Mientras la democracia se va quedando sola
De las pesadillas de una Europa sonámbula, resurge el concepto de preguerra: y ya no nos sorprende. Desde hace unos años estamos pasando progresivamente de una incógnita a una amenaza, a una reducción de nuestra seguridad, a una restricción de nuestro horizonte de libertad.
Desde la retaguardia nos desplazamos cada vez más hacia la zona del frente, nos descubrimos directamente expuestos, mientras saltan las prohibiciones tras las que creíamos protegernos: y a cada paso en el escalón que desciende hacia la oscuridad nos vemos obligados, incluso sin darnos cuenta, a retomar las medidas del mundo, para encontrar un espacio cada vez más incómodo en la creciente incertidumbre.
Estamos perdiendo los puntos de referencia, que se desvanecen. Formar parte del Primer Mundo, creador y consumidor del progreso, de la riqueza y de la innovación, ya no nos garantiza nada, el doble caos nos paraliza, porque a la crisis externa de las guerras se suma la crisis interna de nuestro mundo, al que llamábamos Occidente y que hoy vemos vacío y desarticulado, con todo su sistema de valores desactivado e inerte.
Tomamos nota, cada vez, aceptando la progresiva reestructuración del futuro. Nuestra capacidad de adaptación forma parte del instinto de supervivencia, pero también de la sensación de impotencia que nos rodea: y más allá de cierto umbral, corre el riesgo de convertirse en renuncia, en culpa.
Esos valores se han ejercido a menudo como supremacía, a veces como hegemonía, pero han sido testigos de una civilización del derecho y los derechos, una cultura de las instituciones, de las normas y de la convivencia y, en este sentido, han ofrecido un canon de libertad para todos, incluso en la pretensión de lo universal. ¿Es posible que hoy en día ya no tengan nada que decir a un mundo en llamas y deban ser guardados en el baúl del siglo XX, como la bandera arriada de un país derrotado, o como si hubieran caducado?
Este estado de ánimo corre el riesgo de convertirse en un sentimiento político, difundiendo la convicción de que el mundo está ahora fuera de control y que la política ya no es capaz de gobernarlo: por no hablar de la democracia, a la que hoy se le pide que pague por completo y por sí sola el déficit entre las promesas sembradas en un siglo de progreso y las decepciones acumuladas en las emergencias de los últimos años. Es una pretensión injusta, un cálculo miope, un saldo imposible.
Pero, de todos modos, aplasta la democracia bajo el peso de todas las decepciones, las desigualdades, las frustraciones y las injusticias, como la cultura derrotada en cuyo lugar surge un culto, el de la fuerza simplificadora, vengadora y, en cualquier caso, protectora: idónea para dominar una fase en la que ya estamos dispuestos a negociar porciones de libertad a cambio de cuotas de seguridad.
No nos damos cuenta de que, en realidad, estamos malvendiendo piezas de una democracia construida a lo largo de los años, instituciones creadas para garantizarnos, normas de salvaguarda colectiva, normas interiorizadas como conciencia común y convertidas en costumbres, incluso en un estilo de vida colectivo, cifra de una civilización.
Y no nos damos cuenta de que hay quienes están dispuestos a comprar en el mercado del consenso esos espacios de libertad que nosotros descartamos como viejos, superados y superfluos: son los autócratas, los líderes neo-autoritarios que precisamente en esta fase han lanzado la batalla decisiva para conquistar el poder total, superando la democracia y archivándola.
La evidencia de este desafío está a la vista de todos, también por el gigantismo del escenario en el que se mueve el director del caos, Donald Trump, y por la evidencia de lo que podríamos llamar la excepción democrática en curso. El ataque al pensamiento crítico, en cualquier caso a la libertad de opinión, es el punto de inflexión, con personajes televisivos no deseados por el poder son denunciados por su nombre y apellidos, editores amenazados y presionados públicamente para que los despidan. Esto significa, en una fórmula, que el sistema de información está siendo chantajeado. Ya no hay reticencias, el poder de las nuevas derechas extremas no se conforma con cambiar el gobierno, sino que quiere cambiar el régimen y manifiesta explícitamente su intención de salir del sistema forzándolo, para fundar un nuevo orden basado precisamente en la renta política de esta deformación.
Ahora, incluso aquellos que no habían visto venir la ola que empujaba el segundo mandato de Donald Trump hacia el extremismo convertido en gobierno, fruto de la herencia subversiva del asalto al Capitolio, se enfrentan a una anomalía democrática que opera abiertamente para desarraigar los pilares de la civilización occidental, empezando por la libertad de expresión, de palabra y de prensa, protegidas como fundamentales por la primera enmienda.
El asalto ha llegado finalmente hasta aquí, al corazón de la libertad constitucional republicana. Y de ahí surge una pregunta: ¿por qué la democracia no encuentra defensores naturales y espontáneos que la protejan, por qué no se forma un bloque social de apoyo, por qué los sujetos que más se han beneficiado de la larga temporada democrática no rechazan la regresión en curso?
Pero la realidad es la realidad. Las clases populares parecen no percibir la alarma, como si el destino del sistema ya no les concerniera y fuera un problema de las élites. Los intelectuales no participan en el debate, distraídos. El capitalismo no siente el deber de defender la democracia (aunque sea el contexto en el que ha podido prosperar en libertad), sino que parece querer acompañar el órdago trumpiano del sistema para ver qué hay al otro lado y colonizarlo como una tierra rara más. Los liberales no salen al campo junto a la liberal-democracia, como si fuera huérfana. Los populistas que denuncian en la democracia el gran engaño y la eterna conspiración se lucran con su crisis, dispuestos a jugarse sus restos a los dados. La izquierda ve la grieta que divide a Occidente, pero en lugar de trabajar para superarla defendiendo los valores atacados y haciéndolos definitivamente suyos, tropieza en la falla impulsada en sus márgenes por viejas tentaciones antiamericanas e incluso pro-rusas, incapaz de leer los nuevos imperialismos: terminando en la irrelevancia de la tierra de nadie en lugar de cumplir finalmente su destino liberándose de sus demonios. La Iglesia, por último, se ve paradójicamente desafiada por el extremismo neo-cristiano que sustituye la democracia por la religión en el universo Maga.
Por eso la democracia se va quedando sola, con su fragilidad al descubierto, defendida solo por el testimonio cotidiano de sus valores en la gente de a pie. Y por eso, sobre todo, caemos en la angustia de este clima de preguerra sin una cultura que nos defienda y nos defina, dándonos conciencia de lo que somos y de lo que queremos, justo cuando descubrimos que la democracia quizá nos está necesitando más que nunca: porque no se basta a sí misma y no puede vivir sin la colaboración de los ciudadanos, con toda pasión apagada, mientras la derecha ya camina, a paso firme y veloz, hacia el mundo posdemocrático.
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