viernes, 14 de noviembre de 2025

La remodelación pastoral diocesana: de accidente burocrático a un evento del Espíritu.

La remodelación pastoral diocesana: de accidente burocrático a un evento del Espíritu 

Este texto es una reflexión abierta que se me pidió desde el Consejo Pastoral de una Parroquia. Y - lo confieso - surge de una preocupación cuando las parroquias aceptan, pasiva y resignadamente, modelos administrativos de gestión pastoral, como por ejemplo, «parroquias in solidum», «unidades pastorales», etc. 

Y esto ya es una primera inquietud muy personal: cuando no hay resistencia alternativa positiva a la inercia administrativa con la que se tiende a proceder en las diócesis. 

Si miro alrededor, no me parece que la burocracia eclesiástica de estos nuevos modelos de gestión pastoral de las parroquias haya producido hasta ahora una pastoral diferente a la que se practicaba anteriormente. 

En otras palabras, se traslada el paquete de un contexto a otro, se racionalizan algunos servicios pastorales (generalmente los horarios y el número de Misas...), se concentran algunas actividades como la catequesis, y así sucesivamente... En resumen, después de todo es como si no hubiera pasado nada. 

Y esto tranquiliza al burócrata eclesiástico que está al frente de esta operación antinatural para lo que es el sentido original de la parroquia en su vínculo con el territorio y con la gente que, de una forma u otra, pertenece a él. 

Pero esta tranquilidad de las curias diocesanas tiene un alto coste. 

Por un lado, el de la desilusión de la multitud que forma la parroquia (la gente, los fieles, los laicos y las laicas,…), que se sienten sustancialmente invisibles con respecto a los mecanismos pastorales cuyos hilos se manejan en otra parte. 

Y, por otro lado, la pérdida de las últimas motivaciones y entusiasmos de los presbíteros, cuyo malestar de clase nace, en mi opinión, más por razones internas de las Iglesias Locales que por una pérdida de relevancia social de su papel (si hace muchos años alguien entraba en el seminario convencido de que el ministerio ordenado implicaba un aura de honor civil, había que detenerlo desde el principio; si, por el contrario, se le inculcó durante su formación, entonces los seminarios deberían cerrarse inmediatamente). 

Sin embargo, este inconsciente eclesial de la gestión pastoral de las parroquias, donde se trastoca la vida de una comunidad precisamente para que nada cambie, corre el riesgo de imponerse incluso cuando la gente y los presbíteros tratan de construir caminos para ser protagonistas de este camino hacia la comunidad que vendrá. 

No se trata de parir un mero clon extragrande de lo que había antes sino de alumbrar una invención de una nueva forma de ser convocados por el Espíritu para hacer circular la Palabra por las calles de la gran ciudad. 

Este incosciente eclesial se manifiesta, en general, en dos registros: los ajustes y las cosas que hay que seguir haciendo por fuerza porque no se pueden dejar de hacer. 

Empezaré, muy brevemente, por la segunda actitud. ¿Existe realmente algo que se deba hacer absolutamente en una parroquia, o este sentimiento de obligación nace más bien de una coacción generada por el hecho de que siempre se ha hecho así y, por lo tanto, no es posible otra cosa? 

Me atrevería a decir que el único mandamiento evangélico para una comunidad cristiana es celebrar la Memoria del Señor los Domingos y rezar juntos; me cuesta encontrar otros. Todas las demás cosas que consideramos obligaciones son, en su mayoría, una acumulación de prácticas pastorales (incluso, a veces, formas de control eclesiástico autoritario). 

Dado que, por ejemplo con la fusión de las parroquias, es precisamente la autoridad eclesiástica la que va en contra del deseo de Jesús de ser recordado cada Domingo en todas las comunidades cristianas, entonces todas las comunidades cristianas (y dentro de ellas sus presbíteros) pueden sentirse plenamente libres: la comunidad que vendrá no está obligada por nada, salvo por una fidelidad creativa al deseo evangélico del Dios de Jesús. 

La primera actitud es la de ajustar lo existente a la nueva condición de ser una comunidad de antiguas parroquias. Hay algo verdadero y sacrosanto en esta tentación, algo que yo llamaría fidelidad a la propia historia de la comunidad, sobre lo que volveré más adelante. 

Pero aquí, la frontera entre la fidelidad y el apego enfermizo es casi imperceptible; y los ajustes son a menudo el camino fácil que conduce a la repetición del statu quo, es decir, a dejar todo como estaba, con gran alivio de la burocracia administrativa curial. 

Poner parches nuevos en un vestido viejo no solo es antievangélico, sino que también significa perder un Kairós comunitario que, a diferencia de nuestras prácticas pastorales, no se repetirá nunca más. 

