Que no desfallezca vuestra fe - San Lucas 18, 1-8 -
En el Evangelio de San Lucas, Jesús ya había enseñado sobre la oración al entregar a sus discípulos el Padrenuestro (cf. Lc 11,1-4) y una parábola, luego comentada, sobre la necesidad de insistir en la oración, pidiendo y llamando a Dios, que siempre concede el Espíritu Santo, es decir, lo mejor entre las cosas buenas, lo más necesario para los creyentes (cf. Lc 11,5-13).
En el capítulo 18 se retoma esta enseñanza, a través de la parábola paralela a la del amigo importuno: la parábola del juez injusto y la viuda insistente.
Es necesario orar siempre, dice Jesús. Pero, ¿qué significa orar siempre? Y además, debemos preguntarnos: ¿cómo es posible?
Evadir estas preguntas significa para el creyente eliminar una verdad elemental: la oración es una acción difícil, fatigosa, por lo que es muy común, incluso entre los creyentes maduros y convencidos, dejarse vencer por la dificultad de orar, por el desánimo, por la constatación de no ser escuchados según los deseos, por las vicisitudes de la vida.
Hoy en día, la pregunta no es solo «¿cómo orar?», sino también «¿por qué orar?».
Vivimos en una cultura en la que la ciencia y la tecnología nos hacen creer que los seres humanos somos capaces de todo, que siempre debemos buscar una eficacia inmediata, que la autonomía que Dios nos ha dado para vivir en el mundo nos exime de acudir a Él.
Y también hay que reconocer que, a veces, para no pocos creyentes la oración parece solo el fruto de una angustia indomable, una charla con Dios, una verbalización de sentimientos generados desde lo más profundo de nuestro ser, devoción y piedad en busca de garantías y méritos para nosotros mismos. Hay una oración muy extendida que es fea y falsa: no es la oración cristiana, la que está conforme a la voluntad de Dios, la que agrada a Dios.
Entonces,
más allá de las dificultades naturales que a menudo denunciamos —falta de
tiempo, ritmo acelerado de la vida cotidiana, distracciones, aridez
espiritual—, ¿qué podemos aprender del Evangelio sobre la oración?
En primer lugar, la oración cristiana se enciende, nace de escuchar la voz del Señor que nos habla.
Así como «la fe nace de la escucha» (Rom 10,17), también la oración, que no es otra cosa que la elocuencia de la fe (cf. St 5,15).
Para orar de manera cristiana, y no como lo hacen los paganos (cf. Mt 6,7) es necesario escuchar, es necesario dejar que el Señor que habla nos abra los oídos y acoger su Palabra: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha» (1 Sam 3,9). No hay oración más elevada y esencial que escuchar al Señor, su voluntad, su amor, que nunca debe ser merecido.
Una vez que se ha escuchado, la oración puede convertirse en un pensamiento ante Dios y con Dios, una invocación de su amor, una manifestación de alabanza, adoración y confesión hacia Él.
La oración cambia en cada uno de nosotros según la edad, el camino espiritual recorrido y las situaciones en las que vivimos. Hay tantos modos de orar como personas que oran. Y ¡ay de quien pretenda juzgar la oración de otro!
El sacerdote Elí juzgaba la oración de Ana en la casa de Dios como el balbuceo de una borracha, mientras que era una oración agradable a Dios y escuchada por Él (cf. 1 Sam 1, 9-18).
Por lo tanto, la oración personal es verdaderamente «secretum meum mihi», y la oración litúrgica debe inspirarla, ordenarla, iluminarla y hacerla cada vez más evangélica.
Cuando esto ocurre, la oración debe ser solo insistente, perseverante, no desfallecer, porque tanto si se vive pensando ante Dios o con Jesucristo, como si se manifiesta como alabanza o agradecimiento, o si toma la forma de intercesión por los humanos, siempre es diálogo, comunicación con Dios, apertura y acogida de su presencia, tiempo y espacio en el que el Espíritu de Dios, que es vida, inspira, consuela y sostiene. ¡Por eso hay que orar siempre!
No se trata de repetir constantemente fórmulas o ritos (sería imposible hacerlo continuamente), sino de pensar y hacer todo en presencia de Dios, escuchando su voz y confesando la fe en Él.
Por eso el Apóstol San Pablo, en sus cartas, repite varias veces y con diferentes expresiones el mandamiento: «Orad sin cesar» (1 Ts 5,17); «Perseverad en la oración» (Rm 12,12); «En todo momento, orad con toda clase de oraciones y súplicas en el Espíritu» (Ef 6,18); «Perseverad en la oración y velad en ella, dando gracias» (Col 4,2).
