martes, 23 de septiembre de 2025

Espiritualidad.

Espiritualidad

La escasa adhesión de los jóvenes a la experiencia cristiana me hace pensar que la Iglesia ya no se percibe hoy en día como un recurso espiritual.

 

Hace dos mil años, Plutarco, historiador, filósofo y sacerdote del Templo de Delfos, se preguntaba: «¿Por qué están desiertos los templos de los dioses?». Con otras palabras… es la misma constatación.

 

En otra parte, Plutarco había relatado el grito desgarrador que anunciaba al mundo la muerte del dios Pan, el más pagano de los dioses, y por tanto la muerte del paganismo, constatando el lento pero imparable declive de la civilización clásica: había visto bien, porque cuatro siglos después el declive culminaría con las invasiones bárbaras y el establecimiento de otra civilización...

 

Hoy en día, esa civilización que se había establecido y que con una sola palabra podemos llamar europea, es decir, nuestra civilización, muestra a su vez los signos de un declive quizás igualmente imparable.

 

El declive de la religión va de la mano del declive de la política. Ambos indican el estado de salud del espíritu humano con respecto a la historia: cuando el espíritu está sano, produce una religión y una política que hacen evolucionar la historia y la naturaleza; cuando, en cambio, el espíritu está débil y enfermo, son la historia y, más aún, la naturaleza las que toman el control, reduciendo todo a una lucha despiadada por la supervivencia de unos contra otros.

 

«Bellum omnium contra omnes», por usar la famosa expresión de Thomas Hobbes: «Guerra de todos contra todos».

 

¿Qué es la verdad? Hoy en día, al menos en esta parte de universo en la que yo me encuentro, buscamos el bienestar y el disfrute. Hoy en día prevalece un punto de vista moral, una forma de actuar, opiniones y convicciones absolutamente particulares, sin veracidad, sin verdad objetiva. Lo contrario tiene valor: solo reconozco lo que es mi opinión subjetiva.

 

¿No es así? Creo que cada uno de nosotros tiene la constatación diaria de este estado de cosas por el cual solo vale la voluntad subjetiva, en la ausencia total de un canon objetivo que regule la ética, la estética, la educación y otras expresiones de la subjetividad humana.

 

Solo nos queda el derecho a mantenernos unidos, pero esto solo es posible y se consigue gracias a la fuerza.

 

El resultado es que nuestra civilización está atravesada por una creciente violencia y conflictividad, estamos presa de la ira y de la cólera, de una agresividad sin límites que genera demandas, juicios, sentencias, recursos, apelaciones sin fin y un estado general de ansiedad, miedo y pánico.

 

Al faltar la “religio”, falta la “humanitas”; y al faltar la “humanitas”, faltan las condiciones para entendernos, empezando por las palabras y los buenos modales, y así vivir juntos, si no como socios, al menos como buenos vecinos.

 

Pero no somos buenos vecinos unos con otros, somos extranjeros: extranjeros morales, el grado más alto de extrañeza. Y nos hemos reducido a esto porque, diría Hegel, «ya no sabemos nada de Dios».

 

Una civilización es tanto más fuerte cuanto más conoce lo divino, y tanto más débil cuanto más lo ignora.

 

No, no me refiero a un conocimiento catequístico y doctrinal, sino más bien a esa experiencia concreta y existencial que lleva al ser humano a tener en el centro de su corazón un altar, un espacio ideal que le hace reconocer y venerar algo más importante que su propio interés particular o disfrute privado o ego idolatrado.


El hecho de compartir ese altar convierte a una masa anónima de individuos en un conjunto de socios, en una sociedad; y los individuos, de este modo, trascienden sus intereses particulares y dan origen a una civilización, término que en latín, curiosa y significativamente, se dice «humanitas».

 

Hoy, sin embargo, la ausencia de «religio» va de la mano de la ausencia de «societas» y de «humanitas».

 

Todo el mundo sufre por ello, pero en particular Occidente, el territorio más secularizado y, por lo tanto, más desarraigado. Es un problema que tiene una dimensión que va mucho más allá de la mera dimensión religiosa: no se trata de la supervivencia de una religión concreta y de la institución que la representa; se trata, mucho más profundamente, de la supervivencia de una civilización, la nuestra, y de la salud psíquica y existencial de cada uno de nosotros, empezando por nuestros jóvenes, que son las primeras víctimas de esta falta de ideales, de esperanza, de visiones, de confianza.

 

Hubo un tiempo en que el cristianismo pensaba que podía proponerse como remedio para los males del mundo, pero hoy en día el cristianismo a lo mejor hasta es una parte del problema.

 

El Cardenal Carlo Maria Martini lo constató hace casi veinte años:

 

«Hubo un tiempo en que tenía sueños sobre la Iglesia. Una Iglesia que avanza por su camino en pobreza y humildad... que da espacio a las personas capaces de pensar de forma más abierta. Una Iglesia que infunde valor, sobre todo a quienes se sienten pequeños o pecadores. Soñaba con una Iglesia joven. Hoy ya no tengo esos sueños» (Coloquios nocturnos en Jerusalén).

 

La gravedad de la crisis se pone de manifiesto también en el hecho de que en la Iglesia parecen faltar mentes capaces de percibir la magnitud del problema.

 

Todavía se cree que basta con algunos retoques aquí y allá, algunas medias aperturas más de fachada que de fondo,…, o con eslóganes y frases hechas… Pero está por ver si el cristianismo, de hecho, ofrece verdaderos caminos de espiritualidad adulta y contemporánea.

 

 

Porque si una religión no ofrece verdaderos caminos de espiritualidad, ¿para qué sirve? Es como mantener abierto un restaurante que no ofrece comida… o una gasolinera que no ofrece combustible…

 

He leído en el cardenal Carlo Maria Martini: «Siempre me ha entusiasmado Teilhard de Chardin, que ve al mundo avanzar hacia la gran meta, donde Dios es todo en todos... La utopía es importante: solo cuando tienes una visión, el Espíritu te eleva por encima de los mezquinos conflictos».

 

La Iglesia necesita mentes que ayuden a vislumbrar una nueva utopía, ya que la que durante siglos gobernó las mentes cristianas, es decir, la cristiandad del mundo, ha terminado. Hoy en día, nadie puede esperar legítimamente que todo el mundo se convierta al cristianismo. Por eso, ya no es sostenible afirmar que «no hay otro nombre en el que haya salvación, salvo Jesucristo».

 

No solo ha quedado superado el axioma «extra Ecclesiam nulla salus» - no hay salvación fuera de la Iglesia -, sino también el aún más decisivo «extra Christum nulla salus».

 

La salvación (del nihilismo, del mal, de la maldad, de la guerra interior que devora nuestros corazones, de…) llega a todos aquellos que la buscan invocando los nombres que cada uno conoce y viviendo según el espíritu del amor y la justicia.

 

Es el culto en el Espíritu y en la Verdad… Es el Espíritu que guía al mundo y que siempre habla a través de sus grandes profetas dentro y fuera de la Iglesia y del cristianismo.



P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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