El dolor que no se dice y la violencia que no se ve
Cada día, las noticias nos hablan de guerras y conflictos lejanos, pero la violencia más extendida e invisible a menudo se consume cerca de nosotros: dentro de los hogares, en las relaciones afectivas, entre personas que deberían protegerse mutuamente.
Es la violencia privada —física, psicológica, económica o digital— que afecta a mujeres, hombres, menores y ancianos.
Tantas veces se hiere en silencio, a menudo sin dejar rastros visibles, pero dejando marcas profundas en el alma y en la confianza hacia los demás.
Vivimos en una sociedad que sabe contarlo todo, excepto el dolor. Vivimos en una época en la que todo se puede compartir: imágenes, emociones, éxitos. Pero todavía se habla poco del dolor.
Se nos enseña a «reaccionar», a ser fuertes, a «superarlo». Sin embargo, el dolor no se supera: se atraviesa. Es una parte esencial de la vida, una voz que pide ser escuchada.
En la cultura de las apariencias, el sufrimiento se
considera un fracaso, algo que hay que ocultar. Y así, quien sufre se queda
solo, mientras la violencia crece en silencio.
Hoy en día, la violencia no solo se manifiesta con las manos o las palabras. Sino que tiene nuevos rostros… también el rostro digital.
Las nuevas tecnologías han abierto espacios de agresión invisibles pero devastadores: persecuciones en línea, amenazas, difusión de imágenes íntimas, campañas de odio y humillación pública.
Son formas de violencia psicológica que aíslan, destruyen la autoestima y empujan al silencio. Una violencia que puede surgir en la red, pero que acaba afectando a la vida real.
Muchas víctimas ya habían pedido ayuda. Habían hablado, pero no les creyeron. El dolor a menudo se minimiza, se califica de «asunto privado», como si la violencia fuera un asunto de pareja y no un problema colectivo.
El silencio, en estos casos, se convierte en cómplice:
del miedo, de la indiferencia, de una cultura que aún tiene dificultades para
reconocer y proteger.
Las cifras cuentan vidas rotas. Pero las estadísticas, seguramente hasta necesarias, se quedan obsoletas cada día que pasa. En todo caso, detrás de cada cifra hay una historia, un dolor, una voz que no fue escuchada a tiempo.
Y las estadísticas indican también que son frecuentes los casos en los que el agresor es una persona de confianza. Una señal de que la violencia sigue escondiéndose donde debería haber amor.
La respuesta no puede limitarse a la represión o a la indignación del momento.
Se necesita una cultura de escucha, de prevención, de educación afectiva y de los sentimientos. Hay que enseñar desde pequeños el valor del respeto, la empatía, los límites.
Escuchar el dolor no significa compadecerse, sino reconocer. Dar voz y dignidad a quienes sufren.
Cuando el dolor es acogido, puede convertirse en conciencia y renacimiento; cuando es ignorado, se transforma en ira, aniquilación, muerte.
En una sociedad que idolatra la fuerza, aprender a escuchar el dolor es un gesto revolucionario.
Significa reconocer que la fragilidad no es una culpa, sino una condición humana; que el cuidado y la escucha son formas de resistencia civil.
En este sentido, la no violencia no puede limitarse a ser un principio contra la guerra: es un estilo de convivencia, una forma cotidiana de vivir las relaciones con respeto, atención y responsabilidad.
Ser no violento significa elegir la palabra en lugar de la agresión, el diálogo en lugar del dominio, la comprensión en lugar del juicio.
Es un camino lento pero necesario, porque solo así la paz deja de ser una utopía y se convierte en una práctica posible.
Cada vez que una persona muere o es destruida psicológicamente a manos de otra, no es una tragedia privada: es una derrota para todos.
Las leyes no bastan si no cambia la mentalidad. Las condenas no bastan si no surge la escucha. La violencia crece en el silencio y en los prejuicios. Reconocerla, nombrarla, escucharla: ese es el verdadero punto de partida.
Solo cuando el dolor se convierta en una voz común, la sociedad podrá considerarse verdaderamente libre y, por fin, verdaderamente viva.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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