La inspiración contracorriente y transformadora de las bienaventuranzas - San Mateo 5, 1-12 -
«Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña...».
La página de las bienaventuranzas, texto evangélico que cada año se repite en la Fiesta de Todos los Santos, presenta ante todo la mirada de Jesús, una mirada que no solo ve lo invisible, sino que ve de manera diferente lo que otros ven.
Su mirada, que encuentra elocuencia en las bienaventuranzas, rehabilita condiciones consideradas indignas, humillantes, marcadas por una vergonzosa debilidad, en la sociedad de la época.
Tanto lo humano como lo divino son vistos por Jesús con un ojo particular, que trastoca las miradas habituales tanto sobre el hombre como sobre Dios.
San Pablo dirá, después de haber conocido la ceguera que le hará capaz de ver, después de haber reconocido que la luz que le guiaba no era más que oscuridad y que su mirada estaba viciada por el mal celo: «Dios ha elegido lo que es necio para el mundo para confundir a los sabios; Dios ha elegido lo débil del mundo para confundir a los fuertes; Dios ha elegido lo ignominioso y despreciado del mundo, lo que no es nada, para reducir a la nada las cosas que son» (1 Cor 1,27-28).
La lógica de la cruz, de la muerte y la resurrección, aún invisible a los ojos de la mayoría, ya está presente en las palabras y en la vida de Jesús y emerge en las bienaventuranzas.
San Mateo sitúa las bienaventuranzas al comienzo del ministerio de Jesús. Sin embargo, estas palabras parecen más adecuadas para un momento avanzado de la vida de un hombre, porque son el fruto de una larga maduración, de un trabajo interior arduo y, sobre todo, profundo. Pero San Mateo las sitúa al principio, casi como si se tratara de una especie de discurso programático.
En cualquier caso, las bienaventuranzas son el resultado de un trabajo interior, de reflexión, de observación de lo humano, de lectura de uno mismo, de comprensión de Dios, de un ejercicio de traducción a la práctica de la figura de Dios aprendida de las Escrituras, de un ejercicio de conexión entre la voluntad de Dios que surge de la meditación de las Escrituras y la vida cotidiana de las personas, los pescadores y las amas de casa que aparecerán en sus parábolas, los viñadores y los campesinos que formarán parte de sus narraciones sobre Dios, los enfermos físicos y psíquicos hacia los que mostrará una actitud que no se inventa en el momento, sino que nace de una larga maduración.
Sus palabras también muestran haber pasado por una larga y oculta gestación, gestación que tampoco el Evangelio hace visible, o mejor dicho, solo permite adivinar, porque no nos dice nada o casi nada sobre lo que Jesús hizo y vivió antes de su ministerio público.
Al situar las bienaventuranzas al comienzo de la actividad pública de Jesús, San Mateo nos sugiere la formación de la humanidad de este hombre en el tiempo que precedió a los acontecimientos de los que hablan las narraciones evangélicas.
Jesús habla como sabio, enseña, dice San Mateo, habla como maestro.
Las bienaventuranzas son ante todo una enseñanza. La enseñanza es transmisión de vida y nace de una experiencia. Jesús comunica a los discípulos lo que ha vivido, donde vivido no significa simplemente sucedido, sino elaborado, revivido interiormente, pensado y puesto ante Dios. Lo vivido no es realmente tal si no se revive en el corazón, en la mente, en el alma.
No basta con llorar o ser perseguidos para ser bienaventurados. Para decir que los pobres, los mansos o los perseguidos son «bienaventurados» y añadir la motivación, «porque», es necesario haberlo vivido no solo exteriormente, sino también interiormente.
El hombre no vive de hechos, sino de historia, no vive de crónicas, sino de narraciones. Decir «bienaventurados» y añadir «porque» implica un trabajo interior y espiritual que ha forjado una competencia, un saber y una sabiduría. Ha forjado un hombre libre, que sabe hacer algo positivo incluso de situaciones de llanto, de dolor, de fatiga.
Enseñar es indicar un camino a seguir, a recorrer. Y así, las bienaventuranzas son una invitación y un estímulo: vosotros, los pobres, vosotros, los misericordiosos, vosotros, los afligidos, vosotros, los perseguidos, vosotros, los mansos, no os desaniméis, sino caminad, seguid el camino, seguid adelante, mantened la mirada fija en la meta, dejad que os atraiga lo que tenéis delante y no os dejéis frenar por lo que hay detrás, caminad confiando en estas palabras de Jesús que abren un horizonte de vida.
Este camino de felicidad es el camino hacia lo esencial, hacia la sencillez. El Hermano Roger de Taizé expresó muy bien el carácter propio de este camino de las bienaventuranzas:
«Lo que hace feliz una existencia es avanzar hacia la sencillez: la sencillez de nuestro corazón y la de nuestra vida. Para que una vida sea bella, no es indispensable tener capacidades extraordinarias o grandes posibilidades: el humilde don de la propia persona nos hace felices».
