Mística del Adviento
Lo suelo contar a veces.
Me gustan los búhos por sus ojos. ¡Ah, esos ojos
enormes, ojos de iconos!
Mucho antes que a mí, fascinaron literalmente a los
bizantinos. Con ellos se convirtieron en los ojos de Cristo Pantocrátor, los de
la Virgen, los ángeles y los santos.
¿Blasfemia, sacrilegio? No creo.
¿No vemos nosotros, somnolientos de ojos legañosos,
hombres y mujeres de ojos estrechos y entrecerrados, que Dios hizo los ojos de
los búhos tan enormes para que fueran ojos que ven en la noche, cuando las
cosas son lo que son y nada más?
Para escrutar la oscuridad hay que tener ojos
desmesurados, los ojos del mismo Dios.
Entonces la noche se convierte en luz.
Los búhos... se obstinan en escrutar la noche con sus
ojos redondos, la noche de las cosas, la noche de Dios. Están allí como
centinelas en espera, pacientemente posados sobre sus frágiles patas, hasta que
salga el Otro Sol que nace de lo alto.
Cuenta una anécdota que un día alguien se encontraba
en un famoso monasterio benedictino. Y tuvo la increíble audacia de decir, ante
la comunidad reunida (una impresionante y digna masa negra de hombres): «Hermanos
míos, si no os convertís en búhos, no entraréis en el Reino...».
Hubo un momento de silencio y asombro. Luego los
rostros de aquellos buscadores de Dios comenzaron a reír como estrellas en
invierno. Sabían que tenía razón.
El camino del Adviento es claramente ese: convertirse
en hombres y mujeres de ojos inmensos.
Los búhos me hechizan porque en sus ojos, que saben
ver en la oscuridad, que saben ver más allá, está escrita indeleblemente la
esperanza.
Esa esperanza que vacila y se derrumba a los pies de
la cruz de Jesús, a los pies de todas nuestras cruces. O en la cabecera de un
pesebre en un establo.
Esa esperanza que nos es dada abundantemente y de
forma indestructible la mañana de Pascua a los pies de un sepulcro vacío. O de
un niño recién nacido en brazo de la vida.
Porque es precisamente Jesús nacido o resucitado quien
genera, regenera y sostiene toda nuestra esperanza.
Esa esperanza que deseo, con todas mis fuerzas, ver
florecer, crecer y renacer en el rostro, en el corazón y en la vida de cada
persona que encuentro, cualquiera que sea la «tormenta» que haya tenido que
atravesar y afrontar.
He leído que en griego “esperanza” se dice ‘elpis’.
Todo
está en esa aspiración inicial, todo está en esa respiración, en ese soplo,
porque la esperanza, si es verdadera, es el aliento de la vida. Si se deja de
respirar, se deja de vivir.
Quien no consigue respirar, quien solo ve todo negro,
parece doblar el cielo como una sábana que antes estaba tendida al sol, se
detiene a mirarse solo a sí mismo, y así ya no se ilumina. ¡Ha perdido el
cielo, ha perdido el aliento!
Dice un poeta:
Mi esperanza es como el latido de mi corazón,
a veces un poco acelerado, a veces un poco más lento,
pero siempre presente como el aliento de mi vida.
Como cuando duermo no me doy cuenta de que respiro,
así, cuando todo está oscuro, la esperanza surge en mí
como un canto.
El filósofo Paul Ricoeur utiliza una imagen para
describir la esperanza, dice así:
La esperanza viene a nosotros vestida con harapos
¡para que le confeccionemos un vestido de fiesta!
El Evangelio nos lo cuenta continuamente: la esperanza
está escondida en un pequeño grano de mostaza que se convertirá en uno de los
árboles más grandes, en esa pizca de levadura que sabe transformar la masa, en
esos dos panes y cinco peces que alimentarán a miles de personas, está
escondida en una joven que dice sí y aquí estoy a su Dios, está escondida en la
fragilidad y la impotencia de una cruz, dentro de un poco de pan y vino.
La esperanza es humilde, pero extraordinariamente
poderosa.
Y siempre sorprende porque es ese recurso inagotable
que te permite no rendirte cuando todos se rinden, inventar y encontrar nuevos
caminos, levantarte continuamente, como un niño que está aprendiendo a
caminar... La esperanza es creativa.
En el Adviento vemos una esperanza que viene de otra
parte, extranjera, que llega pobre y necesitada de nosotros, que no tiene su
origen en nosotros, pero que se pone en nuestras manos para que la ayudemos a
convertirse en la seductora festiva de nuestra época de desencanto.
Su característica es que no ilumina como un faro, sino
que brilla como una estrella. Siempre es una niña con un vestidito de retales,
que nosotros debemos transformar en un vestido de fiesta, en un vestido de
novia.
La esperanza es como el amor: no está ya hecha. Se
hace. No es un vestido ya confeccionado, sino tela para cortar y coser. No es
una casa «llave en mano», sino un
hogar que hay que concebir, construir, conservar y, a menudo, reparar.
La palabra hebrea para decir “esperanza” es “tikvà”,
que también significa «cuerda». El hebreo siempre parte de
cosas concretas.
Es bonito que la esperanza tenga un alma de cuerda:
arrastra, une y permite nudos.
En la palabra “tikvà” está el sentido de estar ligado
a alguien y a algo que no te deja solo.
Aunque la esperanza no siempre muestra su fibra
resistente, es bonito saber que tiene esa tenacidad de origen.
Me gusta pensar en la esperanza como una cuerda, como
unos lazos... La vida hay que vivirla así, cogidos de la mano, esperando y
soñando juntos.
Porque la esperanza vuelve a empezar desde el otro,
desde su rostro, y vuelve a empezar desde el Otro que es nuestro Dios, desde su
rostro.
Vuelve a empezar desde las manos que se estrechan,
desde las manos entrelazadas.
¡Vuelve a empezar y hace posible lo imposible!
Lo hemos visto muchas veces, en muchas personas, en
muchas situaciones.
El Evangelio de Jesús y de su Reino no es un optimismo
genérico y banal ante los problemas, sino la fuerza que siempre te pone de
nuevo en camino por esa senda donde lo imposible se hace posible.
Una fuerza que te llega desde el silencio, desde la
oración, desde la Palabra, desde la Eucaristía, y que todos los hombres y
mujeres de esperanza saben transmitir.
La esperanza es… un respiro, un vestido, una cuerda...
imágenes para expresar la esperanza, esa esperanza que hace cambiar y bailar al
mundo.
Dice un poeta:
Baila la vida, baila la esperanza.
El mundo, espectador distraído, se queda mudo
y observa incrédulo la danza de la Utopía...
Y Dios mira bailar.
Y se emociona.
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