La “pietas” toma cuerpo y se concentra en Vic (Barcelona)
Creo que es más que legítimo el deseo de proteger nuestra identidad como ciudadanos de una sociedad.
Tantas veces hasta creo percibir un cierto temor cuando se dice que zonas enteras de nuestras ciudades ya no son nuestras sino dominio de otras etnias y otras civilizaciones. Puede tratarse de un miedo arraigado en la biología, que coincide con ese mismo instinto que lleva a los animales a proteger su territorio.
Pero, si para escuchar a la naturaleza se pisotea la cultura; pero si, para seguir siendo «ciudadanos de esta sociedad», se corre el riesgo de dejar de ser «humanos», y en algunas ocasiones ya no lo somos realmente, entonces es una catástrofe.
¿De
qué sirve ser ciudadanos de esta sociedad si, al serlo, no se es también y ante
todo humanos?
El concepto de ciudadanía se inscribe intrínsecamente en el de humanidad, es una declinación del mismo.
No quiero entrar en la retórica de que somos buena gente porque no es cierto en absoluto que siempre seamos buena gente. Aunque esa afirmación, somos buena gente, también contiene el ideal al que nosotros aspiramos: ser «buenos», no en el sentido de precisos, fuertes, irreprochables,…, sino en el sentido de humanos. Y es precisamente por eso que si, para seguir siendo ciudadanos, pisoteamos nuestra humanidad, nuestra derrota es total.
Digo total porque perdemos el respeto por nosotros mismos y por nuestra identidad más profunda. Venimos de lejos, somos antiguos. Nuestros padres latinos, hace más de dos mil quinientos años, sentaban las bases de su vida en el conjunto de valores que llamaban «mos maiorum», «las costumbres de los antepasados», la forma de ser de aquellos gracias a los cuales habían venido al mundo.
Y entre sus valores fundamentales ocupaba un lugar privilegiado lo que ellos llamaban «pietas», algo más que nuestra simple piedad: “pietas” es, de hecho, la capacidad de empatizar con quienes sufren, sabiendo hacer propio el sufrimiento ajeno.
Y está claro que la base de nuestra existencia en el mundo, y más aún la base del gobierno de la sociedad, no puede haber solo la “pietas” y, de hecho, nuestros padres también conocían otros valores como “virtus”, “maiestas”, “ides”, “gravitas” (virtud, dignidad, confianza, severidad).
Pero la “pietas” es esencial para generar en las conciencias esa forma de ver el mundo que es la más noble de todas, resumida así en la famosa frase de Terencio: “Homo sum, nihil humani a me alienum puto”. Es decir: «Soy un hombre, nada de lo humano me es ajeno». También se puede traducir como: «Soy un ser humano, no me quedo indiferente ante nada que afecte a otros seres humanos».
Por eso creo que si hoy hay una sociedad que tiene el deber, ante todo por una cuestión genética, de ejercer una ciudadanía bajo el lema de la no indiferencia hacia lo humano, somos nosotros. Si no nos queremos traicionarnos a nosotros mismos.
¿Hay pueblos que pueden permitirse ser indiferentes? Creo que no, pero nosotros menos aún, porque somos los herederos directos de la cultura clásica y cristiana, y cuando no tenemos «pietas» caemos en una contradicción flagrante con nuestra esencia. Y nos sentimos mal. Nos volvemos malos.
Sentir piedad por el sufrimiento ajeno es el rasgo más noble de un ser humano. Ser ciudadanos, en el sentido moral y no solo geográfico del término, significa ser lo contrario de indiferentes. Significa tomar parte, participar, ayudar. Significa mirar, salvar, salir al descubierto y estrechar la mano que se nos tiende. Sobre todo la mano de quien está lejos, sumido en el caos, castigado por la barbarie, a merced del horror de la violencia y de la muerte.
«I care» es el lema intraducible de los mejores jóvenes estadounidenses. «Me importa, me importa mucho». Y es exactamente lo contrario del lema fascista «Me da igual».
Hoy en día, las neurociencias nos enseñan que la empatía está estrechamente relacionada con la naturaleza humana universal. Si le sonríes a un bebé, es muy probable que él también te sonría; si tienes diez bebés en una habitación de hospital y uno de ellos empieza a llorar, es probable que los demás también los demás también lo hagan. Lo mismo ocurre con nosotros, los adultos, que al entrar en un ambiente nervioso o sereno, nos adaptamos instintivamente a él.
No lo pensamos, la condición surge por sí sola, porque somos contagiosos no solo biológicamente, sino también emocionalmente: podemos recibir y transmitir no solo virus y bacterias, sino también emociones y sentimientos.
El descubrimiento de las «neuronas espejo» demuestra que en nosotros existe una predisposición natural a identificarnos con el otro, a ver que el otro es «como yo». Por lo tanto, si lo veo realizar un gesto o sufrirlo, empiezo a sentir dentro de mí sus mismas emociones. Me identifico con él, su pathos se convierte en mi pathos. Así, también su dolor se convierte en el nuestro, la muerte de una parte de nosotros.
Por eso algunos nos encontramos en frente del Ayuntamiento de Vic (Barcelona) el viernes 19 de septiembre a la tarde: era para solidarizarnos, haciéndolo en nombre de la mejor ciudadanía, la que sabe transmitir emociones y sentimientos positivos, y sobre todo en nombre de los que sufren en carne propia el genocidio en curso en Gaza.
Pero en el fondo, también, en nombre de aquella “pietas” que nos hace humanos.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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