De la charlatanería y de la verdad en nuestra política
Las mentiras y los engaños siempre han formado parte de la política.
Platón admite la nobleza de la mentira cuando su objetivo es la armonía social y el bien común, y también Maquiavelo reconoce que la simulación y el engaño están permitidos cuando son útiles para la estabilidad del Estado.
Hoy también, no sé si más o menos que nunca, la política deforma la realidad, la distorsiona y engaña a los ciudadanos con narrativas al servicio exclusivo de quienes tienen el poder y quieren conservarlo o conquistarlo, por cualquier medio.
Pero me cuesta, cuando escucho las declaraciones desenfadadas de demasiados políticos de hoy en día, considerarlas mentiras: no tienen en absoluto la «dignidad» de las mentiras. Y me explico.
Las mentiras en política exigen por parte del mentiroso un conocimiento preciso de la verdad y la capacidad de construir una verdad alternativa verosímil y, por lo tanto, creíble. Max Weber, por ejemplo, decía que a veces en política no se puede decir toda la verdad cuando está en juego el bien colectivo y que a veces es necesario callar o mentir.
Y en cambio lo que escucho a diario es otra cosa: son narraciones indiferentes a lo verdadero y lo falso, y su único propósito es persuadir, convencer y obtener consenso: su función no es la búsqueda del bien común, sino la celebración de la autoridad, la inteligencia, la clarividencia y la omnipotencia de quienes las producen.
Técnicamente, estas formas de expresión, que tienen mucho éxito, entran en la categoría de la charlatanería o de las tonterías. Así lo afirma el filósofo que voy a citar a continuación.
El productor más destacado es, obviamente, Donald Trump, que se proclama omnipotente, con Dios reducido a la función de subsecretario personal. Donald Trump es emulado por una serie de expertos y expertas que están avanzando rápidamente en el sector: los conocemos y no los voy a enumerar. Así no ofendo ni a centro ni derecha ni a izquierda. Ni a los nacionalismos autóctonos ni a aquellos nacionales.
Las tonterías sostienen las autocracias, que tienen una ventaja sobre las democracias liberales: los ciudadanos deben callarse y las tonterías son competencia exclusiva del jefe. En cambio, las democracias liberales permiten que todos, grandes y pequeños, tomen la palabra, lo que genera cierta confusión, y es difícil establecer una clasificación de quién dice las mayores tonterías.
El tema de las tonterías rampantes ha adquirido tal importancia en la política que incluso la filosofía se ha ocupado del fenómeno.
Me acordé de haber leído un ensayo filosófico que se convirtió en un éxito de ventas en su momento. El ensayo es de 1986 “On bullshit” y fue traducido al castellano: merece una lectura minuciosa.
El título es perentorio e inequívoco: «Sobre la charlatanería y sobre la verdad». La actualidad del tema es absoluta. Harry Frankfurt, el valiente e irreverente filósofo autor del ensayo, fallecido en 2023, advierte que las tonterías destruyen la verdad y nos acostumbran a la indiferencia hacia lo verdadero. Y la indiferencia hacia la verdad se convierte en una forma de poder.
Las razones de la proliferación en la política de tanta basura inquietante y sin sustancia son bastante simples: las emociones prevalecen sobre las explicaciones, se exageran las expectativas, se complacen las frustraciones de la gente y se construye un futuro que cura todos los males.
La realidad factual sugiere que las cosas no son así, pero no importa: en un mundo en el que el pensamiento crítico y racional molesta, prevalece el lenguaje persuasivo de los demagogos.
Alguien ha afirmado, con razón, que hoy en día el debate político se hunde en el triste pantano de las tonterías.
Una última cosa, quizá hasta determinante. El problema no son las vacuas tonterías de los charlatanes y de los mentirosos que infestan la política: el problema son los ciudadanos que los escuchan y los votan, y son muchos.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




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