Propondría, pues, percibir el hecho contingente de la fusión de parroquias como un acontecimiento del tiempo mesiánico: un tiempo que rompe con la cadena de la causalidad, pero también un tiempo que subvierte los ordenamientos religiosos y desactiva prácticas que pretendían ser índice de la fidelidad del Pueblo a Dios. 

Las razones por las que se obliga a las comunidades parroquiales a fusionarse, sin pedirles nada, son totalmente contingentes, banales, casi irrespetuosas de la dignidad que una comunidad de fe tiene ante los ojos del Señor: hay pocos presbíteros (pero ¿una comunidad cristiana, y católica en este caso, necesita un presbítero para subsistir como pueblo convocado por el Espíritu en la ciudad de las mujeres y los hombres?). 

Para las comunidades afectadas, partiendo de la conciencia de que son dignas de ser y seguir siendo tales ante los ojos de Jesús, aunque la autoridad eclesiástica no lo tenga en cuenta, se trata de aprovechar esta razón minimalista, de burocracia administrativa de la fe, y transformarla en una oportunidad evangélica, donde se arrancan techos, se derriban muros y se contradice incluso el sábado con tal de acercarse a Jesús, con tal de hacer que la vida humana tal como es se encuentre con la promesa de Dios que es el Cuerpo del Señor. 

Tanto la experiencia de Jesús como la de las primeras comunidades mesiánicas en su nombre, y también el ministerio de San Pablo, están salpicados de episodios contingentes; es más, podríamos decir que están hechos de ellos de pies a cabeza, porque solo así se puede estar realmente dentro de la historia de nuestra humanidad común. 

Pero ellos captaron y leyeron esta inmersión en la contingencia de la vida humana de manera sabia; y así convirtieron las ocasiones contingentes en una fuerza generadora. 

El Evangelio está lleno de estos puntos de inflexión, basta pensar en el encuentro de Jesús con la mujer sirofenicia: donde la fe de una extranjera, de una que no pertenece, trastoca el programa pastoral de Jesús y le obliga a una reformulación radical en lo que respecta al destino de su ser «entre nosotros». Jesús es su destino y, por lo tanto, aprende aquí de una mujer, una extranjera, el sentido mismo de su ser, lo cual no es poca cosa para una contingencia. 

Así es como las comunidades parroquiales implicadas deberían leer y manejar la contingencia de su fusión. El primer paso es imaginarse como una comunidad (singular) en estado naciente, y no como una comunidad (plural) en transición burocrática. 

Como en los Evangelios y las Cartas, una comunidad que quiere situarse en estado naciente no es una comunidad que reniega de su propia historia, no es una creación ex nihilo que no tiene pasado ni recuerdos, porque está formada por el poderoso recuerdo de haberse reunido durante años y décadas para celebrar la Memoria del Señor. 

La comunidad en estado naciente inserta la historia que la ha hecho y moldeado en una situación nueva y diferente, la interpreta a partir de esta última (que incluye también los enormes y profundos cambios del «territorio» que representa el referente constitutivo del ser parroquia), e imagina una nueva forma de ser. 

San Pablo me sigue pareciendo una referencia esclarecedora y poderosa para acompañar a una comunidad naciente a cultivar una fidelidad generativa a la historia que la ha hecho. 

Entender la fusión de las parroquias como un acontecimiento del tiempo mesiánico significa hacer de la fidelidad a la propia historia de comunidad una fuerza generadora y no un resentimiento nostálgico por algo que ya no podremos ser. 

Generar es el gesto más íntimo y arriesgado de la fidelidad a la propia historia, el que se atreve a soñar un futuro como espacio de libertad entregado a historias que ya no serán nuestras, pero que no existirían si ella no hubiera existido. 

Creo que esta debe ser la mentalidad básica y la disposición práctica que caracteriza a una comunidad que quiere pasar de una condición de estabilidad a una posición de estado naciente, y así experimentar la alegría y la emoción de una nueva mañana en su historia. 

Pero ¿qué significa todo esto en concreto? 

Intento imaginar los pasos de una comunidad generativamente fiel a la historia que la ha llevado a ser lo que es hoy; pasos que la hacen pasar de una condición de repetitividad estable a una de imaginación de la comunidad que vendrá. 

El primer paso es reapropiarse de manera evangélicamente crítica de la propia historia; porque solo así lo que hemos sido no dominará ni gobernará lo que deseamos llegar a ser y lo que podremos ser. 

Esto significa releer la propia historia de comunidad no tanto a partir de ella, sino más bien con la lente de la concreción del territorio que rodea a las parroquias llamadas a unirse entre sí. 

