sábado, 15 de noviembre de 2025

Las buenas razones de la protección y promoción del euskera (y demás lenguas minoritarias) más allá de prejuicios ideológicos.

Las buenas razones de la protección y promoción del euskera (y demás lenguas minoritarias) más allá de prejuicios ideológicos

Esta reflexión pretende abordar algunos de los argumentos que se utilizan con mayor frecuencia en el debate sobre la protección de las lenguas minoritarias, entre ellas el euskera (del que provengo) o del catalán (en el que ahora me encuentro viviendo), por parte de quienes se oponen a cualquier forma de reconocimiento y promoción institucional del pluralismo lingüístico.

 

En este contexto figuran, en particular, tres supuestas antinomias teóricas: entre lo universal y la diferencia, entre la igualdad y la diversidad, y entre el individuo y la colectividad. Existe además un cuarto argumento que se opone a la protección de las lenguas minoritarias y que se refiere a su utilidad en la comunicación.

 

La oposición a la protección de las lenguas minoritarias tiene sus raíces teóricas en una serie de argumentos, entre los que destacan el peligro que supone poner en tela de juicio la unidad lingüística del país, supuesta antesala de la desintegración del Estado, y la atribución de la etiqueta de particularismo retrógrado a lo que, en cambio, es la necesidad, manifestada por sectores a veces importantes de la población que habla otra lengua, de no ser discriminados por su lengua y de poder utilizar su idioma original en todos los ámbitos de la vida cotidiana y en todas las formas de comunicación.

 

En general, se puede decir que el denominador común de todas las posiciones contrarias a cualquier forma de protección de las minorías lingüísticas, es decir, a la puesta en marcha de dispositivos legislativos y acciones políticas destinadas a promover el uso de las lenguas minoritarias, a su valorización y, por lo tanto, a la superación de toda forma de discriminación por motivos lingüísticos y al respeto de una parte de los derechos fundamentales de una parte de los ciudadanos del Estado, reside en el supuesto vínculo «una lengua, una nación, un Estado», uno de los fundamentos teóricos del Estado nacional moderno y contemporáneo europeo.

 

El concepto de nación «una lengua» no solo impulsa a obstaculizar cualquier iniciativa de protección, sino también a no aceptar formalmente la existencia, dentro de las fronteras del Estado, de poblaciones que tienen su propia lengua y cultura, diferentes de las de la mayoría. Esto, de hecho, pone en tela de juicio la supuesta «unidad lingüística, por tanto nacional, por tanto estatal».

 

Sin embargo, deberíamos ser capaces, al menos en el Occidente «civilizado y democrático», de encontrar en el concepto más articulado y neutral de ciudadanía el verdadero elemento de cohesión entre los individuos y entre estos y las instituciones, en cuyo nombre deberían adoptarse iniciativas de defensa, promoción y respeto de las diferencias.

 

Otra postura muy extendida, igualmente hostil a cualquier forma de protección y reconocimiento de las lenguas minoritarias y de los derechos de quienes las utilizan tradicionalmente, consiste en la idea de que en tales reivindicaciones residen particularismos retrógrados, posiciones anti-históricas y privilegios antidemocráticos.

 

Parece casi que la puesta en práctica de lo que, en diversas formas, son principios constitucionales fundamentales —que, por otra parte, no siempre se aplican adecuadamente— sea la «madre de todas las desgracias», tan perjudicial como inútil y costosa.

 

También en este caso, la referencia ideal es el vínculo «una lengua, una nación, un Estado», aunque la alusión a él es menos marcada, ya que se disfraza de posición «razonable», «democrática» y «progresista».

 

Contra la protección de las lenguas minoritarias se utilizan también otros argumentos, que se basan en el uso de algunos conceptos clave, definidos de manera rígida y, por lo tanto, considerados necesariamente en contradicción entre sí, como universal y diferencia, igualdad y diversidad, e individuo y colectividad.

 

No puedo abordar el fondo de estas posiciones y revelar su naturaleza prejuiciosa e ideológica. Tampoco me puedo ocupar en profundidad de otra motivación en la que a menudo se basan muchas opiniones contrarias a cualquier iniciativa institucional destinada al reconocimiento y la promoción del pluralismo lingüístico dentro del Estado, es decir, la contraposición entre intervenciones de este tipo —la enseñanza de (y en) lenguas minoritarias, su presencia en la administración pública, su uso en los medios de comunicación— y las necesidades de comunicación en la sociedad contemporánea.


Mi reflexión no puede dejar de ser muy somera.

