Preservar la identidad
La cuestión de la identidad toca un ámbito muy delicado, por no decir peligroso, ya que fue precisamente la identidad el núcleo central de la ideología de la Alemania nazista: Blut und Boden, enseñaban, «sangre y territorio», y que cualquier discurso sobre la identidad no debe olvidar nunca esa lección de la historia. Por otro lado, también es cierto que la sangre y el territorio confieren identidad.
Creo que tener un sentido auténtico de la propia identidad significa saber responder a esta pregunta decisiva: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A quién pertenezco?
No se trata de una cuestión sencilla, para abordarla han surgido la religión, la filosofía, la psicología, el arte, la música, es decir, todas aquellas disciplinas que no se ocupan del mundo exterior, sino del mundo dentro.
Y, de hecho, dentro de cada uno de nosotros surge, a menudo de forma dramática, la pregunta sobre nuestra propia identidad.
Hoy se debate sobre la fuente que confiere a un ser humano la identidad un ser humano: hay quienes sostienen que es la sangre (ius sanguinis); otros que nacer en un determinado lugar, es decir, el territorio (ius soli); y otros que la formación recibida en un determinado sitio, es decir, la cultura (ius educationis).
Pero, además de la nacionalidad, hay otras fuentes de identidad de un ser humano: está la profesión, que nos convierte en profesores, torneros u otras cosas; la política, que nos hace ser de derechas, de izquierdas o de centro; la religión, que, si se afirma, nos hace ser creyentes y, si se niega, ateos. Y muchas otras cosas más.
Pero lo que parece decisivo a primera vista cuando se habla de identidad es el hecho de haber nacido con un cuerpo determinado y en un territorio determinado. Y así creemos que nuestra identidad es, ante todo, ser hombre o mujer, blanco o negro, con una u otra tendencia sexual, de ésta o de otra nacionalidad, del norte o del sur, de esta o de aquella ciudad.
Sin embargo, considero que la verdadera identidad de un ser humano no está definida ni por su corporeidad ni por su procedencia. El hecho de haber nacido en un país determinad, en una región aún más determinada, y luego en una zona aún más determinada de esa región, y luego en un pueblo aún más específico, y luego en un barrio aún más específico, nos condiciona, es obvio, pero no nos define en nuestra esencia específica.
Lo mismo ocurre con el cuerpo: está claro que ser hombre o mujer, heterosexual u homosexual o no binario, sano o enfermo, joven o anciano, condiciona nuestro ser, pero en mi opinión no lo define.
Lo mismo ocurre con la familia de origen y el entorno social: sin ellos no seríamos lo que somos, pero nuestra identidad más auténtica no proviene de ellos, de lo contrario los hermanos y hermanas deberían ser todos iguales.
Los orígenes, por muy importantes que sean, no abarcan completamente la verdadera identidad que estamos llamados a custodiar. Nuestra identidad más auténtica no está definida por algo externo, por algo que no hemos elegido.
Aquí se encuentra la distinción decisiva entre identidad exterior e identidad interior. La identidad es el conjunto de características que hacen de un ser humano lo que es, pero también es la conciencia mediante la cual un individuo acepta ser lo que es.
Y no todos aceptan ser lo que el destino les ha llevado a ser: uno no acepta su cuerpo, otro su sexo, sus padres, su nombre, su apellido, su país natal.
Hay una diferencia entre identidad exterior e identidad interior, y para no sentirse mal es necesario colmar esa diferencia. El proceso mediante el cual se concilia la identidad interior con la exterior se llama «identificación».
De ello se deduce lo siguiente: la identidad dividida es el punto de partida; la identificación es el proceso; la identidad reconciliada es el resultado.
Si este proceso no se pone en marcha, si nos quedamos con la identidad conferida por el nacimiento, la identidad corre el riesgo de caer en la idiotez. No es sin importancia el hecho de que identidad e idiotez tengan la misma raíz, es decir, el término griego “ídios”, que significa «propio, personal, privado». Lo que nos identifica puede embrutecernos.
Esto ocurre cuando la identidad de partida se vive también como punto de llegada, sin el proceso crítico de la identificación, y, por lo tanto, siempre se repiten las mismas cosas «idénticas», tan idénticas que son «identitarias», pero también obvias y conocidas, y así resultan «idiotas».
La identidad evita caer en la idiotez solo gracias al proceso de identificación: es decir, cuando un sujeto asume creativamente los datos que su nacimiento y su formación le han conferido y los compara con otros nacimientos y otras formaciones, comprendiendo sus virtudes y defectos, y mejorando así, y pasando de ser un individuo con identidad propia a ser un ser pensante y creador de cultura.
Y esto porque un ser humano, además de tener una identidad natural y una identidad social, es en su esencia específica un sujeto capaz de libertad y responsabilidad. Y es de aquí de donde proviene la identidad más auténtica de cada uno de nosotros que estamos llamados a custodiar.
La máxima que Sócrates puso como fundamento de su filosofía, «Conócete a ti mismo», con esa su advertencia de conocer nuestra propia identidad nos enseña que, en primer lugar, no sabemos quiénes somos.
Si nos quedamos con la identidad que no hemos elegido, sino que nos ha sido entregada por el destino, corremos el riesgo de ser idiotas. Sin embargo, si despreciamos esta identidad, corremos el riesgo de no tener raíces ni sabor, además de traicionar nuestros orígenes.
Se trata, por tanto, de elaborar críticamente el proceso de identificación, comparando lo que no hemos elegido para nosotros, sino que nos ha sido entregado por la vida, con lo que elegimos y queremos para nosotros y hacemos auténticamente nuestro.
Este es el trabajo de un ser humano sobre sí mismo, el trabajo interior, el trabajo más preciado. Este le confiere una identidad cuyo nombre es libertad.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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