Entrar en la mística del Adviento
«¡Velad!» es la palabra del Señor que hace realidad el Adviento, lo hace ser, lo hace comenzar una vez más, creando al mismo tiempo la llegada y la espera.
Hay palabras, como esta, que cuando resuenan tienen la
capacidad de dar vida a un mundo, dibujar horizontes, evocar imágenes y
sentimientos, pero también miedos y esperanzas.
«Velad» resuena en el momento mismo
en que a nuestro alrededor la naturaleza, agotada por los frutos, se adormece
en el sueño del invierno y los días ven disminuir la luz y crecer la noche.
No es casualidad que sea en estos días cuando la
Iglesia comienza la liturgia del Adviento, los días más oscuros del año y, por
tanto, días de larga vigilia.
Son días en los que la luz se desea y se invoca más
que nunca, hasta Navidad, que, tradicionalmente, es el día en el que el sol y
su luz vuelven a vencer a las tinieblas.
Nuestra vida humana y espiritual, con sus tiempos y
sus estaciones, con su ritmo cotidiano tan repetitivo y uniforme, en realidad
forma un todo con el ritmo de la naturaleza.
El ritmo humano y el ritmo cósmico, el ritmo del
espíritu y el ritmo de la tierra son una sola cosa, lo que significa que la
naturaleza no es el telón de fondo de nuestros días, la naturaleza no solo vive
a nuestro alrededor, sino que vive con nosotros hasta vivir en nosotros.
El Adviento es tiempo litúrgico porque está inscrito
en el libro de la naturaleza tanto como está escrito en el libro litúrgico.
Reconocer el Adviento en todo lo que hay un aliento de
vida significa comprender que en cada cosa hay una espera, cada ser contiene en
sí mismo un futuro, cada ser vivo espera una llegada.
En todo esto se inscribe la espera de nosotros, los
cristianos, que invocamos al que viene, haciéndonos voz de toda criatura: «¡Marana
tha! ¡Ven, Señor Jesús!».
Humanos, animales, criaturas animadas e inanimadas,
todo y todos esperamos, todo y todos gemimos en la espera. Nada ni nadie está
exento de espera.
Por eso, entrar en el espíritu del Adviento no significa
simplemente entrar en la Iglesia para realizar ritos seculares, escuchar
lecturas bíblicas y oraciones antiguas, sino que, mucho más profundamente,
significa acceder a una dimensión del espíritu que nos pertenece. No
hay vida plena donde no hay capacidad y voluntad de velar.
«¡Velad!», nos manda el Señor. Lo
contrario de la vigilancia es la indiferencia.
El Adviento es el tiempo del hombre y la mujer que
luchan contra el espíritu de la indiferencia, que se manifiesta de muchas y
diversas maneras.
Se manifiesta como indiferencia e insensibilidad hacia
las personas, como superficialidad en las relaciones, desinterés por las
situaciones y los momentos, inconsciencia del peso de las palabras y del valor
del lenguaje, descuido de los objetos, negligencia de los lugares.
La indiferencia toma la forma del olvido, de la
mediocridad asumida como norma, del descuido, que a la larga amargan la propia
vida y la de los demás. La negligencia, las pequeñas y reiteradas omisiones
erosionan poco a poco el deseo hasta aniquilarlo.
La indiferencia es propia de quienes tienen un amor
desmesurado por sí mismos. Existir solo para uno mismo lleva a no ver al otro,
a no reconocerlo por lo que es, a condenarlo a la irrelevancia hasta quitarle
la vida sin matarlo. Como creyente, ¿cómo puedo esperar al Señor si no me doy
cuenta de quienes viven a mi lado?
Velar significa oponerse tenazmente al descuido,
ejerciendo el deseo de ver rostros y escuchar voces, incluso de animales y
cosas.
Vigila y espera quien se preocupa y se interesa por
todos y por todo. Cuidar significa reconocer el valor de cada persona y de cada
relación. Significa prestar mucha atención a cada palabra, al gesto más simple
y cotidiano, palabras y gestos que día tras día conforman una vida. Vigila
quien declara que nada ni nadie le es ajeno, y renuncia a decir: «no es mi
problema», «no me interesa».
«¡Velad!», nos manda el Señor. Pero
también se puede fingir velar. Simular la vigilancia es hipocresía: mostrarse
vigilante por fuera, pero dormir por dentro.
Lo contrario de la vigilancia es la hipocresía, la
falsedad, la insinceridad, la simulación y la duplicidad.
El que vela es lo contrario del hipócrita, porque para
velar hay que estar presente por completo, sin excluir nada de uno mismo. La
actitud interior de la vigilancia exige integridad y no duplicidad.
Los comportamientos personales se convierten en
comportamientos sociales y reciben el nombre de conformismo, hipocresía,
moralismo, ...
Delegar en otros es exactamente lo contrario de estar
atento. No estar atento es delegar en lugar de asumir personalmente la
responsabilidad, la elección, la carga. Para estar atentos es necesario ser
libres de uno mismo y del juicio de los demás.
De hecho, lo contrario de la hipocresía es la
libertad. «Tu rostro, Señor, yo busco, no me escondas tu rostro» (Sal
27,8-9), ¿cómo se puede rezar diciendo que se busca el rostro del Señor cuando
se esconde el verdadero rostro a los demás?