Nuestras parroquias actuales son como supermercados de la oferta religiosa, donde la maquinaria pastoral exige que se haga de todo: desde la catequesis a los niños hasta los funerales de los ancianos; desde el grupo bíblico hasta la convivencia para los jóvenes, y así sucesivamente. 

Tenemos una pastoral parroquial que es dispersiva, además de agotadora en términos de fuerzas gastadas; una pastoral así no solo no sirve, sino que también es sutilmente perversa. 

Es urgente pasar de ser una comunidad de acumulación de prácticas pastorales a una comunidad que se concentre en algo esencial. 

Y esta es la manera de releer la propia historia comunitaria, para encontrar en ella aquella práctica en la que no solo podamos reconocernos, sino que también la hagamos reconocible en las calles y en las casas del territorio «circundante». 

Una comunidad naciente es aquella que sabe reducir drásticamente el menú de cosas (pastorales) que se hacen, aquella que sabe cocinar bien un primer plato (y quizás un segundo, pero no más), dándole un sabor que no se encuentra en ningún otro lugar, porque está preparado según una receta de fe cultivada y actualizada en los ingredientes por una historia que solo esa comunidad tiene a sus espaldas. 

En el camino, y en la conflictividad, necesarios para identificar esta práctica distintiva, que encierra en sí toda la originalidad de una larga historia comunitaria, hay que tener en cuenta, sin embargo, otro factor: debe tratarse de una práctica pastoral de la fe que falta en otros lugares, tanto en el plano religioso como en el socio-civil. 

Releer evangélicamente la propia historia de comunidad significa, pues, identificar esa práctica de la fe y ese sentido de vínculo social que no está disponible en los espacios y lugares «circundantes». 

Entre las muchas y dispersas referencias evangélicas que fluyen en el cuerpo de las comunidades que se agrupan entre sí, hay que elegir algunos, pocos, mejor uno solo, que sepa expresar una fidelidad en situación y generativa a la propia historia comunitaria, sintetizándola, y que sea capaz, al mismo tiempo, de satisfacer las necesidades de un territorio que ha cambiado profundamente en su forma de ser, mientras que nosotros y nuestras parroquias seguimos siendo inmutables y repetitivos en nuestra identidad. 

Porque en la historia de nuestras comunidades parroquiales también se ha inoculado este virus perverso del replicante, junto al de la acumulación estratificada de prácticas pastorales yuxtapuestas unas a otras (sin una verdadera dirección y razón de ser). 

El ejemplo más llamativo es el de la catequesis para la iniciación cristiana que, de hecho, es una práctica pastoral que produce abandonos; y, en lugar de cuestionarla, simplemente hemos adelantado su inicio, sin que esto haya producido ningún efecto positivo concreto. 

Empezamos antes, agotamos más fuerzas, agotamos a los educadores, volvemos locos a los presbíteros en la búsqueda de última hora de algún voluntario sacrificado, para llevar a los chicos a salir rápidamente por la puerta de salida de nuestros locales. Y a los que se quedan tenemos muy poco que ofrecer, salvo prácticas retóricas y algún moralismo de moda. 

Y, al mismo tiempo, no hemos dado a luz una idea que sea una práctica pastoral dirigida a los que se han alejado ya «lejos» de los muros de nuestras parroquias (salvo la de esperar y esperar que «vuelvan» por sí mismos, a pesar de nosotros). 

Detrás de esta tragedia cómica de nuestra pastoral está el hecho de que no somos capaces de anunciar el Evangelio a la gente de nuestro tiempo tal como es; y no nos damos cuenta con alegría de que la Palabra, en cambio, circula eficazmente por los meandros de la vida de nuestra ciudad, es más, incluso nos resentimos un poco por ello. Y, en cualquier caso, no hacemos nada o muy poco para seguirla en estas divagaciones. 

Creo que, en parte, esto depende de la desconexión que se ha creado entre el territorio (y sus mutaciones) y la forma de concebir y vivir la parroquia. 

Porque el territorio, referente que da sentido y constituye esa invención del Concilio de Trento que llamamos parroquia, ha cambiado profundamente, mientras que la parroquia ha permanecido encerrada en el espejo encantado de la misma a sí misma. 

Si la forma de vivir el territorio cambia y la parroquia no la sigue en sus movimientos ondulantes, esta última queda totalmente ajena a las vidas que transcurren en él. De este modo, la parroquia pierde su sentido de ser y se convierte en un vestigio arqueológico de la fe que fue (que ha pasado inexorablemente, aunque se viva hoy). 

