Ejercicio de la autoridad en nuestra Iglesia
Dentro de la Iglesia, el tema del poder es una cuestión muy delicada, cargada de consideraciones ideológicas que pueden favorecer los abusos y la arbitrariedad en el ejercicio de su función.
El propio término «poder» puede producir, en
algunos entornos, miedo o juicio. Esta ignorancia puede ser la causa de un
ejercicio del poder en sus formas degenerativas: de dureza, de dominio o, por
el contrario, de evitación o acedia.
Los documentos eclesiales recuerdan la necesidad de
una formación específica para aquellos que están llamados a asumir funciones de
gobierno.
«Sería
importante incluir en la formación continua una seria iniciación al gobierno,
ya que esta tarea se confía a veces de forma improvisada y se lleva a cabo de
manera inadecuada y deficiente» (Congregación para los Institutos de
Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Para vino nuevo odres
nuevos. Desde el Concilio Vaticano II, la vida consagrada y los retos aún
pendientes 2017).
Sin embargo, el riesgo es repetir modelos de gobierno
y liderazgo eclesial que ya no son adecuados.
A esto se añade la cuestión de la madurez de los
sujetos, como ya analizaba
puntualmente San Gregorio Magno a finales del siglo VI en La Regla Pastoral.
La reducción del número de religiosos y religiosas
también determina la dificultad de encontrar entre ellos figuras adecuadas para
asumir funciones directivas dentro de las numerosas obras que aún gestionan los
Institutos y Congregaciones.
La sinodalidad, como llamada e invitación de la Iglesia en este momento y como
replanteamiento profundo del ejercicio de la autoridad y el poder en los
contextos eclesiales, representa un desafío profético que requiere
una postura adulta.
La sinodalidad no deja espacio a infantilismos que
inevitablemente se oponen a ella, ignorándola o presentando críticas o
cuestiones alimentadas más por el sistema vigente que por la escucha de los
signos de los tiempos.
Ante la complejidad y la rapidez de los cambios, una
personalidad infantil tiende a buscar con todas sus fuerzas mantener el
control, poder seguir ordenando todo, mantener procesos lineales de camino y de
gobierno.
Por ejemplo, tantas veces se asiste a la creación de
comisiones, equipos, órganos intermedios,…, con sus respectivas funciones, que
se suman a los anteriores según la vía de la especialización, la representación
o la diversidad de los roles jerárquicos.
Ésta suele ser una articulación que eleva aún más si
cabe la estructura jerárquica, ya que quienes están en la cima consideran que
deben/pueden determinar la acción de cada uno de sus componentes.
Esto genera la ilusión de control pero en realidad
determina su pérdida total. De hecho, se pasa de estructuras complejas a
estructuras complicadas. Suelen ser estructuras en las que los
procesos son largos y farragosos, ralentizados por un control desde la cima que
a menudo interviene pasando por encima de todos en base a una legitimidad
superior.
Habría que habitar la complejidad permaneciendo
complejos. De lo contrario se acaba en la complicación, es decir, como los
dinosaurios, criaturas complicadas que no fueron capaces de adaptarse ante un
cambio de época. Permanecer complejos no significa vivir en la complicación
Como tampoco en el caos.
Habitar la tensión del gobierno exige, en este
momento, la madurez de desplazarse al plano de las conexiones, o uniones
sistémicas, aumentando los lugares y los tiempos en los que las partes pueden
encontrarse, responsabilizarse mutuamente y narrarse.
Se trata de habitar la complejidad sin reducirlo todo
a uno, sin anular las diferencias, sino aumentando los lugares para escucharse
e intercambiar aprendizajes.
En este sentido, la sinodalidad anima a vivir la realidad de
forma adulta, sin ser objeto de ansiedades, miedos a la pérdida de control y de
poder. Y garantiza la armonía de forma madura, permitiendo la
coexistencia en el cuerpo eclesial tanto de órganos como de uniones (Ef 4,16).
La especialización diferenciadora era propia de una
época de cristiandad madura, en la que era útil gestionar la multiplicidad de
presencias que había en los territorios. Hoy en día resulta totalmente
disfuncional y un impedimento para una acción eficaz y ágil de anuncio.
A veces nos ocurre que queremos huir de la complejidad
refugiándonos en la simplificación, propia del pensamiento clásico y no del
pensamiento complejo. Las Curias
y sus oficinas representan bien una visión aún clásica de la realidad. Una
visión complicada pero no compleja.
