No quiero defender a Dios
Hay quien declara querer defender a Dios. La historia siempre ha conocido tanto a políticos que se erigen en defensores de Dios (como Enrique VIII de Inglaterra, nombrado “defensor fidei” por el Papa León X, aunque eso no le impidió decapitar a Tomás Moro unos años más tarde), como a hombres de Iglesia que se convierten en paladines de ese objetivo sacrosanto (incluso hablando de «valores no negociables»).
Desde la Roma imperial hasta la Roma actual, desde el antiguo Israel hasta el Israel actual, rehén de los partidos religiosos, desde la Rusia de Putin y Kirill hasta la India de Modi, son numerosas las civilizaciones basadas en la alianza entre el trono y el altar, se llamen como se llamen.
Por lo general, la alianza funciona porque conviene a ambos, mientras que no siempre conviene a los ciudadanos, que de hecho a veces la rompen: pensemos en la Revolución Francesa y el fin del Antiguo Régimen, y pensemos en años más recientes en algunos países europeos sobre los temas de aborto, eutanasia, divorcio…, cuando la mayoría de sus ciudadanos eligió una idea diferente a la del altar.
Pero, ¿a qué Dios hay que defender? ¿Y de quién hay que defenderlo, y de qué hay que defenderlo?
En la Biblia se leen estas palabras de Job a los tres amigos teólogos que vinieron a defender a Dios de sus acusaciones: «¿Queréis defender a Dios con mentiras? ¿Sostener su causa con palabras engañosas?» (Job 13,7).
La cuestión, por tanto, no es defender a Dios (operación que la teología y la filosofía practican desde siempre con lo que la primera llama «apologética» y la segunda «teodicea»), sino el objetivo y los argumentos con los que se hace.
Para algunos la ecuación no podría ser más clara: Dios = identidad; defensa de Dios = defensa de nuestra identidad. Defender a Dios, por lo tanto, es defendernos a nosotros mismos, a nuestra patria, a toda la civilización occidental,… En su opinión, Dios y la patria, Dios y la civilización, Dios y la identidad,…, están y caen juntos.
Y más bien creo que hoy en día debemos defender a Dios del nihilismo imperante, incluso sostengo que también los ateos deberían defender la plausibilidad del concepto y de la realidad de Dios, pero considero que se trata de una tarea espiritual, no ciertamente política, que debe realizarse dentro de nosotros mismos, no en mítines o en las redes sociales.
Añado que Dios es un valor precioso, al que yo (bautizado, misionero y presbítero) concedo mucha importancia, y que nuestro problema es que la izquierda casi nunca se preocupa por defenderlo (olvidando por ejemplo que Don Enrique Tierno Galván no le molestaba en absoluto un crucifijo) y que la derecha lo defiende normalmente de forma equivocada.
Pero volviendo a Dios, creo que su defensa no es una acción política, sino espiritual. Dios representa el ideal por excelencia de la esperanza de que la vida tenga un sentido, un destino, un objetivo; la esperanza de que palabras como justicia, verdad, belleza, armonía no sean una ilusión, sino la dimensión más verdadera del ser.
Defender esta esperanza, cultivada desde siempre por la humanidad, es importante, diría que decisivo. Sobre todo lo es hoy, cuando es fácil comprobar lo que significa crecer sin un Dios, sin una religión y sin religiosidad: en la historia nunca ha habido una sociedad sin religión, y ahora que nos hemos quedado sin religión (porque es evidente que el cristianismo ya no tiene influencia en la conciencia de la mayoría), seguramente hasta asistimos al progresivo desmoronamiento de una sociedad, que ya no es un «conjunto de socios», sino cada vez más una masa amorfa y conflictiva de rivales.
Para mí la cuestión es que el Dios de la tradición es indefendible. El Dios asociado con la patria y el trono, el Dios de los ejércitos, señor de la historia y rey del universo, el Dios que gobierna el destino de los pueblos y la vida de cada ser humano, el Dios padre y proyección masculina del “pater familias” y de su poder, este Dios que es “nuestro Dios” y que, como tal, nos divide de aquellos que tienen uno diferente, este Dios, después de todo lo que ha ocurrido en la historia, y después de todo lo que no ha ocurrido en ella, resulta para mí indefendible.
El Dios que necesitamos no es ni puede ser ya el de la tradición, el Dios de cierto monoteísmo y de las guerras de religión, el Dios en cuyo nombre se ha cometido casi todos los crímenes proclamando «Dios lo quiere».
No puede ser el Dios de la moral única y del modelo único y uniforme de familia que enviaba al infierno a todos los que convivían sin estar casados por la Iglesia, considerados pecadores públicos y, por lo tanto, sujetos a un doble pecado mortal (el adulterio y el escándalo). Este Dios está lejos del corazón y del alma de los seres humanos e invocarlo solo puede conducirnos al fracaso y a la violencia.
¿A qué Dios nos referimos cuando hablamos de Dios?
Pensar en afrontar los inmensos problemas de este mundo con la imagen y la teología del pasado significa retroalimentar el choque de civilizaciones previsto por Samuel Huntington en 1993 y que, lamentablemente, hoy es totalmente potencialmente real. Basta una nimiedad, una sola palabra, para que estalle.
El Dios que podemos defender solo puede ser interior. Lo que significa que las religiones deben dar un paso atrás y convertirse. ¿A qué? A algo más importante que ellas mismas: al bien del mundo.
Necesitamos un nuevo fundamento para nuestra convivencia civil, que ya no puede ser el Dios de la tradición que algunos dicen querer defender. Ese Dios ha sido consumido por la historia. En alguna ocasión, incluso a costa de mucha sangre inocente.
¿Qué Dios
queremos defender? ¿No será, en realidad, que debemos defendernos de determinado
Dios? ¿No será que debemos impedir que vuelva, que debemos evitar que se
repitan su violencia, su intolerancia, su miedo, su terror?
Está escrito que Dios, a Moisés en el Sinaí, que le había preguntado su nombre, respondió así: «Ehyeh ašer ehyeh» (Éxodo 3,14), traducido tradicionalmente como «Yo soy el que soy». El significado más plausible es «estar ahí», «yo estoy y estaré», y por eso a menudo se traduce también como «Dios con nosotros».
Yo creo que hay que cambiar completamente de paradigma y pensar que el verdadero nombre de Dios es este otro: «el Dios con ellos». Miro un árbol, una estrella, un animal, un ser humano, un extranjero cuya lengua y cuya piel son diferentes a las mías, y pienso: «Dios-con-ellos».
Es el verdadero nombre de Dios como idea del bien y de la justicia, y coincide con la ruptura del círculo auto-referencial, identitario y represivo del nosotros contra ellos, en el que ciertas lecturas monoteístas y las ideologías de alianza altar-trono han aprisionado la mente y en el que no debemos dejarnos arrastrar de nuevo.
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