Esto significa permanecer siempre en comunión con el Señor, sintiendo su presencia, invocándolo en el corazón y junto a uno mismo, ofreciéndole el cuerpo, es decir, la vida humana concreta, como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rom 12,1).
Y desde aquí se entiende mejor la parábola del Evangelio.
Hay una viuda (categoría que, junto con el huérfano y el pobre, expresa según la Biblia la condición de quien no tiene defensa, de quien está oprimido) que pide a un juez que le haga justicia, que la libere de su injusta opresión.
Pero ese juez, dice Jesús, «no teme a Dios ni respeta a los seres humanos». Es, por tanto, un mal juez, que nunca habría hecho justicia a favor de esa mujer; sin embargo, en un momento dado, vencido por su insistencia y para que ella dejara de atormentarlo, decide concederle su petición. Lo hace siguiendo su lógica egoísta, para que no lo moleste más.
Al final de esta breve parábola, Jesús se convierte en exégeta y, con autoridad, plantea una pregunta a sus oyentes: «Si esto ocurre en la tierra por parte de un juez al que no le importa ni la justicia humana ni la Ley de Dios, ¿acaso Dios, que es juez justo, no escuchará las súplicas y los gritos de los llamados por él a ser su pueblo, su comunidad y su asamblea en alianza con él? ¿Acaso tardará en intervenir?».
Con estas palabras, Jesús confirma la fe de los creyentes en Él e intenta calmar su ansiedad y sus dudas sobre el ejercicio de la justicia por parte de Dios.
La comunidad de San Lucas, de hecho, pero también nuestras comunidades actuales, tienen dificultades para creer que Dios es el defensor de los pobres y los oprimidos. La injusticia sigue reinando y, a pesar de las oraciones y los gritos, nada parece cambiar.
Pero Jesús, con su fuerza profética, asegura: «¡Dios les hará justicia rápidamente!». El juicio de Dios vendrá, vendrá sobre todos como su intervención repentina y llegará rápidamente, en la prisa escatológica, aunque a nosotros, los humanos, nos parezca que tarda. «A tus ojos, oh Dios, mil años son como ayer», canta el salmo (90,4), y es cierto que para nosotros los humanos no es como para Dios, pero esperamos ese día que, aunque parezca tardar, vendrá rápidamente, sin demora (cf. Ab 2,3; Hb 10,37; 2P 3,9).
Por lo tanto, la perseverancia en la oración tiene sus efectos, no es inútil, y siempre hay que recordar que Dios es un juez justo que ejerce el juicio de una manera que por ahora no conocemos.
Somos miopes y ciegos cuando tratamos de ver la acción de Dios en el mundo, y sobre todo la acción de Dios en los demás... Pero para Jesús la oración es la otra cara de la moneda de la fe porque nace de la fe y es elocuencia de la fe.
Por eso sigue una última pregunta, no retórica, que indica la inquietud de Jesús sobre la aventura de la fe en el mundo: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará la fe en la tierra?».
Una pregunta que también nos inquieta a nosotros, que a veces tenemos la impresión de ser los últimos cristianos en la tierra y tememos que nuestra fe se debilite. Nada está garantizado, nada está asegurado y, lamentablemente, hay cristianos convencidos de que la Iglesia seguirá siempre presente en la historia. Pero, ¿quién lo asegura, si ni siquiera la fe está asegurada?
Dios ciertamente no abandona a su Iglesia, pero Ésta puede convertirse en una no-Iglesia, hasta el punto de disminuir, desaparecer y disolverse en la mundanidad, tal vez religiosa, sin seguir siendo la comunidad de Jesucristo, el Señor.
La llamada de Dios es siempre fiel, pero los cristianos podemos volvernos incrédulos, la Iglesia puede renegar del Señor.
Cuando
leemos nuestro hoy, ¿podemos acaso no denunciar la debilidad de la fe como
confianza, adhesión, fe en la humanidad y en el futuro, antes incluso que en el
Dios vivo?
Y si falta la confianza en la humanidad y en el futuro, ¿cómo podremos cultivar la confianza en el Otro, en el Dios que no vemos (cf. 1Jn 4,20)?
La tentación de abandonar la fe es cotidiana y está presente en nuestros corazones.
Por lo tanto, no nos queda más remedio que renovar la fe, con la esperanza en la venida de Jesús, Hijo del hombre, Juez justo, y con el amor fraternal vivido atrayendo del amor de Jesús, amor fiel hasta el final (cf. Jn 13,1), para todos los seres humanos.
Por eso he titulado a esta reflexión siguiendo aquella advertencia de Jesús a Pedro en el Evangelio de San Lucas (22,32): “yo he pedido por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, cuando recuperes la confianza, ayuda a tu hermanos a permanecer firmes”.
Señor, ora para que no venga menos nuestra confianza.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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