Con el término «simplificación» no me refiero a
menos oficinas o servicios. Al contrario. Es precisamente su proliferación lo
que expresa esa voluntad de poder simplificador, que desea descomponer la
realidad en subelementos para simplificarla y controlarla en nombre de la
eficiencia, de la competencia —de un pequeño grupo de expertos más que en
nombre del sacerdocio común—.
La complejidad reduce porque se encuentra en el
momento presente, la simplificación aumenta porque no tolera la incertidumbre y
lo indeterminado.
A estas alturas ya sabemos que la sinodalidad se
enfrenta a obstáculos tanto teológicos como canónicos que deberán abordar los
expertos. Yo, ciertamente, no lo soy.
Entre ellos se encuentra un verticalismo que encuentra
su legitimidad en clave ontológica.
El Obispo ha alcanzado la plenitud del sacramento del
orden y, ontológicamente, es un ser diferente de todos los demás componentes
del Pueblo de Dios. Sobre estas bases, establecidas por la teología
tradicional, la aplicación de la sinodalidad corre el riesgo de quedarse en un
simple entretenimiento.
Superar la diferenciación ontológica no significa
poner en tela de juicio la estructura jerárquica eclesial, ya que bastaría con
legitimarla de otra manera, reconociendo un carisma propio de guía a algunos
sujetos.
Yo creo que, valga la imagen, se nos pide que
realicemos un acto de ‘profanación’. Es decir, se nos pide, y con urgencia, que
revisemos la carga simbólica asociada a la figura del Obispo.
En un plano antropológico, «profanar» significa
devolver a la disponibilidad del ser humano lo que le había sido sustraído, lo
que no era tocable, utilizable.
La ‘profanación’ neutraliza lo que profana. Porque lo
que se profana pierde su aura y se devuelve al uso. Hablo sí de “profanación” porque
hay que desactivar los dispositivos del poder.
Profanar no significa simplemente abolir y borrar las
separaciones, sino aprender a hacer un nuevo uso de ellas, a jugar con ellas.
Profanar no es quitar valor a un sujeto u objeto, sino
atribuirle nuevos significados, permitir nuevas lecturas, posicionarlo de
manera diferente dentro de un sistema de relaciones.
El hecho de pasar de una distinción ontológica que
establece una distancia insalvable, al reconocimiento de un carisma propio dentro
de una comunión aún mayor, no anularía la estructura jerárquica de la Iglesia,
sino que llevaría a reinterpretar los roles de una manera nueva dentro de las
dinámicas y las relaciones eclesiales.
El tema del ministerio laical, de la
corresponsabilidad en los roles de gobierno y, más en general, de la
sinodalidad, adquiriría así un valor efectivo y no solo afectivo.
Es decir, un reequilibrio entre lo vertical y lo
horizontal que extrae de ambos polos energía transformadora, además de reducir
una carga simbólica que ya no es sostenible ni justificable.
Los dispositivos de poder tratan de sustraer la
posibilidad de profanación, es decir, la oportunidad de abrir nuevos usos,
experiencias y posibilidades. Los dispositivos de poder también hacen deseable
el papel, la verticalidad distintiva y diferenciadora.
El Concilio Vaticano II abrió el camino a una nueva
auto-comprensión de la Iglesia: la eclesiología de comunión. Hoy la teología
trata de retomar este tema subrayando su necesidad a la luz de los últimos
acontecimientos en el ámbito sinodal y ministerial.
Con la eclesiología de comunión toma forma una visión
de la Iglesia diferente de la figura jurídica tradicional. La comunidad
eclesial toma conciencia del carácter único que une a todos los hermanos y
hermanas en Cristo, el llamado «sacerdocio común», sin oscurecer ni
contraponerse al sacerdocio ministerial.
En otras palabras, no se trata tanto de una Iglesia
totalmente ministerial como de una Iglesia totalmente sacerdotal, una Iglesia
Pueblo de Dios.
Los expertos nos dicen que para guiar a una comunidad,
un grupo, un equipo o, más en general, a otras personas, un líder debe ocuparse
al menos de tres dimensiones:
·
la dimensión
estratégica y de orientación,
·
la dimensión
relacional,
·
y la dimensión
decisoria y correctiva.
Incluso se pueden traducir estas tres funciones de
gobierno con los tria munera bautismales, esos elementos de
gracia que cada uno ha recibido en el sacramento inicial de su camino
cristiano, que potencialmente posee cada individuo, no solo un ministro
ordenado.
El Bautismo ha infundido en nosotros un espíritu de
profetas, reyes y sacerdotes.
