sábado, 8 de noviembre de 2025

La resistencia del Reino: la resiliencia evangélica - San Lucas 21, 5-19 -.

La resistencia del Reino: la resiliencia evangélica - San Lucas 21, 5-19 - 

El Año Litúrgico llega a su fin y nuestro camino continuará con el tiempo de Adviento, comienzo de un nuevo Año Litúrgico. 

Nos encontramos, pues, contemplando las realidades últimas, hacia las que tiende nuestra espera: el Señor Jesús aparecerá en gloria como el que viene. Es el mismo Jesús quien, al final de sus días terrenales, antes de su pasión y muerte, mientras se encuentra en Jerusalén para la celebración de la Pascua, frente al templo, estimulado por una pregunta de sus discípulos, describe «el día del Señor» como el día de su venida. 

El Templo de Jerusalén, cuya reconstrucción por parte de Herodes había comenzado unos cincuenta años antes, se presentaba como una construcción suntuosa, que impresionaba a quienes llegaban a Jerusalén. No era como las otras capitales: era «la ciudad del gran Rey», el Señor mismo, destino de los judíos residentes en Palestina o procedentes de la diáspora, la ciudad sede de la Presencia de Dios. 

El Templo en su esplendor era el signo por excelencia, tanto que se decía: «Quien no ha visto Jerusalén, la resplandeciente, no ha visto la belleza. Quien no ha visto la morada (el Santo), no ha visto la magnificencia». 

Incluso los discípulos de Jesús en el valle del Cedrón, frente a Jerusalén, o en el monte de los Olivos, se sentían impulsados a la admiración. Pero Jesús responde: «Llegarán días en que, de lo que veis, no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida», palabras que para los judíos sonaban como una blasfemia, hasta el punto de que serán uno de los cargos contra Jesús en el juicio ante el sinedrio. 

Jesús no quiere negar la belleza del Templo, ni decretar su destrucción, sino advertir a los discípulos: el Templo, aunque sea la casa de Dios, aunque sea una construcción imponente, no debe ser objeto de fe ni entenderse como una garantía, una seguridad. 

Desgraciadamente, el Templo de Jerusalén se había convertido en destinatario de la fe de muchos contemporáneos de Jesús: no al Dios vivo, sino al Templo iba su servicio, y su fe y confianza ya no se dirigían al Señor, sino a su casa, donde residía su Presencia... 

Jesús, por otra parte, no hace más que amonestar al pueblo de los creyentes, como había hecho siglos antes el profeta Jeremías: «No basta con repetir: «¡Templo del Señor, templo del Señor, templo del Señor!», y pensar que él puede salvar, sino que hay que vivir según la voluntad de Dios, practicar la justicia (cf. Jer 7,1-15). 

En términos más generales, las palabras de Jesús eran fieles al anuncio de los profetas, que en repetidas ocasiones habían amonestado a los creyentes, advirtiéndoles del riesgo de convertir un instrumento de comunión con Dios en un obstáculo, un lugar idólatra, una falsa garantía de salvación. 

Y Jesús, con su mirada profética, ve que el Templo caerá en ruinas, será destruido, no será capaz de dar la salvación a Israel. Ante este anuncio de su Maestro, los discípulos reaccionan con curiosidad: «¿Cuándo sucederá esto? ¿Habrá alguna señal premonitoria?». 

Jesús no responde puntualmente a estas preguntas, no formula predicciones, sino que advierte a los discípulos sobre la necesidad de prepararse para «ese día» que viene. 

Ninguna fecha, ninguna respuesta precisa a las fiebres apocalípticas siempre presentes en la historia, entre los creyentes, ninguna imagen terrorista como señal, sino indicaciones para que los creyentes profundicen, lean los signos de los tiempos y vivan con vigilancia su presente, sin olvidar nunca, sino conservando la memoria de la promesa del Señor y esperando que todo se cumpla. 

Los últimos tiempos son tiempos de entrenamiento para el discernimiento, para ese ejercicio a través del cual se puede llegar a «ver con claridad», a distinguir lo que es bueno y lo que es malo, y se pueden encontrar las razones para la decisión, para la elección de la vida y el rechazo de la muerte. 