Sin embargo, todos los intentos de ir más allá de la parroquia han fracasado (como la pastoral ambiental, sobre todo porque se concibió y se llevó a cabo como una pastoral circunstancial con vistas a una reconducción a la parroquia) o han desembocado en un comunitarismo de afinidades electivas (como no pocos movimientos). 

Hasta la fecha no tenemos un modelo alternativo para dar forma a una comunidad cristiana hecha de parcialidades no totalizadoras, donde coexistan diferentes formas de sentir lo católico, hecha de conflictos que deben mediarse y negociarse y no eliminarse en la supuesta armonía de un carisma que une a todos. 

Por lo tanto, debemos refundar la parroquia y las comunidades cristianas a partir de los cambios en ese territorio de la vida humana que es su razón de ser. 

Sobre cómo ha cambiado la relación entre el territorio y la gente hay bibliotecas infinitas, y también en este caso debemos elegir, entre las muchas interpretaciones, la que pueda acompañar de manera más eficaz el camino generativo de una comunidad cristiana en estado naciente. 

Atreviéndome a hacer una síntesis extrema, podría decir que el cambio más profundo del territorio ha sido el paso de habitar a transitar. 

El territorio se ha convertido en un lugar de paso, un momento en la vida de las personas: no ha desaparecido, pero se ha deslocalizado y se vive, se frecuenta y se siente como tal (por eso, anteriormente, puse la palabra «circundante» entre comillas cuando hablaba del territorio). 

El territorio circundante a la parroquia ya no es un espacio geográfico de la ciudad (o no solo eso), sino que se ha ampliado, extendido, ha dejado atrás los marcadores físicos del espacio y se ha convertido en la encrucijada de un ir y venir existencial, fragmento de una de las muchas ubicaciones (reales-virtuales) en las que se desarrollan hoy las historias de las personas, de nuestra gente. 

Una comunidad naciente (ya sea parroquial o pastoral) es una comunidad que sabe seguir estos movimientos de «su» territorio, que sabe estar a la altura del juego de la dislocación y ofrecer oportunidades de resistencia a sus efectos a veces antihumanos. Que no se piensa como un gran vientre que fagocita las vidas de los demás, sino como un útero que genera vidas que estarán en otra parte. 

Una comunidad naciente que se centra en uno o pocos denominadores evangélicos de reconocimiento y reconocibilidad de su sentido de estar entre la gente de los barrios de nuestras ciudades, por un lado, y que se modela siguiendo la dislocación del territorio por el que transitan las multitudes, exige la disposición a aprender a conectarse con otras realidades religiosas (no solo parroquiales, no solo cristianas) y socio-civiles. 

El denominador de una comunidad cristiana se practica así como un indicador hacia otros sujetos con los que se trabaja juntos en favor de la vida de las personas y por el bien de las multitudes. 

Y es precisamente esta función de indicación la que actúa como demarcador de la comunidad parroquial (es decir, desactiva aquellos marcadores comunitarios que la encierran en sí misma, haciéndola impermeable a lo que ocurre en el territorio que la constituye). 

De este modo, el demarcador comunitario permite ampliar la malla del tejido conectivo de la comunidad cristiana, haciéndola capaz de desplazarse también. 

Así, ya no será necesario que una parroquia/comunidad pastoral asuma la carga de todos los servicios pastorales y litúrgicos de la fe, y será capaz de distribuirlos sin celos ni envidias entre una pluralidad de posibles referentes presentes dentro de un territorio desplazado en sí mismo. 

Centrándose en una práctica pastoral como demarcador comunitario, la comunidad cristiana apunta más allá de sí misma, para acompañar a la multitud hacia otro lugar donde podrá encontrar otras prácticas pastorales. Pero no solo eso. 

En el territorio deslocalizado, la red conectiva de la comunidad cristiana debe tejerse también con sujetos socio-civiles (desde los centros educativos hasta el barrio, desde los servicios sociales hasta el tercer sector, etc.), porque el humanismo evangélico de la fe sabe que el mandato del Señor fluye en las necesidades humanas de las personas: dondequiera que estén y sean quienes sean. 

De este modo, la parroquia deslocalizada logrará considerar «suyos» también a aquellos que realizan gestos evangélicos en otros lugares (es decir, en la deslocalización); y sentirá «suyas» también a aquellas personas que transitan por esos otros lugares a los que su demarcador/indicador comunitario las ha dirigido y acompañado.

Este cambio de paradigma en la autocomprensión de la parroquia o se hace ahora, en un momento como este, en el que las comunidades están llamadas a unirse entre sí, o nunca más se hará, porque el tiempo útil ya ha quedado atrás. 

