Un cristianismo que acoge y habita la pluralidad
¿De dónde proviene la dureza cultural, la incapacidad de convivir con la diversidad de opiniones, la intolerancia hacia el pensamiento plural?
Desarrollar procesos educativos capaces de ayudar a las personas a relacionarse de manera serena con quienes piensan de manera diferente, con un pensamiento inclusivo, es uno de los grandes retos de la cultura contemporánea.
A pesar de que la época de las ideas fuertes ha terminado hace tiempo, la capacidad de convivir con un pensamiento diferente sin quererlo distorsionar y adaptarlo a nuestro propio esquema de referencia parece una tarea ardua.
Esta dificultad se observa en las relaciones de la vida cotidiana, que se han vuelto cada vez más complejas.
El rechazo del otro puede interpretarse como una forma de defensa de la propia identidad, en un contexto en el que la multiplicidad de posiciones ya no permite sintetizar y asimilar de manera coherente la diversidad, que nos llega de forma masiva. Entonces, resulta cada vez más fácil posicionarse en contra de alguien o algo, en lugar de aprender a convivir con las diferencias.
Esta actitud de dureza cultural incluso hasta impacta más cuando proviene de quienes se definen como cristianos. La intolerancia que se expresa hacia quienes piensan de manera diferente sobre un aspecto de la religión alcanza a veces niveles paroxísticos.
Sin embargo, hay un aspecto de este problema que merece una reflexión más profunda. Este aspecto se refiere a la intolerancia, o mejor dicho, a la incapacidad de aceptar la diversidad de interpretación del otro.
Cuántas divisiones han surgido en la historia de la Iglesia a causa de este punto fundamental. Nos preguntamos por qué la interpretación de un determinado texto del Evangelio puede ser diferente, o puede tener más interpretaciones. Aún más. Hay quienes se escandalizan por la diversidad de enfoque litúrgico de un lugar a otro y quienes entran en crisis de fe… cuando ya no encuentran las cosas en su sitio en la Iglesia.
Por eso nos cuesta tanto dejarnos contaminar por las riquezas que el otro trae consigo, y hasta hacemos todo lo posible por defender la pureza cultural, la originalidad de una especificidad que llegamos a defender incluso de forma agresiva.
¿Por qué esta dificultad para aceptar la diversidad y convivir con la diversidad de interpretaciones?
En mi opinión, el problema tiene su raíz en la forma de concebir la verdad, es decir, todo surge del tipo de idea que nos hemos formado sobre el concepto de verdad.
Simplificando quizá hasta en demasía, existe una idea de la verdad tomada de la filosofía y otra del Evangelio.
La tomada de la filosofía y, en especial, de la metafísica clásica, nos enseña que la verdad es absoluta, perfecta, única e irrepetible, estática y uniforme. Quien piensa en la idea de la verdad en estos términos puede dormir tranquilo, porque vive en la ilusión de que nada cambiará, de que sus puntos de referencia siempre serán los mismos.
El concepto de verdad elaborado por la tradición occidental se contrapone al movimiento y a la realidad material. Se trata, en definitiva, de un concepto de verdad ahistórico, que no tiene en cuenta la realidad, sino que la sobrepasa, la ignora.
Una verdad así gusta a quienes tienen dificultades para adaptarse a los cambios, a quienes están acostumbrados a imponer su idea, a quienes no toleran que se les contradiga, porque creen tener la verdad en el bolsillo.
Una verdad inmutable, de hecho, es reconocible en la misma forma en todas las épocas y en todos los tiempos. Se trata de ese tipo de verdad axiomática, que no admite discusiones: es así y punto.
De esta visión de la verdad como idea fija y permanente surge la elaboración de valores indiscutibles. Una idea similar de la verdad surge de lo que el filósofo y poeta francés Charles Péguy definía como la monstruosa necesidad de seguridad.
Desde esta perspectiva, no se trata de buscar la verdad, sino de defenderla. Si, de hecho, la verdad se plantea como algo indiscutible, entonces no nos queda más remedio que protegerla y defenderla de los ataques de quienes la cuestionan.
La verdad que encontramos en el Evangelio es, sin embargo, de otro tipo. En Jesucristo, Dios se ha hecho presente y ha venido a habitar entre nosotros. Esto significa que si queremos comprender la verdad de Dios manifestada en Jesucristo, que es para los cristianos la única posibilidad de comprender la Verdad, debemos mirar los acontecimientos históricos que han caracterizado su vida.