La primera advertencia de Jesús es una advertencia frente a aquellos que se presentan como poseedores del Nombre de Dios: «Yo soy». Tal pretensión coincide con arrogarse una centralidad, un primado y una autoridad que solo pertenecen al Señor. El creyente discípulo de Jesús nunca puede afirmar: «Yo soy», sino que siempre debe proclamar: «Yo no soy» (cf. Jn 1,20-21) y señalar, indicar a Cristo Señor (cf. Jn 1,23-36). 

Por desgracia, los seres humanos siempre buscan un ídolo en el que depositar su fe, una especie de templo que les dé seguridad y, como tristemente enseña la historia, acaban encontrándolo o bien en personas que vienen en nombre de Jesús pero que en realidad están en contra de Él, o bien en instituciones humanas: instituciones litúrgicas, teológicas, jurídicas, políticas, que tal vez se proclaman queridas por Cristo mismo, mientras que en realidad son escándalo y contradicción a la fe auténtica. 

Jesús advierte: «No los sigáis», porque el único seguimiento es el indicado por el mismo Jesús y atestiguado por el Evangelio, el seguimiento tras Él, el único maestro, la única guía (cf. Mt 23,8.10). Sin olvidar que cuando San Lucas pone por escrito estas palabras de Jesús, sabe cuántas veces se han presentado ante el pueblo falsos profetas e impostores. 

Además, los cristianos deben saber distinguir la parusía, la venida final, acompañada de acontecimientos que ponen fin a este mundo, de acontecimientos siempre presentes en la historia: guerras, revoluciones, terremotos, hambrunas, caídas de ciudades, entre ellas la propia Jerusalén... 

Además de esto, hay que tener en cuenta las violentas persecuciones que los discípulos de Jesús sufrirán desde los primeros días de la vida de la Iglesia. Así como Jesús fue perseguido hasta la muerte, lo mismo ocurrirá con sus discípulos, porque las autoridades religiosas no pueden aceptar la buena nueva del Evangelio, el fin de la economía del Templo, el fin del primado de la Ley y del vínculo de la descendencia judía; y las autoridades políticas no pueden soportar la justicia vivida y predicada por Jesús. 

Pero ¿qué son las persecuciones sino una ocasión para dar testimonio de Cristo? El discípulo lo sabe: ¡ay si todos hablan bien de él (cf. Lc 6,26), pero bienaventurado cuando lo insulten, lo acusen y lo calumnien diciendo todo mal de él, solo porque él hace elocuente en su vida el Nombre de Cristo (cf. Lc 6,22; Mt 5,11). 

Y esto no solo ocurrirá en la cotidianidad, sino que también habrá momentos y lugares en los que los cristianos serán arrestados y llevados a juicio ante las autoridades religiosas, encarcelados y arrastrados ante los gobernantes y los poderosos de este mundo, aquellos que ejercen el poder y oprimen a los pueblos, pero se hacen llamar benefactores (cf. Lc 22,25). 

La hora del fin tiene ciertamente el poder de infundir miedo, pero esto no debe convertirse en una inhibición para el cristiano, no debe convertirse en terror o confusión, sino en una ocasión para reforzar la confianza en Dios y la esperanza en su Reino: ¡nuestro único miedo debería ser el de perder la fe! Pero el discípulo sabe que nada podrá separarlo del amor de Cristo, ni la persecución, ni la prisión, ni la muerte (cf. Rm 8,35). 

Es más, Jesús le asegura que en la hora del juicio se le dará palabra y sabiduría para resistir a los perseguidores, que no podrán contradecirlo. En cualquier adversidad, incluso por parte de parientes, familiares y amigos, el cristiano no debe temer nada. Solo debe seguir confiando en el Señor Jesús, acogiendo su promesa: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestra vida». 

He aquí la virtud cristiana por excelencia, la perseverancia-paciencia: es la capacidad de no desesperar, de no dejarse abatir por las tribulaciones y las dificultades, de permanecer y perdurar en el tiempo, lo que se convierte también en capacidad de soportar a los demás, de aguantarlos y sostenerlos. 

La vida cristiana, de hecho, no es la experiencia de un momento o de una etapa de la vida, sino que abarca toda la existencia, es «perseverancia hasta el final», continuar viviendo en el amor «hasta el final», siguiendo el ejemplo de Jesús. Por eso esta página evangélica no habla del fin del mundo, sino de nuestro aquí y ahora, del tiempo que precede al fin: nuestra vida cotidiana es el tiempo de la difícil pero dichosa y salvífica perseverancia. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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