jueves, 25 de septiembre de 2025

Tened valor… Yo he vencido al mundo - San Juan 16,33 -.

Tened valor… Yo he vencido al mundo - San Juan 16,33 -

El miedo es la emoción negativa que surge instintivamente en nuestro interior como consecuencia de la información de peligro captada por la mente. Y genera en quien lo experimenta tres posibles reacciones:

 

1) la defensa y la consiguiente agresividad;

 

2) la huida;

 

3) la inmovilización, como si estuviéramos petrificados.

 

Esto es lo que pensamos nosotros del miedo, pero para los antiguos era mucho más: era un dios o era enviado por Dios, y por eso había que tenerle respeto, reverencia, «temor y temblor», advertía San Pablo.

 

En la Ilíada se lee: «Ares, el matador, marcha a la guerra, y le sigue su hijo, Fobos, intrépido y fuerte, que infunde miedo incluso al guerrero más valiente» (XIII, 298-300). Fobos, de donde proviene la palabra ‘fobia’, es la personificación de nuestro miedo, de nuestro terror.

 

Si consideramos la otra fuente de la cultura occidental y abrimos la Biblia hebrea, en casi todas las páginas nos encontramos con una atmósfera marcada por el miedo, un término que aparece a menudo en la Biblia y que, junto con sinónimos como temor, terror, espanto, angustia, ansiedad, consternación, preocupación, inquietud y horror, llega a representar una constante inminente. Y no solo eso: en la Biblia, el miedo es tanto mayor cuanto más cercana es la presencia de Dios.

 

Así, por ejemplo, el libro del Génesis hace decir a Jacob: «Ciertamente, el Señor está en este lugar y yo no lo sabía», y señala que Jacob «tuvo miedo y dijo: ¡Qué terrible es este lugar!» (Génesis 28,16-17).

 

El miedo es un ingrediente indispensable de toda teofanía, no en vano las primeras palabras dirigidas a los humanos son, en la mayoría de los casos, «no temas», como dijo el arcángel Gabriel a María, palabras que solo tienen sentido si antes existe, precisamente, el miedo instintivo.

 

Pero, ¿qué significa que el miedo sea un dios, como afirma el politeísmo griego, o que esté estrechamente asociado a la presencia divina, como afirma el monoteísmo judío?

 

Significa que es más poderoso que nosotros, los humanos, y que, sin embargo, al mismo tiempo nos atrae.

 

Si solo fuera más poderoso sin ejercer atracción, sería un monstruo, un titán, un demonio, no un dios. Pero no, nos asusta y al mismo tiempo nos atrae, según la dialéctica de lo divino identificada hace un siglo por Rudolf Otto: mysterium tremendum y mysterium fascinans, es decir, algo más grande ante lo que temblamos y que al mismo tiempo nos fascina.

 

Cuando se habla de «divino», mucho antes de todas las discusiones teóricas sobre la existencia o inexistencia de Dios, es precisamente esta experiencia contradictoria la que nos viene a la mente.

 

Porque una cosa es segura: Dios puede no existir, pero que existe lo divino (el inmenso misterio del ser del que estamos hechos y que nos hace vivir y morir) es indiscutible. Lo manifiesta el miedo, así como el amor, la guerra, la naturaleza salvaje, el poder, el arte, la medicina y todas las experiencias vitales más intensas.

 

El miedo nos asusta, pero al mismo tiempo nos fascina: de otro modo no se explicarían las producciones culturales y de entretenimiento que se basan en esta emoción, empezando por los thrillers y el terror, y antes aún por los antiguos cuentos que querían asustar a los niños con la bruja, la reina malvada, el lobo, el ogro y tanta violencia.



Quizás incluso estos días tan difíciles, a la sombra de la guerra, contienen un halo de fascinación ambigua, por lo que todos tenemos miedo, pero al mismo tiempo sentimos una especie de tensión emocional, por no decir excitación. Nos encontramos ante la carga reveladora contenida en esas experiencias límite que Karl Jaspers denominaba «situaciones límite».

 

Pero si el miedo es un dios, ¿cómo nos comportamos ante un dios? En primer lugar, se teme al dios. Y en este temor, que no es terror sino sentido de las dimensiones, se adquiere sabiduría.

 

De hecho, está escrito: «El principio de la sabiduría es el temor del Señor» (Proverbios 9,10). En el dintel del templo de Delfos estaba grabada la máxima que tanto impresionó a Sócrates: «Conócete a ti mismo». Parece que en origen se trataba de una advertencia a todos los fieles para que nunca olvidaran su condición mortal: conócete a ti mismo, es decir, tu fragilidad, tu destino a la muerte.

 

A partir de Sócrates, sin embargo, la máxima se entendió como una exhortación a profundizar en nuestra naturaleza, ese misterio de un pedazo de materia que se descubre radicalmente diferente de cualquier otro pedazo de materia y de cualquier otro ser vivo, ya que está habitado por vida interior, emociones, sentimientos, conocimiento, ideales.

 

Así, la advertencia délfica «Conócete a ti mismo» comenzó a transformarse en una pregunta: ¿Quién soy yo? Como ser humano, ¿qué soy?

 

La respuesta que dio Sócrates y con él Occidente fue: tú eres tu alma. El término «alma» se refiere a nuestra interioridad, esa misma dimensión que nos hace sentir miedo, pero también pasión, emoción, amor.

 

También se podría decir que somos nuestro corazón. Y es precisamente del término latino para corazón, “cor”, de donde proviene «coraje», el antídoto contra el miedo.

 

Valentía significa acción del corazón. No es lo contrario del miedo, porque lo supone; es la superación del miedo, porque lo vence.

 

Sin miedo no se puede tener valentía, se tiene temeridad, es decir, imprudencia e ignorancia, porque se ignoran las valiosas informaciones que provienen de la emoción del miedo. Solo teniendo miedo se puede generar la acción del corazón llamada valentía.

 

El contacto con el peligro nos puede hacer comprender quiénes somos: somos una mente asustada, es cierto, pero también podemos ser una mente que discierne ese miedo y lee su información, y llegar a ser un corazón que supera el miedo mediante el valor, es decir, la acción disciplinada e inteligente que no ignora los peligros de la realidad, sino que precisamente por eso sabe reconocerlos y derrotarlos.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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