Un líder eclesial debe reconocer el valor de estos
tres elementos que se pueden sintetizar así:
·
profeta, como la
capacidad de elaborar una estrategia, una visión, dentro de la cual poder
caminar juntos;
·
sacerdote, como
la capacidad relacional, el cuidado de las personas, el saber generar comunión;
·
rey, como el
hecho de conseguir tomar decisiones para ser generativos, transfigurar la
realidad y la autoridad para corregir a quienes actúan en detrimento de los
demás o de la comunidad.
A estas alturas, y después de unos años de experiencia
de gobierno local, provincial y congregacional, ya me he dado cuenta de que
ningún ser humano es capaz de desempeñarlas eficazmente las tres funciones.
Hay líderes más eficaces en el plano relacional, otros
más en el plano estratégico y otros más en el plano decisorio; pueden ser
buenos o desenvolverse bien en una primera o en una segunda función, pero serán
deficientes en la tercera.
Y creo que hay un sano carácter de “incompleto” que
nos caracteriza a todos y cada uno de nosotros. Digo ‘sano’ porque lo no
completo permite que ocurra algo más allá de nosotros mismos. Lo incompleto es
una invitación a la participación, a la corresponsabilidad.
Una autoridad, una institución, genera vida si remite
a algo más allá de sí misma. Y ésta es la cuestión: de la autoridad en
singular, que se remite a sí misma, única referencia, confirmando su poder, a
las autoridades que se remiten unas a otras.
El plural permite otras cosas. Permitir significa lo
que «no se es» sin el otro. La unidad, la comunión, se define dividiéndose, no
reduciendo todo a uno. De este modo se crea un espacio común y compartido para
«ser».
El riesgo que encuentro en algunos Obispos (también en
presbíteros, superiores religiosos y líderes cristianos) es que no toman en
serio esta carencia congénita de su persona, el profundo valor de este límite
grabado en su persona.
Algunos entran en crisis precisamente porque se
sienten obligados a ser capaces en las tres funciones. Se enferman porque se
sienten culpables de no ser lo que no son… y lo que nunca serán.
Sin embargo, para ser buenos líderes, se trata de
aceptar plenamente lo que somos y partir de esta conciencia, reconociendo en
esta limitación la posibilidad de crecimiento de la comunidad.
Un líder está llamado a reconocer la importancia de
las tres funciones de liderazgo, pero también sus propias limitaciones,
fragilidad y comprensión de que esta limitación es una posibilidad para algo
más que uno mismo, para una corresponsabilidad efectiva.
Allí donde el líder sea más débil, será importante
supervisar a aquellos a quienes decida delegar esa tarea o a quienes atribuya
un papel de ayuda y asesoramiento.
Y allí donde el líder sea más fuerte, será necesaria
una supervisión externa sobre él, precisamente para no confiar demasiado en sí
mismo y actuar de forma demasiado directiva, perdiendo de vista algunos
elementos de la realidad.
Porque es donde somos más fuertes donde actúa el
tentador y no donde somos, aunque torpes, simplemente inofensivos.
Un Obispo, por lo tanto, debe reconocer las tres
funciones de guía propias de cada bautizado, y está llamado a hacer que las
tres se realicen, pero no solo él. Él desempeñará un papel de supervisión (episcopè), más que de ejecución o
decisión.
Quiero ir finalizando con una reflexión que, creo,
viene al caso de la comprensión y del ejercicio del poder en la Iglesia.
¿Qué es la Tradición, esa que escribimos con
mayúscula, que no es una simple costumbre o hábito ligado al pasado? ¿Debe
incluirse en el ámbito de la continuidad/círculo o en el de la
discontinuidad/ruptura? ¿Es una referencia a un origen mítico, entendido como
una edad de oro a la que volver, o el origen de un dinamismo siempre nuevo y
actual?
Los grandes fundadores, por ejemplo, San Antonio María
Claret (de cuya Congregación formo parte), tuvieron todos una clara visión
inicial que les llevó a desafiar la realidad para transfigurarla: darle un
rostro humano.
Esta visión no solo les impulsó a actuar a ellos.
Constituyó la base de la participación en esta aventura de muchas otras
personas.
La cuestión del sueño original, del carisma, encuentra
resistencias cuando se pide replantearlo en el presente. El carisma de los
fundadores, aunque constituye una orientación radical, deja espacio para formas
de actualización.
Esta actualización fue solicitada por la propia
Iglesia después del Concilio Vaticano II, sin embargo, en la práctica surgieron
las mayores dificultades: las personas, al igual que los grupos, no siempre
lograron transformar su mentalidad.