Si no se entra en una mentalidad de comunidad naciente, deslocalizada, capaz de señalar más allá de sí misma, el sentido pastoral de la parroquia se extinguirá y de ella solo quedará la vestimenta canónica-administrativa. 

Una comunidad en estado naciente también debe identificar una forma de oración, un momento de celebración del tiempo y de su transcurrir, que alimente espiritualmente la práctica pastoral en torno a la cual se concentra. 

Y la comunidad que se reúne para rezar juntos es un sujeto que la autoridad eclesiástica no puede, y no debe, disolver, fusionar o deslocalizar. Más allá de cualquier nombre técnico y canónico, esta comunidad en oración es la parroquia (en su sentido evangélico) y así debe permanecer, es decir, debe seguir existiendo como comunidad cristiana. 

Celebrar bien los tiempos de la liturgia y los de la vida de la gente es un arte que hay que volver a aprender siempre, porque también la celebración de y en la comunidad cristiana debe ser capaz de seguir el desplazamiento del territorio atravesado tanto por la multitud como por los discípulos del Señor. 

También en este punto es necesario que la comunidad, que se encuentra en estado embrionario, haga un esfuerzo de concentración, tratando de responder a la pregunta de cuál es la manera de reunirse en la oración que expresa y anima lo específico del demarcador comunitario, del estilo de ser comunidad. 

No es necesario que sea necesariamente la Misa diaria, sino que, si es cierto que donde «dos o tres se reúnen en su nombre», allí la presencia de Jesús es cierta y real. 

No se trata aquí de inventar, sino de interrogar la experiencia vivida en la situación desplazada de la comunidad y del territorio para discernir qué acuerdo en la oración denomina su propio ser comunidad, pero hay que elegirlo y luego practicarlo con cuidado, atención y disponibilidad. 

Celebremos bien una cosa en lo cotidiano (el nacimiento, la muerte, la lectio, las vísperas o las laudes), hagámoslo con pasión y convicción, y para el resto indiquemos otras dislocaciones territoriales de la oración conjunta. 

Y si pensamos en la comunidad cristiana como una red deslocalizada, y no como una identidad obsesivamente cerrada en sí misma, entonces seremos capaces de crear una red litúrgica y espiritual difundida, de la que formamos parte como comunidad precisamente en la parcialidad limitada de nuestro encuentro en la oración, que atraviesa el territorio y sus múltiples transiciones de la vida humana. 

Como último aspecto, me gustaría recordar la urgencia de una valorización pastoral no solo de las competencias profesionales de los miembros de una comunidad parroquial, sino también y sobre todo de los lugares civiles y seculares en los que se ejercen cotidianamente. 

Estos lugares, situados en otros lugares de la ciudad (a veces del mundo), son lugares propios de una comunidad parroquial en estado naciente, es decir, no son su dispersión, sino la posibilidad de su eficacia pastoral en otros lugares. Estos lugares son territorio de la parroquia si esta sabe pensar más allá de su mera ubicación geográfica. 

Cuando se trabaja, cada día, no se está «fuera» de la parroquia, no se hace otra cosa que cuidar de la fe, sino que se está más bien en el corazón palpitante de la pastoral parroquial y en los espacios/tiempos de su destino a la ciudad. 

Las escuelas, los bancos, las oficinas, las tiendas, las farmacias, dondequiera que se encuentren en la gran ciudad, deben entenderse como territorios de la comunidad parroquial que sabe atravesar la dislocación de la vida típica de nuestro tiempo (creo que no es difícil imaginar cuánta atención pastoral es posible trabajando en una farmacia, cuánto tiempo se pasa con los jóvenes acompañándolos en la vida y en la formación humana enseñando en la escuela...). 

Intentemos imaginar la fuerza y el impacto de hacer de la parroquia el espacio/tiempo en el que esta dislocación de las competencias profesionales de su cuidado pastoral se convierte en una posibilidad de entrelazarlas entre sí, de aprender unas de otras, de confrontarse sobre lo específico de cada una en el horizonte de un destino pastoral de la fe que las une. 

Así se abrirían escenarios que no serían posibles sin esta interconexión parroquial de las competencias profesionales de la fe cultivadas en el signo de un humanismo evangélico común. 

Este es el trabajo que se abre cuando las comunidades cristianas para no limitarse a sufrir su fusión administrativa, sino que la convierten en una oportunidad evangélica, una entrada en la urgencia del tiempo mesiánico que Jesús siempre lleva consigo. 

Hay que empezar a hacer este trabajo y llevarlo a cabo, en el tiempo que queda. Después, es bueno seguir la palabra de Jesús: poner la mano en el arado sin mirar atrás. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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