Iglesia de los pobres
“La Iglesia, si quiere ser de Cristo, debe ser Iglesia que camina pobre con los pobres” (Dilexi te 21).
Después de haber ocupado durante siglos el pensamiento de economistas y reformadores sociales de diversas escuelas, la cuestión de la pobreza pareció haber sido definitivamente superada en los países occidentales gracias a los éxitos económicos sin precedentes alcanzados desde la posguerra.
La persistente pobreza que está sacudiendo a las clases más débiles y frágiles, y la inmigración masiva de personas que huyen de situaciones desesperadas en diversas partes de África y Oriente Medio en busca de refugio en el Viejo Continente, siempre vuelven a poner en el centro del debate la realidad de la pobreza y los pobres.
La Iglesia siempre les ha asistido y socorrido, desde antes incluso de que existiera la idea del estado del bienestar, y sigue haciéndolo hoy en día, mientras que el Estado, convertido entretanto en estado del bienestar, no siempre tiene ya los recursos ni la capacidad para hacerlo.
La otra cara de la pobreza es la riqueza.
En el mundo cristiano siempre se ha percibido de forma ambivalente: por un lado, el amor por los pobres nunca ha estado exento de cierta desconfianza; por otro, el amor por los ricos siempre ha ocultado una buena dosis de envidia y el mismo tipo de desconfianza que se nutre hacia los pobres, pero, obviamente, por motivos opuestos, hasta ciertas corrientes protestantes que, al querer tomar la Biblia al pie de la letra —algo arriesgado y muy discutible—, consideraban la riqueza, al igual que la salud y la belleza, signos de elección y salvación.
Según estos principios, invocados como base de una teoría de la predestinación, Dios decidiría, por razones inescrutables, a quién salvar y a quién condenar, y la riqueza exterior (el éxito, la salud, todo lo bello, en definitiva) sería el signo exterior de una predilección divina que garantiza a quienes la disfrutan pertenecer al grupo de los salvados.
Una interpretación que creíamos ya superada, pero que, en cambio, parece haber cobrado nuevas formas y vigor cuando el neoliberalismo se convierte en una forma de religión.
El discurso de Jesús en la montaña, la Carta Magna de sus seguidores, siempre ha atravesado por una contradicción que no es fácil de resolver. De hecho, Jesús proclama bienaventurados a los pobres porque de ellos será el Reino de los Cielos, y la Iglesia, asumiendo plenamente este mensaje, se proclama, con Juan XXIII y el Concilio Vaticano II, Iglesia de los pobres.
Al mismo tiempo, y con cada vez más fuerza, pide al mundo entero que combata toda forma de pobreza. Llegados a este punto surge inevitablemente la pregunta: ¿La pobreza es un bien que hay que custodiar o un mal que hay que eliminar?
Para responder esta pregunta es necesario aclarar quiénes son los pobres y partir de la semántica de la pobreza en el horizonte bíblico.
Para nosotros, la riqueza y la pobreza son categorías económicas; la Biblia, en cambio, no concibe tal dualismo. El hombre no tiene un alma y un cuerpo, como ha enseñado el cristianismo durante muchos siglos, influenciado por el pensamiento griego, sino que es un alma y un cuerpo.
Del mismo modo, no hay separación entre las dimensiones de su vida: económica, espiritual y ética. Tener y ser no se contraponen, hasta tal punto que en el hebreo bíblico, al igual que en otras lenguas semíticas, no existe la palabra «tener». Para comunicar una idea de posesión hay que recurrir a la expresión «hay para mí», destacando así más un uso que una posesión. En otras palabras, es como decir que algo no me pertenece plenamente, pero que puedo utilizarlo.
Para comprender la percepción que el hombre bíblico tiene de sí mismo uno se puede detener especialmente en el relato de la creación propuesto en el Génesis. Situado al principio de la Biblia, aunque no sea el primero que se escribió, el libro narra los orígenes del mundo y del ser humano, obviamente desde el punto de vista de su autor o autores.
De ello se desprende una visión del mundo según la cual la identidad del hombre solo puede entenderse dentro de una dinámica de donación en lugar de posesión, como han señalado otros estudiosos, entre ellos Martin Buber y Emmanuel Levinas.