A esto se sumó la resistencia estructural de las obras
y empresas dirigidas por los religiosos, y una resistencia, organizada incluso
como fidelidad a la Tradición, que trataba de limitar los avances inevitables y
favorecía la restauración del pasado. En esta etapa, todos invocaban el carisma
del fundador más que dejarse interpelar por él, cada grupo tendía a servirse de
él.
En la Biblia, el término «crear» significa origen, no
comienzo. Si el comienzo o inicio es un punto de partida histórico que se
completa cuando la realidad evoluciona, el origen es una fuente de la que
siempre brota agua nueva.
En este sentido, la verdadera Tradición no consiste en
conservar las cosas intangibles y mudas, sino en despejar el espacio en el que
finalmente pueden abrirse y hablarnos.
La Tradición es una corriente viva y creadora que hace
posible transmitir y dar testimonio. La Tradición es un movimiento incesante de
re-contextualización y reinterpretación: estudiar la Tradición significa, en
primer lugar, buscar la continuidad en la discontinuidad, la identidad en la
pluralidad de fenómenos siempre nuevos que surgen en un proceso de evolución.
Un sueño carismático, como la Tradición, es
continuidad en la discontinuidad, ya que tiene, como Dios, un anhelo profundo y
continuo: hacer que la vida continúe, seguir creando y re-creando.
Nos puede ayudar la distinción entre ‘heredero’
y ‘archivero’.
El ‘archivero’ se limita a conservar,
como si ese comienzo bastara por sí mismo y volviera por sí solo a hablar.
Vive del pasado.
El verdadero ‘heredero’ es aquel que parte de un
vacío, de una carencia, y permite decir otra cosa a partir de esa orden
inicial: decir lo que el fundador no pudo o no le fue permitido decir, hacer lo
que el fundador no pudo o no le fue permitido hacer.
El ‘heredero’ activa una respuesta, en
la que no está en juego la transmisión del conocimiento, sino la continuación
de la vida. Y esto convierte al ‘heredero’ en un ‘traidor’:
la
fidelidad al origen consiste, por tanto, en una ‘traición’ que genera una
ruptura de la recurrencia mortífera de algunas tradiciones para dejar que el
carisma siga hablando hoy en día.
Esta visión del carisma y, por tanto, del motivo ideal
de una institución (congregación, empresa,…) puede purificar algunas formas de
opresión sobre la gestión y devolver a la institución la capacidad de crear
esperanza.
Solo partiendo del origen se puede hacer florecer de
nuevo la creatividad. La organización no demuestra la existencia de un carisma:
la creatividad sí. El carisma no tiene por qué ser grandioso, pero es
necesariamente vital; puede carecer de originalidad, pero siempre será original.
Re-escribir hoy el propio sueño, purificándolo de la
organización de antaño, de las obras del pasado, de…, es vital. No en un plano
ideal, sino de desarrollo y crecimiento, de implicación y participación.
Este sueño pedirá, de hecho, ser narrado y compartido
con cada sujeto que entre en contacto con esa realidad eclesial. Es este sueño
el que legitima la iniciativa, el que autoriza a arriesgarse en el anuncio.
El cara a cara con la propia historia, con la
biografía eclesial de la propia realidad, exige una libertad adulta y sabia.
No se trata de seguir las modas —las tendencias más en
boga en la Iglesia en un determinado momento histórico— ni de encontrar ajustes
meramente funcionales u oportunistas.
Valga la imagen, se trata de una lucha, de un cuerpo a
cuerpo del que salir, como Jacob, una vez habiendo luchado con el Ángel, con
una bendición (un nuevo recurso simbólico con el que operar nuevas narrativas y
determinaciones), un nuevo nombre (una nueva atribución de rol en el sistema
relacional y organizativo) y una herida (un mayor contacto con la propia
realidad y con la realidad en la que se vive).
Una lucha necesaria si se quiere poder perseguir la
vida y garantizarla también para los demás.
Es la misma lucha que se nos exige a cada uno de
nosotros para desprendernos de las narrativas infantiles y convertirnos en
adultos.
Es una lucha sin ganadores, en la que hay que mirar de
frente a nuestra «sombra» (personal u organizativa, entendida como cultura que
hemos interiorizado), en la que hay que mirarnos a fondo sin juzgar,
integrándonos, impidiendo la transferencia de la parte de nosotros que
rechazamos a los demás.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




No hay comentarios:
Publicar un comentario