martes, 18 de noviembre de 2025

Una pregunta desde la prisión - San Mateo 11, 2-11 -.

Una pregunta desde la prisión - San Mateo 11, 2-11 -

Si el Segundo Domingo de Adviento presentaba a Juan en el desierto, el tercero lo presenta en prisión. Juan fue arrestado (Mt 4,12) y encarcelado en la fortaleza herodiana donde también encontrará la muerte (Mt 14,3-12). 

El texto del Domingo pasado aún no presentaba a Jesús, el Mesías, y las palabras de Juan que lo anunciaban eran seguras, fuertes, autoritarias, gritadas, mientras que ahora que Jesús está en escena, predicando y obrando, y después de que el mismo Juan lo bautizó reconociendo que él necesitaba ser bautizado por Jesús (Mt 3,13-17), ahora la palabra de Juan, en la cárcel, se vuelve débil, incierta, insegura. La voz que clamaba en el desierto se convierte en la voz que pregunta desde la cárcel.

 

Hay una diferencia entre el Juan que clamaba con plena convicción y con una fuerza que infundía temor por la llegada del «más fuerte» que él (Mt 3,11), pero que aún no estaba presente, y el Juan que, estando en prisión, se enfrenta a la evidencia de una persona concreta y, sobre todo, a la evidencia de lo que esta persona hace y dice, a la evidencia de sus obras: la realidad no coincide con la imagen anunciada por Juan. Más bien parece contradecirla.

 

En la fe y en la espera siempre hay una parte de proyección, de imágenes que nos construimos, pero que son desmentidas y llamadas a corregirse por el reconocimiento de la realidad.

 

También la fe y la espera deben purificarse de imágenes y deseos que se proyectan sobre los demás. Y que corren el riesgo de convertir a los demás en réplicas de nosotros mismos.

 

Por lo tanto, cuando se podría pensar que finalmente la espera de Juan se ha cumplido, que aquel que fue bautizado por él y ahora predica y obra prodigios es verdaderamente el Mesías, parece que la certeza de Juan disminuye, se tiñe de tonos menos fuertes y seguros de sí mismos. He aquí entonces la pregunta en boca del Bautista: «¿Eres tú el que viene o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3).

 

La relación entre Juan y Jesús se desarrolla en una dialéctica de reciprocidad en continua tensión.

 

Juan sumergió a Jesús en el Jordán en obediencia a Jesús mismo y a la voluntad de Dios, pero reconoció que él mismo necesitaría ser bautizado por Jesús (Mt 3,13-17).

 

En la cárcel, Juan conoce la duda sobre la identidad del hombre al que había señalado con certeza como el Mesías, y sin embargo le hace a Jesús mismo la pregunta: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3).

 

Por lo tanto, confía en Jesús incluso en la duda sobre Jesús. Si hay distancia entre los dos, también hay una gran similitud. Tanto es así que Herodes, después de haber mandado matar a Juan, al oír hablar de Jesús, dijo: «Este es Juan el Bautista. Ha resucitado de entre los muertos y por eso tiene poder para hacer prodigios» (Mt 14,2).

 

También este texto nos remite a esta profunda y discreta reciprocidad: en los versículos 2-6, la atención se centra en la identidad de Jesús a partir de la pregunta que Juan le hace a Jesús confiándola a sus discípulos; en los versículos 7-11, en la identidad de Juan a partir de las preguntas que Jesús plantea a la multitud.


Juan ha oído hablar de las «obras del Mesías». La fama de estos gestos ha llegado hasta Juan, que se encuentra en prisión. La respuesta que Jesús confía a los discípulos de Juan enumera: ciegos que recuperan la vista (Is 35,5; 42,7; Mt 9,27-31), cojos que caminan (Is 35,6; Mt 15,31), leprosos que son purificados (Mt 8,1-4), sordos que recuperan el oído (Is 29,18; 35,5; Mt 15,30), mudos que hablan (Mt 9,32-33; 15,31), muertos que resucitan (Is 26,19; Mt 9,23-26), pobres a quienes se les anuncia el Evangelio (Is 29,19; 61,1; Mt 5,3).

 

Las obras terapéuticas enumeradas por Jesús culminan en el milagro de la resurrección, pero paradójicamente encuentran su punto álgido en el anuncio del Evangelio a los pobres.