«¡Velad!», esta palabra del Señor
contiene en sí toda la intensidad de un imperativo. Jesús no hace una simple
exhortación, sino que da a sus discípulos y a nosotros una orden, y dice: «Hasta
mi regreso, vuestra forma de ser creyentes y vuestra forma de estar en el mundo
sea una vigilia, sea una espera de mí en la noche».
Es, pues, Jesús quien establece la noche como el
tiempo y el lugar de nuestra fe.
Por eso los cristianos creemos en la noche, no porque
el mundo en el que vivimos sea solo oscuridad, solo maldad y solo pecado, sino
porque el Señor ha querido situarnos en la noche y no en pleno día.
No hemos sido nosotros quienes hemos elegido la
difícil condición de ser creyentes en la noche. Para creer en la noche, el
Señor nos ha dado lo único necesario para quien está en la oscuridad, una
lámpara: «Tu palabra es lámpara para mis pasos» (119,105).
Solo disponemos de la pequeña llama de una lámpara.
Pero una llama no lo ilumina todo, no permite verlo todo, sino solo lo
suficiente para dar los pasos. Por eso, nuestra fe, como la Palabra que la
genera, es solo una pequeña llama que no permite ver todo como a plena luz, no
posee claridad sobre todo y, por lo tanto, no da certezas inquebrantables, no
ofrece verdades absolutas que imponer con fuerza, no permite la arrogancia de
quien presume poseer toda la verdad.
Los creyentes en la noche buscan la verdad con el
mismo esfuerzo con el que se busca el camino en la oscuridad: a tientas, a
menudo equivocándose y desviándose del camino.
Velar en este Adviento será, por tanto, para nosotros
seguir creyendo en la noche, velando por no transformar la llama de nuestra fe
en un sol deslumbrante que ciega a todos.
Que la noche sea siempre la medida de nuestra fe,
porque si cedemos a la tentación de querer verlo y saberlo todo, ya no
viviremos en el espacio de la fe, sino en el de las certezas, y ya no seremos
creyentes.
Ser creyentes en la noche, como nos manda Jesús,
significa además tomar conciencia de que la noche es el tiempo del silencio, de
las voces bajas, de los susurros, del murmullo apagado.
En la noche no se grita, no se levanta la voz, no se
hace oír la propia voz en la plaza. Jesús, al instituirnos creyentes en la noche,
quiere que su palabra, su Evangelio, se mida con el silencio de la noche.
El Evangelio, de hecho, no es una ideología que se
pueda propagar en las plazas de este mundo, no es un producto que se pueda
vender en el mercado y, por lo tanto, no debe gritarse ni pregonarse.
El Evangelio es una Buena Noticia, y las buenas
noticias se cuentan. Un relato se adapta más a la intimidad y al silencio de la
noche que a una plaza llena de gente a mediodía. Velar en este Adviento será,
por tanto, para nosotros saber contar el Evangelio sin romper el silencio de la
noche.
Jesús, al fin y al cabo, nos convierte en creyentes en
la noche de la espera, y quien espera experimenta ante todo la ausencia, la
falta, el vacío, el no tenerlo todo y de inmediato.
Esperar es siempre invocar una presencia, una
plenitud, un cumplimiento. Ser
creyentes en espera significa, entonces, estar en el mundo no como quienes ya
lo tienen todo y no tienen nada que esperar, sino como quienes carecen no solo
de algo, sino de lo esencial: de su único Señor.
Nosotros, los creyentes, a menudo cansados,
decepcionados y a veces frustrados por dos mil años de espera, nos sentimos
tentados a colmar esta carencia, a llenar este vacío tan difícil de soportar.
El apóstol Pedro ya conocía la fatiga de permanecer
cristianos en espera y escribía a su comunidad: «En los últimos días vendrán
burladores escarnecedores [...] y dirán: ¿Dónde está la promesa de su venida?
Desde el día en que nuestros padres cerraron los ojos, todo permanece como al
principio de la creación» (2 P 3,3-4).
Estos burlones están dispuestos a ofrecernos lo que
nos falta: un señor al que servir, un reino que gobernar. A menudo se cede a
esto en nombre de un pragmatismo cristiano, que se preocupa más por el
cristianismo y sus intereses que por Jesús y su venida. Así, de cristianos nos
convertimos en cristianistas, es
decir, en aquellos que aman el cristianismo más de lo que aman a Cristo.
Que este Adviento renueve en nosotros la conciencia de
ser creyentes en la noche que espera al Señor, sabiendo que esta espera es
necesariamente también una virtud política, es decir, una forma de ser
cristianos en la ‘polis ‘confesando: «Hay muchos dioses y muchos señores, pero
para nosotros hay un solo Dios... y un solo Señor: Jesucristo» (1 Cor 8,6).
Cantar
‘Rorate cœli desuper’ - Lloved del cielo - significa clamar al cielo invocando
de él lo que no podemos darnos nosotros mismos aquí abajo. Significa reconocer
que cada ser humano está habitado por un deseo tan profundo que la tierra no
puede saciar.
‘Rorate
cœli desuper’ solo lo canta quien tiene la humildad de admitir que no solo no
podemos darnos todo, sino que lo esencial que nos hace vivir lo recibimos,
seguros de que la única salvación es la vida de otro, de Otro.
Sabemos
que el pasado no nos lo ha dado, comprendemos que el presente es totalmente
incapaz de hacerlo, entonces lo esperamos en el futuro y, invocándolo, lo
atraemos hacia nosotros.
«El futuro entra en nosotros, para
transformarse en nosotros mucho antes de que suceda» (R. M. Rilke, Cartas a un joven poeta).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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