martes, 18 de noviembre de 2025

La verdadera lucha es contra la mediocridad.

La verdadera lucha es contra la mediocridad 

Aconsejo la lectura, por ejemplo, de «Mediocracia: cuando los mediocres llegan al poder», de Alain Deneault. 

Dejar pasar el mensaje de la mediocridad, hasta convertirnos en rehenes de la misma, significa rendirse ante un sistema, ante un sueño no reparador, un sueño apático. 

Creo que cada uno de nosotros, en nuestras conversaciones cotidianas, en las oficinas públicas, en los bares, en la calle, debemos volver a exigir más, sumergiendo nuestras propuestas en la realidad concreta de la vida cotidiana. 

Si en este momento histórico hay un grupo que tiene motivos para estar contento, ese es precisamente el de los mediocres. Hoy en día parece que se respira una atmósfera general de mediocridad generalizada. 

¿Qué es la mediocridad? Ineptitud, falta de aspiraciones, incapacidad de tener una visión, una perspectiva a largo plazo para uno mismo, para la propia comunidad. 

En el origen de la mediocridad está la incapacidad de aceptar la continua reconsideración de uno mismo, a la que la vida obliga continuamente y que el mediocre intenta ignorar. 

En otro tiempo se alababa la ‘aurea mediocritas’ y se consideraba una aplicación coherente del lema ‘in medio stat virtus’. Era la virtud del término medio, el equilibrio, el sentido de los propios límites, el rechazo de toda arrogancia y todo exceso (‘est modus in rebus’). 

Pero, entendámonos bien: hubo un gran poeta como Horacio que ensalzó en sus Odas (II, 10, 5) la famosa ‘aurea mediocritas’, que sin embargo era otra cosa muy distinta, a saber, la búsqueda de un ideal justo medio entre los extremos y los excesos. Quizás el término adecuado para definir esto sea «moderación». Ambos términos definen algo completamente diferente. 

Lo que debe hacernos sospechar, en cambio, es la «mediocridad», que significa ineptitud, monotonía, pereza, anomía, grisura. En nuestros días, esta actitud se ha convertido en un estilo de vida. 

La mediocridad ha adquirido con el tiempo ese significado que indica pobreza de espíritu y de mente, de horizontes y de estilo. En las calificaciones escolares y profesionales indica una carencia, que se ha agravado cuando la mediocridad masiva se ha convertido en el espejo de los medios de comunicación. 

La sensación generalizada es que sobresalir es un peligro, y tal vez incluso una culpa, porque la excelencia nunca se ajusta ni se alinea con el espíritu mediocre de su época y el poder dominante; siempre es atemporal, profética, nostálgica, mira más allá, al pasado, al futuro, al cielo. 

Quien aporta novedad y energía es siempre, por destino y definición, desestabilizador. Es espantoso el clima tan minimalista en el que nos hemos visto envueltos, el afrontar cada situación sin la competencia suficiente y, sobre todo, sin la disposición a profundizar. 

El pensamiento se ha ido. Más bien, ha huido. Miras a tu alrededor y casi solo ves mediocridad. Una mediocridad desoladora y generalizada. Es una mediocridad sepulcral, fruto de la ausencia de cualquier pensamiento de altura o de profundidad. 

La mediocridad es peligrosa, porque desactiva los dispositivos de alarma y deshabilita el cerebro. Prescinde de la inteligencia, de la capacidad de elegir y de desear. 

La mediocridad es muy cómoda. Es una especie de anestesia, de psicofármaco. 

La mediocridad reina. Soberana. Tiránica.

Esta mediocridad se hace pasar por verdadera tranquilidad del alma, cuando en realidad es inconsciencia; se hace pasar por criterio justo, cuando solo es comodidad propia; se presenta como rechazo de los excesos, cuando en realidad es vacío interior. 

La mediocridad ha infectado nuestras mentes, como afirma el filósofo canadiense Alain Deneault, de la Universidad de Montreal, en su ensayo de hace ya algunos años y cuya lectura recomiendo. 

Ya no aspiramos a las cosas grandes, a las cosas «de allá arriba». Corremos el riesgo de morir sin haber vivido nunca. Una «revolución anestésica» se ha llevado a cabo silenciosamente ante nuestros ojos, pero casi no nos hemos dado cuenta: la «mediocracia» nos ha arrollado. 

En definitiva, explica el filósofo canadiense, el mediocre debe «seguir el juego». Seguir el juego. Pero, ¿qué significa eso? 

