo» a quien nos lleva en coche, o llamar «amor» a cada persona o perrito que nos encontramos.
Este
uso de las palabras, obviamente, les hace perder valor según ese proceso
económico llamado inflación, que designa la pérdida del poder adquisitivo de la
moneda; pues bien, también hay una pérdida del poder adquisitivo de las
palabras, porque si se utiliza «amor» con tanta desenvoltura, ¿cómo se llamará
algún día a la persona que será única y que, si dejara de existir, provocaría
en nosotros un vacío insalvable?
El amor, por supuesto para mí, es una atracción irresistible. Sin embargo, para poder ser realmente tal, diferenciándose del enamoramiento, del que es, por así decirlo, una versión mejorada, debe producir en el sujeto que lo vive un cambio «permanente» de estado.
Se trata del mismo cambio que se produce en el átomo de oxígeno cuando se une a dos átomos de hidrógeno generando la molécula de agua: del mismo modo, la pareja ya no es dos átomos, sino que se convierte en una molécula.
Este cambio de estado de átomo a molécula generado por el amor se refleja en el lenguaje que designa a los dos miembros de la pareja con nombres como «cónyuge» (de cum + iungo, me uno con), «consorte» (comparto mi suerte con), «compañero» (cum + panis, como mi pan con).
Si es cierto que el amor desestabiliza porque se presenta como un cambio de estado repentino y a veces incluso no deseado, es aún más cierto que luego estabiliza a un nivel superior, se convierte en fuente de solidez, fuerza, fortaleza, refugio, el más seguro contra las tormentas de la vida.
También existe el amor a Dios. Cuando un escriba le preguntó a Jesús cuál era el primero de los mandamientos, Él respondió: «El primero es: Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Marcos 12, 29-30).
Pero,
¿qué significa exactamente amar a Dios? ¿Qué se ama cuando se dice que se ama a
Dios?
En la vida de un ser humano, el amor a Dios se manifiesta inicialmente como apego a la propia religión con sus símbolos, sus doctrinas, sus liturgias, sus representantes. Así, uno dice amar a Dios y en realidad ama a la Iglesia, la Biblia, el Papa, las doctrinas y los dogmas del Catecismo, produciendo este frecuente cortocircuito: Dios - Religión - Iglesia.
Baruch Spinoza lo observó a la perfección en 1670: «Para el pueblo, religión significa rendir el máximo honor al clero».
Sin embargo, cuanto más se avanza en la madurez espiritual, más se comprende que la divinidad está mucho más allá de las enseñanzas y los ritos transmitidos por las religiones.
Es lo que enseña la experiencia de los místicos. San Gregorio de Nisa, padre de la Iglesia del siglo IV, escribe: «Allí está la divinidad, donde no llega la comprensión». Es decir, mientras haya comprensión, no puede haber una auténtica experiencia de Dios.
Un siglo más tarde, San Agustín dice lo mismo: «Si lo has comprendido, no es Dios».
Sin embargo, con mayor razón vuelve la pregunta sobre qué significa amar a Dios: ¿cómo puedo amar lo que no entiendo?
San Agustín se planteaba la pregunta dirigiéndose directamente a Dios: «¿Qué amo realmente cuando te amo?».
En la respuesta no menciona ni a la Iglesia, ni a la Biblia, ni a Jesús, sino que procede negando una serie de cosas bellas como objeto de su amor por Dios:
«No es la belleza del cuerpo, ni la gracia de la edad, ni el resplandor de la luz, ni las dulces melodías de los cantos, ni la fragancia de las flores, los ungüentos, los aromas, ni el maná y la miel, ni los miembros hechos para los abrazos carnales: no es esto lo que amo al amar a mi Dios».
Y luego continúa: «Sin embargo, al amar a mi Dios, amo una cierta luz y una cierta voz y un cierto perfume y un cierto alimento y un cierto abrazo».
Y precisa: «La luz, la voz, el perfume, el alimento y el abrazo del hombre interior que está en mí».
He aquí el punto: al amar a Dios, se ama la luz de nuestra interioridad. Es decir, la promesa de sentido, de belleza, de justicia, de bien, contenida en nuestra conciencia y en la que, en última instancia, consiste nuestra conciencia. Parece, pues, que entre el amor a Dios y el amor a uno mismo no hay oposición; al contrario, al amar a Dios se ama la luz del hombre interior que está en nosotros.
Muchos siglos después de San Agustín, reflexionando sobre el amor humano, el joven Hegel, a los 28 años, escribió: «El amor solo puede tener lugar cuando nos ponemos ante nuestro igual, ante el espejo y ante el eco de nuestra esencia». ¡Es exactamente la misma dinámica que captó Agustín con respecto al amor a Dios!
Amo a Dios y amo la luz del hombre interior que hay en mí. La amo (o lo amo) y amo la luz del hombre interior que hay en mí.
¿Egoísmo supremo? No, porque si amo salgo de mí mismo, hay un cambio de estado: pero este cambio es en realidad plenitud. Nos realizamos cuando nos unimos con nuestra mitad, recreando al hombre original, según el mito de Platón narrado en “El banquete”; y nos realizamos cuando nos unimos con la promesa de sentido, belleza, justicia y amor que transmite el concepto de Dios.
La separación entre amor sagrado y amor profano desaparece en este punto, porque cuando se desciende a lo más profundo, el amor es siempre y solo sagrado.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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