 

El camino que Jesús establece va de los gestos a la palabra, como si los gestos no fueran más que una preparación que conduce a la autoridad de la palabra misma, o mejor dicho, no fueran más que una explicación de la autoridad y el poder de la palabra, una visualización de la palabra. Como si los gestos de curación y liberación realizados por Jesús no fueran más que el Evangelio en acción, expresión del «Evangelio que es poder de Dios» (Rom 1,16).

 

El sentido es claro: el fin es llegar a creer en el Evangelio, en la palabra de Jesús mismo. Creyendo en la palabra del Evangelio, es decir, en la palabra de Jesús, también en la palabra que Jesús acaba de comunicar a Juan, el mismo Juan podrá adherirse a Jesús tal como se presenta y no encontrar escándalo en Él.

 

La bienaventuranza es precisamente para quienes no encuentran motivo de escándalo en Jesús.

 

Jesús, al iniciar su predicación siguiendo los pasos del Bautista, no pide creer en los gestos que habría realizado, sino creer en el Evangelio (Mt 4,17; cf. Mt 3,2), y varias veces en el Evangelio pide seguirlo, dejarlo todo por Él, adherirse a su persona.

 

El punto culminante de la respuesta de Jesús a Juan es la bienaventuranza de quienes viven la fe como entrega a la persona de Jesús, como acto de confianza en Él, en su persona. En ese hombre que Él es.

 

Tal vez para Juan, el que viene ha dejado de ser una verdad evidente y se convierte en una incógnita. La duda lo atraviesa, pero la duda, que siempre acompaña a una fe que no es totalitaria y fanática, puede afinar la fe y reducir la distancia entre la imagen del Señor que el creyente nutre y el Señor mismo en su revelación.

 

También la fe, nuestra fe personal, tiene una historia. Y nuestra fe tampoco es solo luz, sino luz y oscuridad, luz en la oscuridad, y conoce zonas grises. Por otra parte, ya en el bautismo Juan había sido desplazado por Jesús y había «dejado hacer» (cf. Mt 3,15), descentrándose a sí mismo en favor de Aquel que venía detrás de él.

 

Al mismo tiempo, la pregunta sobre Jesús que Juan confía a los discípulos puede tener también otro matiz de significado: indicar, es decir, un traspaso de poderes. Sus discípulos son enviados a Jesús como aquel a cuya palabra deben atenerse. Jesús responde con palabras de la Escritura, pero añadiendo la anotación sobre el escándalo que se puede encontrar en Jesús. Jesús mismo reconoce que la fe en Él como Mesías no es en absoluto evidente, a pesar de las obras y los gestos de poder.

 

En la segunda parte del texto evangélico, después de la pregunta de Juan sobre Jesús, siguen las afirmaciones de Jesús sobre Juan.

 

La misma forma en que Jesús habla de Juan expresa autoridad y muestra una visión polémica. Tres veces repite Jesús la pregunta, insistiendo a sus interlocutores: «¿Qué habéis ido a ver al desierto?». Y en esta pregunta resuena una reprimenda. Como si dijera: habéis considerado a Juan como un personaje que hay que ver, un espectáculo que hay que contemplar, pero si Juan era un profeta, debía ser escuchado mucho más que visto. Escuchado y obedecido. Pero también Juan, como normalmente los profetas, no fue comprendido.

 

Y después de decir lo que Juan no es: no es un indeciso, una veleta que se inclina en la dirección en que sopla el viento, no es un hombre que vende su conciencia, sino una roca que permanece firmemente en sí misma; después de decir que no es un hombre que vive en el lujo y las comodidades, sino que vive de manera sobria y ascética; Jesús afirma lo que Juan es.

 

Es un profeta, más aún, más que un profeta: no ha sido un anunciador, sino el precursor del Mesías. Juan ha visto, reconocido y señalado en Jesús al Mesías.

 

Aunque, añade Jesús, el más pequeño en el Reino es más grande que él. Y el más pequeño, el discípulo, el que ha venido detrás de Juan, no es otro que el mismo Jesús. Y Jesús, el más pequeño es más grande que Juan, que el que le precedió y anunció.

 

También en este reconocimiento mutuo en la verdad vemos la libertad de uno y otro:

 

a.- Juan ya había reconocido que el que le seguía era más fuerte que él, y esto no era para él motivo de celos o frustración;

 

b.- ahora Jesús reconoce el papel de preparación desempeñado por Juan, pero sin ningún sentido de superioridad.

 

Y es que la libertad que nace de la obediencia se convierte en reconocimiento y respeto mutuo.


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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