Se trata, por tanto, de un enfoque que se encuentra en las antípodas del enfoque filosófico. Si, de hecho, en la perspectiva metafísica, la Verdad, para ser conocida, necesita un esfuerzo de abstracción de la realidad, para la verdad que encontramos en el Evangelio, la atención a la realidad y a la dimensión histórica es fundamental.
Y referirse a la realidad y al camino de la historia significa tener en cuenta el cambio. Las verdades de tipo histórico cambian con el tiempo porque están sujetas al camino de la historia, a los cambios culturales, a las dinámicas de la historicidad.
Para captar su esencia y la universalidad de su mensaje es necesario, por lo tanto, verificar continuamente su impacto con los acontecimientos históricos, la novedad que los acontecimientos traen consigo.
Si Dios se ha ofrecido como don en la historia de Jesús, esto significa que, precisamente por ser un don, nunca es totalmente alcanzable por la percepción humana. Siempre hay algo que se nos escapa y que permanece ajeno a nosotros en la manifestación de la Verdad evangélica.
Por eso, quienes siguen al Señor no pueden sino levantarse e ir tras Él durante toda la vida. No hay, pues, experiencia o situación que pueda agotar la posibilidad de conocimiento que el Señor ha introducido en la historia, sino que hay un camino lento que debe recorrerse.
En esta perspectiva histórica, para conocer la verdad del Evangelio cobran una importancia fundamental los testigos, tanto los que vivieron en la época de Jesús como los que captaron aspectos significativos de Él incluso después de su muerte.
De hecho, el Señor ha resucitado y, por lo tanto, es el vivo que camina con nosotros hasta el fin de los tiempos y, hasta que los tiempos no terminen, estará presente en la historia para encontrarse con los hombres y las mujeres en el camino de la vida.
Entonces, siguiendo al Señor, escuchando a sus testigos, se puede afirmar con tranquilidad que siempre hay y siempre habrá algo que aprender, porque la Verdad que el Señor ha dado y sigue dando a la humanidad nunca se agota.
Los amigos y amigas del Señor son buscadores de la Verdad, animados por esa disposición que nos abre a la novedad, conscientes de que la Verdad nos liberará de todo intento de fijarla con formas históricas y culturales.
Es el mismo Señor Jesús, la Verdad hecha hombre, que vino a habitar entre nosotros, quien nos ha ofrecido el método para conocerla en profundidad. Al venir a habitar entre nosotros, Jesús nos reveló en primer lugar que es la historia, los acontecimientos históricos, el lugar donde conocer y amar la Verdad.
Lo que era inconcebible para los filósofos griegos se hizo realidad en Jesucristo.
El estilo de Jesús nos revela además que para conocer la Verdad hay que ponerse en camino. Esto significa que, lejos de ser una verdad axiomática, la Verdad que encontramos en el Evangelio exige tiempo, escuchar la realidad presente, prestar atención.
Esta dimensión del camino nos dice que lo que encontramos más adelante en el camino de la vida o lo que encuentran hoy los hombres y las mujeres no es mejor ni diferente ni contradice lo que captábamos en el pasado.
De hecho, hay una relación de continuidad y diferencia en la Verdad que se revela en la historia. Continuidad entre el Evangelio y lo que el Espíritu Santo revela a la Iglesia; diferencia por la profundidad de los contenidos que el tiempo trae consigo.
Es lo que, por ejemplo, constatamos en la historia de los dogmas, de aquellas verdades de fe que la Iglesia nos da como fruto de una atenta escucha de la realidad, de la Palabra y de lo que el Espíritu Santo revela a la luz de los acontecimientos históricos.
Siempre en esta perspectiva, es posible comprender el motivo de la pluralidad de interpretaciones que la Escritura ofrece a quienes se acercan a Ella. La riqueza de interpretaciones diferentes y complementarias no disminuye la profundidad de la verdad del texto sagrado, sino que, por el contrario, enriquece su calidad y revela su esencia.
La búsqueda de la Verdad presente en la persona de Jesucristo, manifestada en la historia de los hombres y las mujeres, nos convierte en personas dinámicas, atentas a valorar la pluralidad de las manifestaciones de la Verdad, que siempre es más grande que nosotros.
La pluralidad de manifestaciones, lejos de ser una contradicción de la realidad de la verdad, representa, por el contrario, el sentido profundo de su significado.
No se entiende, entonces, cómo aquellos que se definen como seguidores de Jesús, es decir, los cristianos, no son por antonomasia personas abiertas y acogedoras, capaces de vivir en cada momento y en cada circunstancia de la vida la diferencia.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF





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