La visión bíblica del mundo es que todo está hecho para el hombre, pero nada le pertenece; el hombre puede usar todo, pero nada es suyo, ni para siempre ni sin límites.
La prohibición de recoger los frutos de uno solo de todos los árboles del jardín del Edén representa precisamente esta imposibilidad de apropiarse de todo, la necesidad de poner un límite a los propios deseos.
El Jubileo que cada cincuenta años redistribuye la tierra —porque del Señor es la tierra y todo lo que contiene—, la regla de dejar la tierra en barbecho cada siete años y el descanso del séptimo día, pretenden recordar al hombre, sin duda, su condición de libertad, pero también su posición de guardián y huésped en un mundo que no le pertenece.
La ética bíblica, por lo tanto, se basa en una alianza entre Dios y los seres humanos por el bien del mundo y de todos los seres vivos, en virtud de la cual Dios no provee directamente, sino que nos ha delegado el cuidado del mundo y los unos de los otros.
Así pues, si los hombres niegan y rechazan su papel y su responsabilidad, rompiendo esa alianza que había transformado al ser humano ‘de natural a ético, de identitario a responsable’, la relación con el mundo se vuelve alienada e injusta.
La arrogancia y la codicia de algunos causa la miseria de otros. Esta es la pobreza maldita de la que el hombre bíblico es consciente, contra la que clama y de la que implora a Dios que lo libere.
Como consecuencia de nuestra libertad para actuar injustamente, esta no depende de la voluntad de Dios ni de una necesidad natural, sino que tiene sus raíces en el egoísmo individual, en el deseo de poseer solo para uno mismo, negándose al mismo tiempo a reconocer la propia responsabilidad.
Esta es la pobreza que la Biblia y la Iglesia condenan y contra la que están llamados a luchar los hombres de buena voluntad, aquellos que quieren el bien del mundo.
La pobreza sobre la que Jesús invoca una bendición, y que la Iglesia considera su estatuto, es muy diferente.
Para describirla, uno puede evocar la situación del niño en brazos de su madre: pequeño y necesitado de todo, recibe lo que necesita, y mucho más, de la madre que lo ama. No tiene autonomía ni productiva ni operativa, pero precisamente por eso está abierto al amor.
Pobre es quien se siente así ante Dios. Pequeño, dependiente, necesitado y dispuesto a recibir con gratitud, conoce su fragilidad, la ve en el prójimo y se hace cargo de ella en la medida de lo posible.
El Sermón de la Montaña es recogido de forma ligeramente diferente por los Evangelistas Lucas y Marcos, cuya versión transmite con mayor claridad el sentido de la bendición de Jesús.
Según Lucas, de hecho, Jesús proclama: «Bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios...», mientras que en el Evangelio de Mateo se dice: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos».
En esta versión se expresa explícitamente lo que en la otra se da por sentado: que la pobreza no es tanto una condición material como una actitud de humildad y confianza, porque «el miserable nunca será olvidado, la esperanza de los pobres nunca será defraudada» (Sal 9, 19).
Lucas, médico procedente del mundo griego pagano según la tradición, y discípulo de Pablo, consideraba la pobreza de una manera ligeramente diferente a Mateo, como Jesús judío y profundamente inmerso en la sensibilidad y la cultura del Primer Testamento.
Lo que da origen a todo, en el universo bíblico, es el don; la lógica que lo gobierna es la de la gratuidad. La condena de Jesús, como la de los profetas antes que Él, no es por la riqueza en sí misma, sino por la riqueza acumulada solo para uno mismo.
En esta perspectiva decir «Iglesia de los pobres» significa ante todo una Iglesia que custodia y comunica al mundo la conciencia de que todo es un don y debe ser compartido en responsabilidad solidaria.
“La Iglesia, si quiere ser de Cristo, debe ser la Iglesia de las Bienaventuranzas, una Iglesia que hace espacio a los pequeños y camina pobre con los pobres, un lugar en el que los pobres tienen un sitio privilegiado” (Dilexi te 21).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




No hay comentarios:
Publicar un comentario