viernes, 21 de noviembre de 2025

Parroquia: de un sistema cerrado a un sistema abierto.

Parroquia: de un sistema cerrado a un sistema abierto

Hay formas que, con el fin de custodiar y proteger, acaban aprisionando. Y cierta tradición doblega el espíritu de las personas, domesticando su naturaleza y haciéndola blanda y carente de impulso y deseo. Me refiero a esa tradición que lleva a las personas a reproducir continuamente gestos en torno a un centro que ya no es vital. 

Un riesgo similar se aplica también a las formas eclesiales: ante una realidad profundamente cambiada, la falta de replanteamiento corre el riesgo de generar una inercia que ya no es capaz de dar impulso al anuncio y a la expresión de su propia naturaleza cristiana. 

Yo confieso que a mí mismo me costaría mucho asumir un cargo parroquial. En general, lo encontraría poco eficaz desde el punto de vista misionero y, sobre todo, aburrido, particularmente al sumergirme en una maraña de inercias y rutinas que a menudo caracteriza la pastoral. 

¡Y sin embargo, cuánta energía, cuánto compromiso y celo en su mantenimiento! 

Con todo, hay que reconocer que la gran mayoría de la gente se encuentra ahora fuera de esa inercia y no se siente atraída por ella. 

La vida de estas personas ya no transcurre dentro de los planes, los proyectos y las propuestas pastorales parroquiales calendarizadas. Sus tiempos ya no son los tiempos de la estructura. Sus necesidades no son las necesidades de ésta. 

Muchos esfuerzos y energías al servicio de una pequeña parte, de un pequeño resto, ilusionándose con que tarde o temprano los demás también tendrán que reconocer su bondad y ser atraídos a ese círculo. Pero no funciona así. 

De hecho, no se trata del «resto de Israel» bíblico, ya que no se ha comprendido que se está en el exilio, no se capta la diáspora en curso del cristianismo, sino que, por el contrario, se ha permanecido encerrado en el templo. 

El resto está fuera, no dentro: quien es capaz de tener todavía un corazón que no se apaga, pasos aún ágiles y fuertes, no se acerca porque huele el aire, no el de la creatividad y novedad, sino el rancia y rancioso del recinto cerrado. 

El reto seguramente sea pasar del actual modelo cerrado de parroquia a un modelo abierto, que algunos llaman procesual, siguiendo la teoría de los procesos que propone otra vía distinta a la de los proyectos pastorales. 

1.- La parroquia como sistema cerrado 

Un sistema cerrado es un sistema ordenado, regulado, en el que las personas operan dentro de grupos homologados, especializados en un servicio. En este sistema reina un principio de hiperdeterminación, en nombre del orden y el control, que inhibe cualquier vía experimental, cualquier impulso de imaginación creativa y novedosa. 

Se basa en dos principios: el equilibrio y la integración. 

Hay entradas y salidas de energía, de recursos, de inversiones... y el reto y el compromiso consisten en tratar de mantenerlas en constante equilibrio. 

Es un sistema pensado para ser integrado: cada una de sus partes tiene un lugar en el proyecto global; la consecuencia es barrer las experiencias que destacan por ser controvertidas y desorientadoras... en el respeto del proyecto o plan pastoral, palabras educadas pero capaces de sembrar la sospecha en lo que no se integra, haciendo que nada destaque. El énfasis en la integración desalienta la experimentación. 

La sobre-determinación también determina la fragilidad de este sistema. Lo hace inadecuado para el cambio, incapaz de adaptarse a las necesidades del momento, ya que es una forma rígida. A cada elemento se le asigna una función específica que no puede cambiar. 

El sistema cerrado funciona rápidamente y, por lo tanto, necesita estar cerrado en su forma: por eso, cada elemento presente en él debe ser cuantificable, determinado, para equilibrar e integrar bien el todo en poco tiempo. 

El paradigma interiorizado de la parroquia se centra en la integración de las personas que ya están presentes en ella, más que en llegar a otras, en definir con claridad las normas, los procedimientos y el programa de propuestas. 

El control y la estabilidad - léase también equilibrio - son lo que preocupa al gobierno de estas realidades. 

Algunos podrán negar estas afirmaciones, pero si se realiza una evaluación cuidadosa, incluso ellos se encontrarán inconscientemente en esta clasificación: en la definición de las agendas, en la falta de delegación plena de las áreas de la pastoral, en el tiempo dedicado a tranquilizar y motivar a los colaboradores, en la gestión práctica de la agenda,…, donde el año pastoral venidero ya ha sido definido porque se trata de hacer lo que se ha hecho en este año pastoral en curso que, a su vez, repitió lo que se hizo en los años pastorales anteriores. 