Enseñar es también prometer. Es poner por delante un futuro, es ofrecer ahora las condiciones para lo que podrá ser verdad mañana. Las bienaventuranzas, como promesa de felicidad, son una invitación a la belleza, a trabajar la propia vida hasta convertirla en una obra maestra.
Pero más que de felicidad, el hombre necesita sentido, y las bienaventuranzas, como promesa, atestiguan que se puede encontrar sentido incluso en lo absurdo del dolor, que el mundo se puede vivir incluso en lo insoportable de la persecución, de la violencia sufrida, de las situaciones de guerra y no de paz.
Revelaciones de la experiencia de Jesús, las bienaventuranzas se convierten en revelaciones de la vida que nos es posible si encontramos raíces en la humanidad de Jesús. Entonces comprendemos que también la persecución y la aflicción, la ausencia de paz y la falta de justicia, la fealdad y la ausencia de santidad, son situaciones que pueden abrir a la bienaventuranza enseñándonos a trabajar por la paz, a practicar la misericordia, a vivir con mansedumbre.
Las bienaventuranzas nos enseñan que también hay una enseñanza en la realidad, nos enseñan a aprender de la realidad misma, incluso de las realidades dolorosas y amargas, como a menudo hizo el mismo Jesús, el hombre de las parábolas. Y como los poetas entienden mejor que los teólogos y exégetas.
La autoridad de la enseñanza de Jesús no es un conocimiento abstracto, sino la comunicación de una experiencia vivida; no es una enseñanza sobre Dios, sino una revelación de algo de Dios; no es un discurso ajeno al hombre, sino la indicación de un camino que el hombre puede recorrer.
Las bienaventuranzas son una palabra que sintetiza quién es Jesús mismo (Jesús es el hombre de las bienaventuranzas; la primera clave de lectura de las bienaventuranzas es cristológica), pero también son una palabra que revela quién es Dios (Jesús se expresa con extrema autoridad sobre Dios: afirma que el Reino de los cielos, es decir, de Dios, pertenece a los pobres de espíritu y a los perseguidos por la justicia, dice que los puros de corazón verán a Dios, que los pacificadores serán llamados hijos de Dios).
Y, por último, las bienaventuranzas revelan también cuál es el camino hacia una humanidad humanizada, una humanidad capaz de narrar a Dios: pobreza de espíritu, mansedumbre, misericordia, pureza de corazón, pacificación, búsqueda de la justicia hasta asumir e integrar también la persecución y el sufrimiento por causa de la justicia.
En estas palabras, en las que Jesús proclama bienaventurados a los que son mansos y a los que son misericordiosos, está la sabiduría de quien sabe que no basta con realizar un gesto de mansedumbre o de misericordia, sino que hay que perseverar en la mansedumbre, habitar la misericordia, establecer la morada y habitar estas realidades de forma estable para conocer su bienaventuranza.
Hay que amar las bienaventuranzas y permanecer fieles a ellas, obstinadamente, incluso cuando parecen perdedoras, inútiles, improductivas, estériles. Detrás de las bienaventuranzas está la experiencia de quien ha llegado a comprender que estas realidades se bastan a sí mismas, tienen valor en sí mismas, independientemente de lo que cambien en los demás y en la realidad.
Aquí se esconde su fuerza transformadora: nos enseñan a ser misericordiosos, mansos, pobres de espíritu, a asumir la aflicción y la persecución como momentos de seguimiento de Jesús. Las bienaventuranzas nos recuerdan que el único poder que tenemos no es cambiar a los demás, sino a nosotros mismos.
San Francisco de Asís diría aquello de «predicad siempre el Evangelio, y si es necesario, también con palabras». Quien evangeliza es quien vive el Evangelio en primera persona. La pureza de corazón y la pobreza de espíritu, la mansedumbre y la misericordia son fuente de bienaventuranza porque transforman a quienes las viven y perseveran en ellas.
Las palabras de las bienaventuranzas solo pueden decirlas quienes conocen esta profunda labor porque la han realizado. Por eso, tal vez, las bienaventuranzas nos parecen a menudo tan hermosas y tan inalcanzables, tan elevadas y tan lejanas, porque a menudo somos ajenos al trabajo que las ha hecho nacer.
Las bienaventuranzas son el fruto de la purificación de la mirada del corazón, que sabe ver incluso las situaciones de vida absolutamente penosas y dolorosas no solo como una realidad de la que huir o temer, sino como una oportunidad de humanización y de vida evangélica.
Las bienaventuranzas nacen del silencio y del sufrimiento, de la lucha interior y de la soledad. Son palabras cuyo poder se esconde en su verdad inagotable: una verdad probada por el mismo Jesús, que vivió en sí mismo lo que ahora puede proclamar como autoritario y verdadero para todo ser humano.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



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