miércoles, 24 de septiembre de 2025

Sentido de la vida y final de la vida.

Sentido de la vida y final de la vida

La cuestión del final de la vida se determina considerando, también con honestidad intelectual, «el fin» de la vida. Es decir, es el fin, entendido como propósito, el que regula el final, entendido como cese, cuando se trata de la vida. ¿Y cuál es el fin de la vida?

 

Me lo pregunto: ¿cuál es el fin de la vida? ¿Por qué estamos aquí? ¿Porque la naturaleza nos ha engendrado, esperando que tarde o temprano degeneremos?

 

Seguramente cada uno de nosotros tendrá las ideas claras al respecto, pero la cuestión es que pensamos. Cuando se trata de la cuestión más importante de todas, que es el sentido o el sinsentido, y qué sentido y qué sinsentido, de nuestra existencia aquí, nos encontramos tan diferentes entre nosotros, incluso dentro de nuestra propia familia.

 

Al observarla en su desarrollo concreto, sin visiones ideológicamente condicionadas, es decir, al observarla tal y como se despliega cada día ante los ojos de todos nosotros, creo que no es posible identificar en la vida una lógica unívoca que se imponga necesariamente a todos y que pueda constituir la base de la ética y el derecho.

 

Basta con plantear esta pregunta para darnos cuenta de nuestra incapacidad: ¿es justa la vida? ¿Es justa la vida para los vivos? ¿O es injusta, e incluso tiránica? ¿O a veces es justa y otras veces no, con el resultado de ser arbitraria, caótica, caprichosa y, por lo tanto, de no contener ningún punto firme sobre el que construir una norma de nuestro comportamiento hacia ella?

 

Y si la vida no siempre es justa con los vivos ¿por qué todos los vivos deberían «siempre» serlo con ella? Si la vida a veces no respeta a los vivos, ¿por qué los vivos deberían estar «siempre» obligados a respetarla?

 

Aquí entran en juego nuestras visiones del mundo, tan diferentes entre sí.

 

Para algunos, los sufrimientos que provienen de la vida no constituyen en modo alguno un motivo para abandonarla, sino que, exactamente al contrario, invitan a permanecer en ella y a aceptarlos como una oportunidad de purificación, de expiación, de sacrificio por el bien de los demás.

 

Son sentimientos muy nobles, y si alguien pensara que el Estado no puede permitirse invertir recursos y camas en los hospitales para permitir que quienes lo deseen vivan su final de esta manera, sería totalmente condenable por irrespetuoso con la libertad ajena.

 

Pero lo mismo se aplica a quienes quieran obligar a aceptar el sufrimiento incluso a aquellos que tienen una visión del mundo y de sí mismos completamente diferente, hasta el punto de no encontrar ningún sentido ni propósito en el sufrimiento.

 

¿Qué idea tenemos del sufrimiento y de su sentido? ¿Qué haríamos si nos tocara vivir durante años en condiciones cada vez más incapacitantes, hasta depender totalmente de los demás y de las máquinas? ¿Nos gustaría tener la posibilidad de elegir entre decir «más» y la contraria, pero complementaria, de decir «basta»?

 

Voy llegando a ese punto, no sé si conclusivo, de que, para quien quiera ser realmente honesto y racional en su consideración de la vida, hay una cosa que se impone: el respeto por la visión de los demás.

 

De hecho, hay mil razones para negar el sentido de la vida y otras mil para reconocerlo.

 

Incluso la Biblia presenta elementos en un sentido y en otro.

 

Un libro bíblico escribe sobre los seres humanos: «Ellos son bestias, pues el destino de los hombres y el de las bestias es el mismo: como mueren estas, así mueren aquellos; hay un aliento vital para todos» (Eclesiastés 3,18-19). Parece que se escucha a los exponentes del naturalismo contemporáneo, que no encuentran ninguna diferencia entre los seres humanos y los demás seres vivos, animales y vegetales.

