martes, 23 de septiembre de 2025

La nacionalidad no hace a los ciudadanos…

La nacionalidad no hace a los ciudadanos…

La política europea suele debatir sobre la fuente que confiere a un ser humano la condición jurídica de ciudadano europeo. El tema es urgente, incluso inaplazable, tanto porque afecta directamente a muchas personas que viven en Europa, que no son ciudadanos europeos y desearían serlo, y porque afecta indirectamente a todos los actuales ciudadanos europeos, ya que aclara (en estos tiempos tan confusos) su identidad.

 

¿Qué significa ser ciudadano europeo? ¿Cómo «se hacen» los europeos? ¿Para ser ciudadano europeo es necesario tener la nacionalidad en algún país europeo? ¿Cuál es la relación entre ciudadanía y nacionalidad?

 

San Pablo tenía la ciudadanía romana, pero era de nacionalidad judía. Albert Einstein tuvo primero la ciudadanía alemana, luego la suiza y, finalmente, la estadounidense, pero su nacionalidad era y siguió siendo judía.

 

Los ejemplos ayudan a comprender la distinción fundamental entre ciudadanía y nacionalidad. La ciudadanía se tiene, se adquiere, es el resultado de una práctica política; la nacionalidad, en cambio, está ligada al ser, a la generación, o mejor dicho, a las generaciones, es el resultado de un proceso natural.

 

Se puede llegar a ser ciudadano de otro Estado, pero eso no significa que se adquiera la nacionalidad: un pasaporte japonés no confiere cromosomas japoneses. Todo el mundo puede adquirir potencialmente una ciudadanía diferente, pero nadie (o casi nadie) una nacionalidad diferente, y digo «casi» porque, por ejemplo, un marroquí puede vivir tanto tiempo en Catalunya que se sienta tan catalán como marroquí.

 

Se trata de la distinción fundamental entre Estado y Nación. El Estado es una construcción política y sus miembros se denominan ciudadanos; la nación es una construcción natural y sus miembros se denominan nativos.

 

«Nativo» no solo se refiere a quien nace en un territorio determinado, sino a quien nace en un territorio determinado de padres que a su vez nacieron allí de antepasados que también eran nativos, y así sucesivamente hasta el principio de los tiempos. Por eso, los nativos americanos no son personas como Donald Trump, sino como Gerónimo o Toro Sentado…

 

El Estado se construye y sus miembros «se hacen». La nación es el resultado de un largo proceso natural ligado a las condiciones climáticas, los hábitos alimenticios y otros numerosos y antiguos factores. El tiempo del Estado se mide en siglos (Gran Bretaña y Francia tienen una historia de una docena de siglos, Alemania e Italia no llegan a dos, y tal vez no sea casualidad que hayan producido el fascismo y el nazismo); el tiempo de la Nación se mide en milenios.

 

A la luz de esta importante distinción entre ciudadanía y nacionalidad, es decir, entre Estado y Nación, creo que el debate político europeo hasta puede aclararse y simplificarse.



Ningún Estado puede crear seres humanos según su propia ideología (los totalitarismos del siglo XX lo intentaron, pero el resultado sangriento es bien conocido), solo la naturaleza y la cultura generan pueblos; sin embargo, un Estado puede y debe «hacer» a sus ciudadanos.

 

Y, en este sentido, la distinción entre ciudadanía y nacionalidad resulta decisiva y nos hace comprender que estamos destinados por la fuerza de la historia (a la que es insensato oponerse y es prudente obedecer) a tener un único Estado con una única ciudadanía, pero con diferentes nacionalidades. Es decir, estamos destinados a la internacionalidad. La dimensión internacional que hasta ayer se refería a la relación entre Estados, hoy se refiere a la relación entre los ciudadanos del mismo Estado.

 

Los principales enemigos en la historia reciente de la importante distinción entre ciudadanía y nacionalidad fueron los nazis, para quienes solo la nacionalidad confería la ciudadanía. El núcleo ideológico de la Alemania nazi se resumía, de hecho, en la díada «Blut und Boden», «sangre y suelo», con la completa exclusión de la cultura. A propósito de la cual, más bien, alguno se jactaba de repetir: «Cuando oigo la palabra cultura, echo mano de la pistola».

 

Todavía hoy hay quienes quieren disparar contra la cultura. Afortunadamente, tanto en la derecha como en la izquierda de nuestras fuerzas políticas, hay personas sensibles a la cultura y a los valores humanos que se derivan de ella, entre los que destaca, en primer lugar, la igualdad de dignidad, y por eso otorgan el derecho de convertirse en ciudadanos europeos, sin ser nativos ni aspirar a la nacionalidad. ¿Y por ello se pierde así la identidad europea específica?

 

La identidad es un valor imprescindible para el ser humano, constituye la meta psíquica y espiritual del complicado proceso que llamamos existencia. Identidad deriva del latín «idem», que significa «lo mismo, el mismo», a su vez del griego «ídios», que significa «particular, peculiar».

 

De ahí viene «idioma», que indica la expresión cultural por excelencia que es la lengua, la lengua materna, lo que más identidad confiere. Pero de ahí también deriva «idiota», que indica a quien, mirando solo a sí mismo y a los suyos, no entiende el mundo.

 

La identidad es, por tanto, lo que nos permite hablar con un lenguaje y un sabor específicos, pero también lo que nos hace estar confinados, limitados y, por tanto, estúpidos, es decir, idiotas.

 

Cuanto más espacio y valor se le da a la cultura, más se valora la identidad por ejemplo en el sentido del idioma (porque muchos hablarán cada vez mejor nuestra hermosa lengua, por ejemplo, catalana compartiendo la sensibilidad depositada y transmitida en ella) y más se combate la identidad en el sentido de la idiotez.

 

Comenzaba diciendo, y titulando esta reflexión, que la nacionalidad no hace a los ciudadanos… porque los pueblos nacen de la cultura…


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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