jueves, 13 de noviembre de 2025

La misión de la pareja cristiana: un esbozo de reflexión.

La misión de la pareja cristiana: un esbozo de reflexión

¿Existe una misión de los esposos cristianos? Y si existe, ¿se trata de una misión genérica o de una misión específica para cada pareja? 

Estas preguntas se sitúan, obviamente, en el contexto más amplio de la profundización sacramental del matrimonio cristiano, que comenzó de manera significativa solo en el siglo pasado, después del Concilio Vaticano II y, en particular, con el pontificado de San Juan Pablo II. 

El Catecismo recuerda que el matrimonio, al igual que la ordenación ministerial, es un sacramento al servicio de la comunión y encierra una llamada a la edificación del Pueblo de Dios. (cf. CCC, 1534). Así que sí, no hay duda, ¡existe una misión de los esposos inscrita en el sacramento! Pero ¿de qué se trata? 

Antes de responder a esta pregunta, tal vez hasta sea oportuno pararse a reflexionar un momento sobre la palabra «misión». 

Se trata de algo que descansa más o menos veladamente en cada corazón humano: cada uno de nosotros siente que no ha nacido por casualidad y experimenta el deseo de ser llamado de alguna manera a dejar huella en esta tierra. 

Pero, además de esto, no podemos dejar de tener en cuenta algunos elementos que condicionan nuestro imaginario. 

En primer lugar, algunos de nosotros, que hemos crecido con las películas de Misión imposible, relacionamos fácilmente la misión con hazañas heroicas, así como con la expectativa de éxito, reconocimiento y estima por parte de los demás. En el ámbito católico, además de asociarse con la evangelización - pensemos por ejemplo en las misiones -, el término «misión» casi siempre se relaciona con la propuesta de actividades pastorales. 

Vale la pena tener todo esto en cuenta porque no es raro que ciertos estímulos sobre el matrimonio como sacramento para el servicio a los demás generen, lamentablemente, malentendidos. 

Quiero destacar tres en particular, que no solo desvían la atención, sino que incluso corren el riesgo de desgastar a la propia pareja. Todos tienen un denominador común: la idea de que la misión es «hacer algo» o, mejor dicho, hacer algo por Dios. 

1.- El primer malentendido yo lo definiría «clerical» y se refiere a la comparación con el sacramento del orden. 

Me explico: durante mucho tiempo, el sacramento del matrimonio se ha tratado como algo «de segunda categoría» en comparación con la vocación al celibato por el Reino, por lo que para muchos esposos lo que escribe el Catecismo suena casi como una reivindicación de su propio valor y de su propio espacio, tan a menudo menospreciado o instrumentalizado por los presbíteros. 

Pero más allá del sentido de revancha, que ya de por sí no es «según Dios», el problema aquí es que los esposos corren el riesgo de entender su misión en términos «clericales», reivindicando así espacios, roles y responsabilidades y acabando por imitar un modelo que no les corresponde. 

Esto lleva a considerar como más noble todo lo que es «pastoral» en sentido estricto: cursos, testimonios, encuentros, evangelización, momentos de oración, en comparación con lo que concierne a la vida ordinaria. 

Pero ¿qué es más grande? ¿Cambiar un pañal o dirigir un momento de oración? ¿Salir a comer un helado con la familia o hablar a un grupo de novios? ¿Invitar a cenar a los vecinos o ir a una convivencia con jóvenes? 

2.- El segundo malentendido está relacionado con el primero y se refiere a nuestra necesidad de afirmación y reconocimiento. 

Es decir, el riesgo de idealizar la misión como una empresa extraordinaria y emocionante que, de éxito en éxito, nos realizará personalmente y como pareja. Algo que nos llevará a ser reconocidos, a ser «alguien», a que nos digan: bonito, bien hecho, gracias... 

Pero ¿es este el fin de la misión inscrita en el sacramento del matrimonio? ¿Un triunfo que no prevé la Pascua? 

3.- El tercer gran malentendido se refiere, en cambio, a la deriva voluntarista: «¡tenemos que ponernos manos a la obra!». 

Ciertos estímulos sobre la misión de los esposos, aunque sean de buena fe, imponen a las parejas una expectativa, un ideal que alcanzar y un consiguiente impulso a «hacer». Se corre el riesgo de consolidar así la idea de que la misión es algo que debemos producir nosotros con nuestros esfuerzos y nuestro compromiso. 

Pero ¿es acaso una pareja de esposos un «equipo» que produce cosas? 

La cuestión es que no es haciendo cosas como se cumple la misión de los esposos. 