La parroquia, se dice, es una «comunidad de comunidades»: un sistema de subsistemas autónomos y especializados que hay que integrar y organizar para que funcione bien. 

Lo que no se tolera es el conflicto: dispersión de energía, obstáculo entre los engranajes. Es mejor callar, pasar por alto, buscar un compromiso rápido o, en el peor de los casos, intervenir para eliminarlo. 

Un modelo de parroquia cerrado no deja mucho espacio para iniciar procesos de evangelización de carácter misionero y sinodal. 

2.- La parroquia como sistema abierto 

Un sistema abierto prevé el encuentro inesperado, el descubrimiento casual, la innovación... Por lo tanto, se libera del equilibrio y la integración. Defiende la diversidad y la disonancia sin tener la ansiedad de ordenar y definir todo. 

El sistema abierto está en constante evolución, pero se mueve lentamente, dejando libertad a los impulsos que surgen de las situaciones. La lentitud del proceso no se corresponde con la velocidad del buen funcionamiento - integrado y equilibrado -. 

Se trata de actuar como exploradores, participando en las líneas de liberación que nos ofrecen las situaciones. No basta con funcionar bien, ser competentes o buenos, sino con vivir. 

Se trata de tener el valor de asumir las situaciones como un conjunto de limitaciones que no están en nuestro poder. Estar en la situación y vivirla es estar abierto a las nuevas posibilidades que me ofrece, atreviéndome a existir más que a funcionar bien. 

En un sistema abierto, los elementos que lo componen no están aplastados dentro de una funcionalidad, sino que pueden asumir de manera flexible otras tareas y acoger otras posibilidades de realización. 

Es una «comunión de comunidades y oportunidades». Un florecimiento de experiencias, de encuentros e intercambios que obtienen su fuerza y sentido de una fuente común: el Cuerpo de Cristo Resucitado a través de la Palabra y los sacramentos. 

Quienes gobiernan pueden ser una multiplicidad de sujetos, pero no desaparece el papel sacramental llamado a custodiar y estimular esta ‘communio’ trascendente: el ministro ordenado. 

¿Qué caracteriza a un sistema abierto? 

  • La presencia de territorios de paso 

Las delimitaciones del sistema son porosas. Un muro poroso no distingue entre el interior y el exterior, permite el paso, ser traspasado. 

La transparencia no es suficiente: por ejemplo, las paredes de cristal de los edificios modernos no son porosas: no hay intercambio, paso, encuentro. 

No son tolerables los modelos «en silos» de nuestras parroquias: catequistas, voluntarios de Cáritas, grupo litúrgico, grupo de familias... donde nadie conoce a los miembros de otros grupos, cada uno vinculado a una función específica. 

Ese modelo de parroquia se limita a integrar con programas específicos el uso del tiempo y el espacio de la comunidad... ¡evitando superposiciones! 

O bien ese modelo de parroquia tiene momentos en los que cada grupo presenta a los demás lo que hace... Lo cual no es muy diferente a tener paredes de cristal... ¡la transparencia no es suficiente! 

Integrar no es atravesar y la transparencia no implica participación. Se necesitan espacios ambivalentes, donde no importen las pertenencias, no importe tener competencias específicas para identificarse en un dentro o un fuera. Se puede entrar y salir sin restricciones. 

¿Esto crea desorden? ¡Del desorden surge la vitalidad! 

Es necesario distinguir los límites de los bordes: el límite es un margen donde las cosas terminan, el borde es un margen donde interactúan diferentes grupos. 

La frontera es un territorio vigilado, de protección, mientras que el borde es un espacio liminal. Las fronteras reducen el intercambio privilegiando el centro, mientras que es en las periferias donde se producen intercambios vitales, se realizan dinamismos entre las distintas personas independientemente de sus pertenencias. 

Sí, puede haber riesgos, desequilibrios... pero el aislamiento no garantiza el orden social. 

Las delimitaciones porosas y los bordes crean espacios liminales, donde pueden producirse transformaciones, novedades: espacios al límite del control, de la supervisión, del orden uniforme. Todos pueden aportar algo, generar una perturbación que, si se acoge, puede permitir otras cosas. 

Aquí las diferencias no se ocultan, sino que resaltan, en la conciencia de que no se está en un territorio conocido y dominado; el centro, en cambio, cristaliza las diversidades en nombre del funcionamiento. 