 

Otro libro bíblico escribe, también sobre los seres humanos: «Dios los revistió de una fuerza igual a la suya y los formó a su imagen. A todos los seres vivos infundió el temor del hombre para que dominaran sobre las bestias y las aves... Les dio la ciencia y les legó la ley de la vida» (Eclesiástico 17,3-4 y 11). Aquí, por el contrario, la diferencia entre los seres humanos y los demás seres vivos es inmensa y consiste en el hecho de que los seres humanos han recibido en herencia «la ley de la vida». ¿Cuál? La libertad.

 

De hecho, basándose en la libertad, el mismo autor bíblico, que vivió unos dos siglos antes de Jesús, llega a declarar poco después: «Mejor la muerte que una vida amarga, el descanso eterno que una enfermedad crónica» (Eclesiástico 30,17). La libertad es tal que te permite elegir incluso tu fin.


 

Según la Biblia, en ella nunca se condena el suicidio. En varios lugares se narran casos de suicidio, pero el texto sagrado nunca adopta una postura clara de condena hacia quienes lo han cometido, ni siquiera en el caso de Judas.

 

Así lo observaron en el siglo XX los principales teólogos contemporáneos, entre ellos Karl Barth, Dietrich Bonhoeffer y Hans Küng. Karl Barth escribe: «El suicidio nunca se prohíbe explícitamente en la Biblia», lo cual, añade, es «un hecho realmente molesto para todos aquellos que quieran comprenderla y utilizarla en sentido moral».

 

Es más, un suicida, Sansón para ser exactos, es incluso recordado en el Nuevo Testamento entre los padres de la fe. Por lo tanto, no deben sorprender las palabras del Eclesiástico mencionadas anteriormente sobre el hecho de que «mejor es la muerte que una vida amarga, el descanso eterno que una enfermedad crónica».

 

En el discurso de la montaña, Jesús dijo: «No juzguéis». Si hay una situación en la que estas sabias palabras tienen sentido, también es cuando un ser humano decide poner fin a su vida.

 

Entre los grandes filósofos hay quienes condenan el suicidio (Platón, Aristóteles, Kant, Hegel) y quienes no (Epicuro, Séneca, Montaigne, Nietzsche). Durante los años del nazismo, Karl Jaspers siempre llevaba consigo un frasco de cianuro, listo para usarlo en caso de que él y su esposa Gertrud, judía, fueran arrestados.

 

Después de dedicar su vida a estudiar la naturaleza para comprender su lógica, Charles Darwin llegó a escribir en una carta a Joseph Dalton Hooker en 1870: «No puedo considerar el universo como el resultado de un caso ciego. Sin embargo, no veo ninguna prueba de un diseño benévolo». He aquí, una vez más, el principio de la contradicción: ni azar ni diseño, es decir, un poco de uno y un poco del otro, es decir, una vez más, la libertad que nos impulsa a pensar y luego a elegir.

 

El sentido de la vida es la base sobre la que legislar dignamente sobre el fin de la vida, y el único fin que se desprende del contraste entre las diferentes perspectivas es la libertad.

 

La falta de un fin unívoco que se imponga a todos los seres vivos con la misma claridad indica que el fin principal por el que cada uno de nosotros está en el mundo es el ejercicio responsable de su propia libertad. Lo que significa autodeterminación. Con mayor razón cuando se trata de la propia existencia.

 

El sentido de la existencia humana consiste en un ejercicio continuo de la libertad.

 

Recuerdo haber leído unas palabras del Cardenal Carlo Maria Martini: «Es importante reconocer que la continuación de la vida humana física no es en sí misma el principio primero y absoluto. Por encima de ella está el de la dignidad humana, dignidad que, en la visión cristiana y de muchas religiones, implica una apertura a la vida eterna que Dios promete al hombre. Podemos decir que aquí reside la dignidad definitiva de la persona... Por lo tanto, la vida física debe ser respetada y defendida, pero no es el valor supremo y absoluto».

 

¿Cuál es, entonces, el valor supremo y absoluto? ¿No será la dignidad de la vida que se realiza como libertad de poder decidir sobre uno mismo?


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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