sábado, 20 de septiembre de 2025

En nombre de la virtud: un permanente trabajo de de dar lo mejor de uno mismo.

En nombre de la virtud: un permanente trabajo de de dar lo mejor de uno mismo

«Me angustian las personas que no piensan, que están a merced de los acontecimientos. Me gustaría que hubiera personas pensantes. Eso es lo importante. Solo entonces se planteará la cuestión de si son creyentes o no creyentes».

 

Y continuaba: «Quien reflexiona será guiado en su camino».

 

Así se lo decía Carlo Maria Martini a su hermano jesuita Georg Sporschill durante una de sus conversaciones nocturnas en Jerusalén en 2007.

 

En la frase citada al principio, Carlo Maria Martini afirma que primero viene el pensamiento y solo después la fe. Esto significa que él entendía la fe no tanto como la aceptación de un conjunto de doctrinas establecidas en el pasado por otros a las que hay que obedecer sin pensar, sino más bien como una disposición particular del pensamiento.

 

La fe, por lo tanto, no tanto como fides quae creditur, sino más bien como fides qua creditur: es decir, no tanto como confesión de doctrinas y dogmas, sino más bien como actitud de la mente y del corazón.

 

La fe, en esta perspectiva, es esa disposición que lleva a la mente no a querer comprender un fenómeno (esa es la tarea de la razón), sino a contribuir a su crecimiento y fructificación, es decir, esa disposición que sabe decir a las situaciones y a las personas «creo en ti», «confío en ti», haciendo que cada uno dé lo mejor de sí mismo; la fe, en definitiva, como levadura evangélica.

 

Por lo que a mí respecta, esa frase me hace experimentar en mi persona esta preciosa fe confiada...

 

El objetivo de esta reflexión se enuncia en el título: «dar lo mejor de uno mismo». Dicho así, no es nada original, ya que no son pocos en este mundo los que quieren dar lo mejor de sí mismos, como ocurre en los estudios universitarios, en el trabajo, en el deporte y en muchos otros ámbitos.

 

Sin embargo, el punto decisivo consiste en el fin por el que uno se dispone a dar lo mejor de sí mismo, un compromiso que puede asumirse por dos motivos muy diferentes: para ser mejor que uno mismo o para ser mejor que los demás.

 

Creo que no es difícil constatar que es precisamente este segundo objetivo el que más se persigue en nuestro mundo, donde muy pocos se preocupan por ser mejores y casi todos aspiran a ser los mejores.


 

El adjetivo «mejor» es un comparativo, pero con el artículo determinado se convierte en superlativo, el grado del adjetivo que expresa superioridad. Y es precisamente la superioridad lo que el instinto y la cultura dominante desde siempre sugieren, como ya muestra Homero en la Ilíada al hacer que Peleo dé el siguiente consejo a Aquiles, su hijo, por lo que se le llama «el Peleo»: «Destacar siempre y ser superior a los demás».

 

Esto es lo que suelen buscar la mayoría cuando dan lo mejor de sí mismos: ser los mejores y así afirmar su voluntad de poder, un poder ejercido sobre los demás y que en realidad se revela como voluntad de poder, es decir, obtener una victoria que es siempre, ante todo, la derrota de los demás.

 

Pero todo esto no tiene mucho que ver con la virtud, porque para la virtud lo que cuenta es la victoria sobre uno mismo, no sobre los demás, como atestiguan unánimemente las grandes tradiciones espirituales.

 

En el libro bíblico de los Proverbios se lee: «El que se domina a sí mismo vale más que el que conquista una ciudad». Cicerón escribió: «Todo está en esto: que sepas mandarte a ti mismo». Seneca reitera: «El dominio de uno mismo es el mayor dominio». El Dhammapada, el libro sagrado más venerado del budismo, afirma: «La victoria sobre uno mismo es la mayor victoria, tiene mucho más valor que someter a los demás. Nadie puede falsificar ni robar esta victoria». Jesús afirmaba el mismo concepto con estas palabras: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si se pierde o se arruina a sí mismo?».