  • La forma incompleta 

La segunda característica sistémica de una forma abierta es su carácter incompleto: puede parecer enemiga de la estructura, pero no es así: es una especie de credo creativo. 

El diseño no está ausente, pero es ligero, ya que está pensado para permitir añadidos, para poder ser revisado internamente a lo largo del tiempo y de las necesidades cambiantes de la realidad. 

Lo incompleto permite otras cosas. Diseñar lo incompleto... ahí está la particularidad. La intencionalidad de generar algo que no sea cerrado, sino que permita aportaciones incluso incontrolables y no pre-definibles. Serán las nuevas condiciones, las contingencias, las que las generen. 

Cuando en las organizaciones se quiere definirlo todo, programarlo de antemano, esto no permite alejarse de lo conocido, superar lo ya pensable y no genera novedades, no permite el discernimiento. Solo permite encontrar lo que ya se sabía y que no tiene por qué ser lo que realmente se necesita. 

Intentar caminar juntos nos pone también en contacto con la sana inquietud de lo incompleto, con la conciencia de que aún hay muchas cosas de las que no somos capaces de llevar el peso (cf. Jn 16,12). 

No se trata de un problema que hay que resolver, sino de un don que hay que cultivar: nos encontramos ante el misterio inagotable y santo de Dios y debemos permanecer abiertos a sus sorpresas mientras avanzamos en nuestra peregrinación hacia el Reino (cf. LG 8). 

Esto también se aplica a las preguntas: como primer paso, requieren escucha y atención, sin precipitarse a ofrecer soluciones inmediatas. 

Lo incompleto permite algo más. Lo completo bloquea la vida. «Estamos completos... ¡no hay sitio para vosotros en esta posada!». Y la vida pasó de largo y fuera de ese lugar dio lugar al nacimiento, a lo vivo. 

  • Narrativas no lineales 

Una comunidad no se construye en el tiempo de forma lineal. A menudo, en cambio, se intenta proyectarla de forma secuencial. Las formas incompletas favorecen los cambios en el tiempo en función de las nuevas necesidades. 

Se trata de no apaciguar las tensiones, dejar intactas las posibilidades en las distintas etapas del proyecto, dejar en juego los elementos conflictivos. Es dar forma al proceso de experimentación. Se trata, por tanto, de dejar abierto un sistema en el que el crecimiento admite conflictos y disonancias. 

La característica de una Iglesia sinodal es la capacidad de gestionar las tensiones sin dejarse aplastar por ellas, viviéndolas como un impulso para profundizar en la forma de comprender y vivir la comunión, la misión y la participación. 

La escucha auténtica y la capacidad de encontrar formas de seguir caminando juntos más allá de la fragmentación y la polarización son indispensables para que la Iglesia permanezca viva y vital y pueda ser un signo poderoso para las culturas de nuestro tiempo. 

El respeto de estos principios permite la realización de un dinamismo sinodal y abierto. No en términos normativos, formales, sino experienciales. Es permitir que más sujetos puedan interactuar con esa forma que, al ser incompleta, porosa, permite la contribución de más agentes. 

Según la teología de los procesos 

Acabo mi intervención con una breve referencia a un aspecto complejo, que es el del desarrollo de teologías que tienen como referencia el dinamismo procesual y que se basan en una metafísica diferente a la de las teologías tradicionales. 

Existe un fundamento teológico con respecto a lo anterior, ya que la realidad, inmanente y trascendente y, por lo tanto, también la divina, puede verse de forma dinámica y no como una sustancia inmóvil y determinista. 

La realidad se ve procesualmente como una sucesión de ocasiones actuales, y la Iglesia, como cualquier entidad/sociedad, está constituida por la objetivación de esas ocasiones que se suceden. No es sustancia, sino ser en devenir: creatividad. 

Adquirir formas procesuales, por lo tanto, nos permite corresponder mejor a la naturaleza de la realidad y participar más eficazmente en sus dinamismos. Se trata de una naturaleza que no está predeterminada, sino que es fruto de una dinámica intersubjetiva, hecha de interdependencia y libertad, y que tiene como base el modelo trinitario. 

Un cambio continuo que, sin embargo, no pone en tela de juicio la trascendencia de la Iglesia, que representa un campo privilegiado, pero no exclusivo, de salvación, para entrar en contacto con el Resucitado a través de la experiencia de la Palabra y los sacramentos dentro de una comunidad, y abrirnos y realizar cada vez más nuestra conformación a Cristo no en el monte Garizín, tampoco en la colina de Jerusalén, sino en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 23-24).

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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