Tener la suficiente lentitud
Vivimos inmersos en una carrera continua. Cada día transcurre con la misma frenética actividad: reuniones, plazos, notificaciones, objetivos. Ya no hay distinción entre horario laboral y tiempo personal.
Trabajamos incluso cuando no deberíamos, respondemos a mensajes por la noche, nos sentimos culpables si nos tomamos una tarde de descanso. El tiempo, que antes pertenecía a las personas, hoy pertenece a las empresas, a los algoritmos, a los ritmos impuestos por un mercado que nunca duerme.
Siempre hemos pensado que la mayor conquista fue la de las ocho horas: ocho para trabajar, ocho para vivir, ocho para dormir. Un equilibrio sencillo y humano. Pero, viendo la realidad actual, ese principio parece un recuerdo lejano. Las ocho horas ya no son suficientes, y a menudo ni siquiera lo son las veinticuatro. El trabajo se ha colado en todos los espacios de nuestra vida: en casa, en nuestros pensamientos, incluso en los momentos de descanso.
La velocidad se ha convertido en la nueva medida del valor. Quien va despacio se queda atrás, quien reduce la velocidad corre el riesgo de quedar excluido. Pero a fuerza de correr, hemos perdido la capacidad de entender hacia dónde vamos.
Llenamos nuestra vida de actividades, objetivos y plazos, pero la calidad de lo que hacemos —y de lo que somos— se va diluyendo. Trabajamos para acumular tiempo libre que luego no sabemos cómo disfrutar, porque nuestra mente sigue atrapada en ese ritmo incesante que nos ha moldeado.
La paradoja es que este frenesí no solo viene de arriba. Se ha convertido en un hábito colectivo. Incluso aquellos que podrían reducir la velocidad, a menudo no pueden hacerlo. Sentimos la obligación de «ser productivos» incluso en nuestro tiempo libre: cursos, deportes, compromisos, viajes programados como proyectos. Hemos interiorizado la lógica del rendimiento hasta convertirla en un estilo de vida.
Pero detenerse no significa rendirse. Reducir el ritmo no es un lujo, sino un acto de resistencia. Es decir no a un sistema que reduce al ser humano a una suma de resultados. Es una forma de recordar que la productividad no puede ser la única medida de la vida.
Cuando pensamos nos damos cuenta de que la petición más profunda, bajo cada reivindicación en el ámbito laboral, casi suele ser siempre la misma: tener tiempo. Tiempo para uno mismo, para la familia, para respirar. Muchas de las luchas, en el fondo, giran en torno a esto: el derecho a vivir sin ser aplastado por el ritmo.
Quizás hoy en día, además de no pocas ni poco importantes reivindicaciones, deberíamos volver a hablar también de esto: la gestión del tiempo, el derecho a la lentitud, a la desconexión, a la calidad de vida.
Porque no basta con tener un trabajo: también hay que tener la posibilidad de vivirlo de forma humana. El futuro del trabajo no puede ser solo digital, ágil o automatizado, también debe ser sostenible para las personas.
El tiempo es nuestra verdadera riqueza, pero lo tratamos como un bien de consumo. Lo desperdiciamos, lo perseguimos, lo vendemos. Deberíamos aprender a considerarlo, en cambio, como un bien común, que hay que proteger, compartir y respetar.
Quizás la verdadera libertad comienza cuando dejamos de perseguir la productividad y volvemos a perseguir el sentido. Cuando comprendemos que la vida no es una carrera que hay que ganar, sino un equilibrio que hay que construir. Cuando redescubrimos que el tiempo, más que un recurso, es la esencia misma de lo que somos.
Porque, al fin y al cabo, la lentitud no es solo una forma de vida. Es una forma de dignidad. Es el derecho de cada persona a vivir su propio tiempo, sin tener que justificarlo ante nadie.
La lentitud no es precisamente detenerse, a veces es el movimiento de un sentir y un pensar que «ruge alrededor» de las personas, los momentos, los problemas. Alrededor, sin tomar, sin atravesar, pero un poco distante, para reflexionar y escuchar. También los silencios y los gemidos; también los estremecimientos y los impulsos contenidos.
Nos damos cuenta de nosotros mismos y de lo que nos mueve por dentro; nos esforzamos por corresponder con atención a las expectativas de los demás. La expectativa de que se haga el bien y no el mal, de la que habla Simone Weil en “La persona y lo sagrado”. Entonces, incluso elegir y posicionarse, hacerse presente, será una conciencia madurada en los encuentros.
Sin una cierta lentitud, se corre el riesgo de no captar la expectativa sobre uno mismo, hacia uno mismo. Y uno se pierde en los objetivos, en los éxitos y en los logros. Sin lentitud no hay viaje, no hay camino de vida, solo quedan etapas y metas, usos y medios. La existencia es encuentro, verdad y descubrimiento.
Las aceleraciones provocan indiferencia, los remolinos difuminan las formas y los colores. La indiferencia es (también) juicio y justificación rápida: el valor propio de las personas (y las cosas, y las situaciones, y las pruebas) se da, en cambio, en las experiencias de lentitud.
Y en esas experiencias, se aprecia no solo el valor que le damos al movernos, concentrados y rápidos, hacia objetivos, conquistas, alturas, roles y méritos. También se aprecia el encuentro y el regalo, el reconocimiento y las cosas bien hechas tantas veces de modo artesano y paciente.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



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