Es más, todo este impulso por «hacer cosas» conlleva riesgos muy graves: en primer lugar, crea una excelente excusa para no abordar las dificultades concretas que surgen poco a poco en la pareja y descuidar la propia vocación de esposa/esposo (madre/padre, …). 

Además, todo esto corre el riesgo inexorable de crear parejas que se consideran de primera categoría porque «hacen» y otras que se consideran de segunda categoría porque «no hacen». 

Todo esto acaba generando ansiedad por el rendimiento o la sensación de que el propio valor depende de lo que se hace y del reconocimiento que se obtiene por ello. 

Y creo que estos malentendidos residen precisamente en cómo se entiende el sacramento del matrimonio. 

Éste es un tema que requeriría un tratamiento mucho más amplio y articulado, pero me contento con algunas pequeñas ideas útiles para iniciar una reflexión. 

Comienzo recordando que los sacramentos son los acontecimientos/encuentros de la Gracia a través de los cuales Jesucristo continúa su obra de salvación y, en particular, en el sacramento del matrimonio, el don de la gracia se produce precisamente sobre el amor entre el hombre y la mujer, sobre la relación entre el esposo y la esposa. 

Es esta relación la que constituye el signo sacramental del matrimonio. Es esta relación la que está habitada por el misterio de la Pascua de Jesucristo. La vida de dos esposos es, pues, un sacramento en constante acción, o al menos debería serlo. 

La primera llamada (o misión) de dos esposos es, por tanto, acoger y tomar en serio el misterio de la presencia de Jesucristo salvador en su relación. No en vano, el Papa Francisco decía que el sacramento del matrimonio es ante todo un don para la salvación y la santificación de los esposos (cf. Amoris Laetitia 72). 

A menudo se acaba considerando el amor matrimonial como un esfuerzo o un deber, o como una meta que alcanzar, pero el sacramento nos recuerda que el Amor, con mayúscula, es un don que se nos ha dado gratuitamente y que estamos llamados a acoger para poder amarnos. 

Es interesante observar también que en los diversos pronunciamientos del Magisterio de la Iglesia, cuando se habla de la «misión de los esposos», no hay ninguna indicación sobre «hacer cosas», sino más bien invitaciones sinceras a acoger y manifestar el Amor del que se han hecho partícipes. 

He aquí algunos ejemplos: 

«Los esposos, en virtud del sacramento, reciben una verdadera misión, para que puedan hacer visible, a partir de las cosas sencillas y ordinarias, el amor con que Cristo ama a su Iglesia, continuando a dar la vida por ella» (Amoris Laetitia 121). 

«La misión quizás más grande de un hombre y una mujer en el amor es esta: hacerse mutuamente más hombre y más mujer» (Amoris Laetitia 221). 

«La familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia, su esposa» (Familiaris Consortio 17). 

La invitación es clara: el protagonista de la misión de los esposos no es la pareja, sino el mismo Dios, que pide ser acogido y manifestado en las cosas sencillas y ordinarias de la vida. Esas cosas cotidianas que, en el fondo, si se ven bien, si están habitadas por el amor, no son menos extraordinarias que las «extraordinarias». 

¡La misión de los esposos es una sola! ¡La misión no es hacer, sino dejarse hacer! 

¡Dejarse hacer por Dios! ¡Dejarse regenerar por el Amor, permanecer en el Amor! Dejarse guiar por Él por el camino que ha pensado para nosotros, que la mayoría de las veces es muy diferente del que fantaseamos o del que habríamos elegido. 

Y este camino tiene su origen solo en el Amor custodiado y acogido entre los esposos, porque ¡solo allí se genera la Vida! Y entonces será la Vida, la Vida de Dios, la que se manifestará y se expandirá a su manera más allá de los límites familiares para edificar la Iglesia. 

El amor verdadero, de hecho, y el camino espiritual nunca conducen al aislamiento intimista, siempre amplían el número de personas involucradas, siempre se expanden y, juntos, generan responsabilidad por el bien del otro. 

El amor verdadero nunca conduce a dos corazones y una casa, sino que siempre tiene como horizonte la «gran familia», la Iglesia, en las mil formas que el Espíritu adapta a cada pareja. 

Al fin y al cabo, de hecho, este camino tiene sentido y se cumple en la medida en que nos hace cada vez más hombres y mujeres, cada vez más esposos, y en virtud de nuestra unión entre nosotros y con Dios, nos hace cada vez más padres y madres (en un sentido mucho más amplio que el de la vida biológica). 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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