Jugar el juego significa aceptar comportamientos informales, pequeños compromisos que sirven para alcanzar objetivos a corto plazo, significa someterse a reglas tácitas, a menudo cerrando los ojos. 

El pacto con lo efímero. Así es como se forjan las relaciones informales, cómo se demuestra que se es «fiable», cómo se coloca uno siempre en esa línea media que no genera riesgos desestabilizadores. 

La atracción gravitatoria de la mediocridad actúa en todos los ámbitos de la vida. En palabras de John Stuart Mill: «La tendencia general del mundo es convertir la mediocridad en la fuerza dominante de la humanidad». 

Hay que temer a la mediocracia porque causa sufrimiento y es perversa. 

Es en los sistemas de poder decadentes donde se refuerza la elección de la mediocridad como capital humano en el que invertir, porque el poder consolidado teme la confrontación con la inteligencia, con la visión, teme ser derrotado en el terreno de las ideas. 

En cualquier ámbito, en el trabajo, en el amor, en la amistad, en la salud, las soluciones mediocres siempre prevalecen, siempre que no sean tan perjudiciales como para destruir el sistema. 

El hombre mediocre es incapaz de elevarse por encima de lo banal que lo caracteriza, incapaz de tener ideales, sin valores. El hombre mediocre es tibio, es decir, no ama lo que es fuerte, lo que conmueve, se mantiene en lo bajo. 

Pero la mediocridad nos acecha a nuestro alrededor, nos condiciona con todo lo convencional en lo que estamos inmersos, un inmenso mundo de mediocridad banal que no sirve para crecer, pero que puede parecer cómodo, ya que muchos lo hacen. 

Y esta es la esclavitud de las masas, la cadena de lo social. 

«La tendencia general del mundo es hacer de la mediocridad el poder dominante». Al leerla, se podría pensar que esta frase es el contenido de cualquier red social… Pero no es así. La escribió John Stuart Mill, filósofo y economista británico, hace más de siglo y medio (“Sobre la libertad”, 1859). 

La fuerza desenfrenada de la mediocridad reside, en efecto, en su propia capacidad camaleónica de adaptación indefinida a una idea que es comúnmente aceptada, no necesariamente correcta o verificada, simplemente común. 

Si quisiéramos definirla con un color, sin duda la paleta de grises estaría en primer plano: una mediocridad gris que vive gracias al blanco y al negro, pero que no se identifica claramente ni con el primero ni con el segundo. 

Podríamos preguntarnos: «¿por qué demonizar esta entidad gris que no hace daño a nadie?». 

La respuesta está en los efectos que provoca: la estandarización del pensamiento, del comportamiento común, de la vivacidad, de la imaginación, de la libre capacidad de diferenciación. 

Pensar de forma mediocre significa permanecer dentro de nuestros propios cánones cristalizados, dentro de nuestra zona de confort, que tanto nos protege y tanto nos destruye. 

En un mercado siempre nuevo, dinámico y rápido, pensar fuera de los esquemas, de nuestras propias barreras, significa darnos una nueva oportunidad en el mundo del devenir que vivimos a diario y al que deberíamos contribuir activamente para mejorarlo. 

Dentro de las instituciones, ser «mediocre» equivale a hacer las cosas como siempre las hemos hecho, incluso cuando nos damos cuenta de que los resultados obtenidos no son de alto nivel, sino, como mucho, apenas suficientes: la suficiencia es la muerte de la inteligencia y la belleza de las cosas de la vida, una línea plana que tiende al infinito, hacia el gris de la mediocridad que la alimenta. 

Por el contrario, de los intentos, las pruebas y los errores surgen nuevos proyectos, iniciativas fuera de lo común que representan la voluntad de posicionarse activamente frente a la sociedad y la vida dentro de una dimensión de referencia. 

Hay que fijarse objetivos que sean específicos, medibles, incluso ambiciosos, pero alcanzables y con plazos determinados: en una palabra, SMART. Este es el enfoque correcto, el verdadero antídoto contra la mediocridad, la costumbre y la resignación pasiva. 

Al fin y al cabo, como decía un tal Albert, «los grandes espíritus siempre han encontrado la violenta oposición de las mentes mediocres. La mente mediocre es incapaz de comprender al hombre que se niega a inclinarse ciegamente ante los prejuicios convencionales y elige, en cambio, expresar sus opiniones con valentía y honestidad» (Albert Einstein, Carta a Morris Raphael Cohen, 1940). 