 

Este es también el objetivo de la vida humana: ser mejores que nosotros mismos, mejores como seres humanos, independientemente de las relaciones de supremacía sobre los demás. El partido a jugar aquí no es exterior, sino interior; no se juega con otros, sino íntegramente en la relación de uno consigo mismo. Pero si se trata de dar lo mejor de uno mismo para alcanzar la virtud, ¿qué significa concretamente alcanzar la virtud?


 

Significa ejercer la inteligencia para comprender en profundidad las diversas situaciones de la vida y adquirir esa penetrante ponderación de las cosas que se llama sabiduría, término que designa de la manera más adecuada la primera virtud cardinal tradicionalmente llamada prudencia (un nombre erróneo porque remite más bien a la cautela y no a las verdaderas actitudes en juego en la primera virtud cardinal, es decir, el discernimiento, el sentido de la responsabilidad, la capacidad de decidir, la vigilancia mental).

 

Dar lo mejor de uno mismo significa además ejercer la voluntad de manera que no se persiga el propio interés obvio, sino lo que es justo y correcto para todos, es decir, la justicia (segunda virtud cardinal).

 

Significa también mantener la palabra dada, perseverar, resistir, tener valor para tomar nuevos caminos, ejerciendo así la fortaleza (tercera virtud cardinal).

 

Por último, significa proceder con equilibrio y encontrar ese justo medio que hace que una frase o una acción resulten como la gran música, «bien temperada», practicando precisamente la templanza (cuarta virtud cardinal).

 

La sabiduría, la justicia, la fortaleza y la templanza constituyen las llamadas virtudes cardinales. A ellas, los cristianos añadimos las tres virtudes teologales, es decir, la fe, la esperanza y la caridad.

 

Estas siete virtudes constituyen en su conjunto el canon occidental de aquellas disposiciones de nuestra energía interior llamadas virtudes y definibles como «fuerzas del bien», cuyo ejercicio diario nos hace mejores tanto como seres humanos como cultivadores de la vida espiritual.

 

El término “virtud” proviene del mundo griego, en particular de Platón y Aristóteles, en cuyas obras aparece con profusión, y especifica que en la Biblia solo hay un pasaje que lo presenta, Sabiduría 8,7: «Si alguien ama la justicia, las virtudes son el fruto de sus esfuerzos. Ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza». Este pasaje forma parte de un libro escrito originalmente en griego y, por ello, solo es considerado canónico por los católicos y los ortodoxos, mientras que los judíos y los protestantes lo consideran apócrifo y no lo incluyen en su canon bíblico, por lo que se puede concluir que en la Biblia hebrea el término virtud está completamente ausente.

 

Obviamente, no se trata solo de una cuestión terminológica, porque el nomen y la res siempre están estrechamente relacionados y, de hecho, primero viene la res, la realidad, que solo en un segundo momento es nombrada por la mente mediante un término específico, es decir, su nomen.

 

El dato terminológico indica, por tanto, que también la experiencia de la virtud como expresión de lo mejor del ser humano nace en un ámbito no judío y no cristiano, en particular en la religión de nuestros antepasados griegos y latinos, normalmente denominada “mundo clásico” de la grande sabiduría pagana.

 

Sin los filósofos clásicos, habríamos tenido las virtudes teologales, pero no las virtudes que conciernen a todo ser humano como agente moral capaz de responsabilidad y por eso llamadas cardinales, es decir, tales que definen los pilares.

 

Son esas virtudes cardinales las que representan actitudes fundamentales que definen un proyecto del hombre y de la mujer. Un proyecto cristiano o no. Un proyecto humano. Y ésta es la constatación de la universalidad de la experiencia ética, que parece accesible y practicable al más alto nivel por parte de todo ser humano en la medida en que busca la virtud, independientemente de su pertenencia religiosa.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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