La incapacidad de pensar de forma autónoma, la obediencia ciega, la normalidad que actúa incondicionalmente, el peligro extremo de la falta de reflexión. Albert Einstein escribe: «Los grandes espíritus siempre han encontrado la violenta oposición de los mediocres, que no saben comprender al hombre que no acepta los prejuicios heredados, sino que utiliza su inteligencia con honestidad y valentía». 

Y Pierre de Beaumarchais: «El hombre mediocre y rastrero lo consigue todo». 

Incluso una comunidad humana entera puede ser mediocre, porque no quiere salir del letargo de los recuerdos para conformarse con un pasado que, en realidad, nunca fue tan glorioso como se cuenta. 

Mediocre puede ser una compulsión por repetir, una rutina diaria, que no busca las formas de contar al hombre la alegría posible, la redención, la justicia que deriva de una cultura para compartir, pero que a menudo se esconde detrás del sentido común, en lugar de replantearse a sí misma, evitando el sentido común y reinventándose para decir mejor, para hacer bien. 

La mediocridad puede ser una cultura que vende productos que gustan a las masas en lugar de elevarse por encima de la obscenidad de los pensamientos falsamente populares, ruidosos, de los programas de entretenimiento fácil y facilón, de fútbol a mansalva,…, sin el valor de arriesgarse a la impopularidad para conservar su autonomía y su vocación de ser espíritu crítico de todo poder. 

La mediocridad también es eficaz por su sistema de comunicación, compuesto por eslóganes directos y de fuerte impacto («sé tú mismo», «no te opongas a tu yo más profundo», «no puedes sufrir y luchar toda la vida», «descubre el valor y la alegría de actuar según lo que sientes», «basta ya de rigidez», «prueba el placer de dejarte llevar de una vez por todas», «si lo sientes, es una buena razón para hacerlo», «no reniegues de tus emociones», «confórmate con lo que eres»), todas ellas expresiones que también tienen cierta apariencia de verdad, pero que, abandonadas al sentimiento subjetivo, acaban por... deprimir. 

Al homo oeconomicus, atrapado en la omnipotencia del mercado, le sustituye el homo psichologicus posmoderno, falsamente preocupado por su propia autorrealización y orientado a la búsqueda de una autenticidad que le empuja a psicologizar la realidad, reduciéndola a un mero espejo de sus propios deseos, atrapado de manera recurrente en sus propias sensaciones. 

La mediocridad, al fin y al cabo, sale rentable. Cuando uno acepta este mandamiento moderno, es recompensado de alguna manera por la sociedad o el grupo al que pertenece, que lo acoge precisamente porque no perturba el sistema. 

Quien, por el contrario, se opone de alguna manera a la mediocridad, incluso sin proclamarlo abiertamente, simplemente porque no renuncia a sus ideales, es una espina clavada en el costado del grupo, perturba su equilibrio y pone en crisis el sistema, o recuerda implícitamente a todos lo que cada uno está llamado a ser. O, en términos aún más positivos, recuerda a todos que el hombre solo es feliz cuando da lo mejor de sí mismo. 

El virus de la mediocridad es insidioso porque desencadena un estilo que es lo contrario del entusiasmo y la pasión. La mediocridad es una forma de ser y actuar típica de quienes perciben cada vez menos el atractivo de su yo ideal y, de hecho, lo reducen, adaptando su conducta a criterios cada vez menos exigentes y viviendo una vida cada vez menos apasionada. 

No hay grandes aspiraciones en la vida del mediocre, ni tampoco grandes tentaciones. ¿Qué más se puede pedir? 

Normalmente, la mediocridad se (auto)justifica, es decir, el mediocre no se reconoce como tal, también porque la mediocridad no es transgresora (por lo general), o no lo es de forma grave. 

Se podría decir que el arte del mediocre es haber encontrado la manera de que nunca se active la alarma en su vida, o la luz roja que señala una situación de emergencia, por lo que está relativamente tranquilo. 

Resistir para salir de la mediocridad no es nada fácil. Pero quizá valga la pena intentarlo. Estamos llamados a ser testigos de la inquietud humana, no estamos destinados a naufragar en los escollos de la mediocridad. La vida, por lo tanto, nos llama a salir de la mediocridad tranquila y anestésica... 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF 

Posdata: ésta es una reflexión de hace muchos años y se debe a un misionero claretiano (aún vivo) que me solía decir una frase que se me quedó grabada: “Joseba, somos claretianitos del más o menos”… Una tibieza mediana y mediocre lejos, más bien en las antípodas, de la desmesura y de la exageración del Evangelio.

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