 

1.- El primer contraste surge de la absolutización abstracta de los conceptos de universal y diferencia. Lo universal se considera una realidad mítica, mística y trascendental, casi una misteriosa ley fundamental que se aplica indistintamente a todas las sociedades, estableciendo un proceso irreversible, bueno y justo, destinado a uniformarlas, mientras que por diferencia se entiende una enumeración repetitiva de los particularismos existentes, con especial atención a aquellos que se presentan como pequeños, feos y malos.

 

Este prejuicio teórico alimenta y refuerza la opinión de que el reconocimiento del pluralismo lingüístico y cultural y la necesidad de proteger a las minorías y sus derechos no son más que formas de particularismo localista, retrógrado y autocomplaciente, en clara antítesis con el progreso, supuestamente «universal».

 

¿Qué ocurre, en cambio, en la práctica? Las cuestiones de las minorías, en general, en la Europa contemporánea se inscriben en la tendencia más amplia de valorizar las diferenciaciones de las sociedades y en las sociedades contemporáneas, que encuentra expresión en múltiples ámbitos.

 

Los conceptos de universalidad y diferencia, despojados de la rigidez que se les atribuye de forma arbitraria e injustificada, revelan que no son en absoluto contrapuestos. Más bien son instrumentos interpretativos adecuados de una realidad humana que es en sí misma diferenciada y única, en la que lo universal es el producto de los diferentes detalles y de las múltiples diferencias, y la diversidad lingüística y cultural representa el motor necesario para la existencia de la vida humana.

 

2.- La segunda antinomia considerada, en la que se basa la opinión de que la protección de las minorías lingüísticas no es más que la atribución de una serie de privilegios a una parte reducida de la población, consiste en la oposición entre igualdad y diversidad.

 

También en este caso se observa una teorización rígida, que se limita a una concepción formalista de la igualdad, cuya referencia es a menudo la excusa más sólida para no adoptar medidas a favor de las minorías y para crear, precisamente en nombre de la igualdad formal, discriminaciones de hecho.

 

¿Cómo es posible conciliar la diversidad y la «especialidad» con el principio democrático de igualdad? ¿Son realmente incompatibles ambos conceptos? La libertad lingüística consiste, en resumen, en la posibilidad de que el individuo «utilice libremente la lengua de su elección en conversaciones privadas, reuniones, publicaciones...» y es el primer derecho que una persona perteneciente a una minoría lingüística desea que se le reconozca.

 

Un programa político correctamente inspirado en el principio de igualdad consiste, de hecho, esencialmente en la solicitud y la aplicación efectiva de diferenciaciones, destinadas tanto a corregir las desigualdades reales como a reconocer y garantizar la creciente complejidad de la sociedad y la diversidad de los grupos que la componen. La igualdad lingüística, por lo tanto, requiere el uso oficial de varias lenguas en pie de igualdad, al menos a nivel local y regional, donde se pone de manifiesto con más claridad esta exigencia.

 

El ideal de un servicio público democrático y abierto a la participación de todos impondría el uso de las lenguas habladas por todos los destinatarios de cada servicio. En estos términos se produce una aplicación correcta y eficaz del principio de igualdad, que se equilibra entre la participación democrática y la eficacia administrativa.

 

Así se encuentra la síntesis correcta entre igualdad y pluralismo lingüístico, que puede trasladarse a la realidad jurídica, una vez admitida la condición previa que se ajusta a la fórmula aristotélica según la cual «la igualdad consiste en tratar de manera igual [idéntica] a quienes son iguales [idénticos] y de manera diferente a quienes son diferentes». De este modo, queda claro que tampoco existe el supuesto contraste entre el principio de igualdad y el reconocimiento de la diversidad lingüística. No solo eso, sino que es evidente que solo con el reconocimiento del pluralismo lingüístico existe una igualdad real y sustancial.


3.- Otro fundamento teórico de las posiciones de quienes se oponen a cualquier forma de acción institucional a favor del pluralismo lingüístico (a partir de su reconocimiento oficial) dentro de los Estados europeos consiste en la supuesta antinomia individuo-colectividad.

 

También en este caso nos encontramos ante un teorema, que a su vez se articula en cuatro formulaciones rígidas: 1) la dimensión individual y la realidad colectiva están rígidamente diferenciadas; 2) los derechos solo pueden atribuirse a los individuos; 3) la libertad lingüística es un hecho exclusivamente individual, en el sentido de «privado», y, por lo tanto, las instituciones públicas deben permanecer inactivas en este ámbito; 4) el reconocimiento de las necesidades expresadas por la colectividad, como las comunidades lingüísticas en situación minoritaria, y la puesta en marcha de acciones públicas destinadas a satisfacerlas corren el riesgo de sofocar al individuo.

 

Se presenta una visión abstracta del individuo y sus derechos. No se puede sino compartir la importancia de la libertad y la integridad de cada persona y el principio según el cual cada individualidad es la referencia última de todos los derechos y todas las acciones institucionales, pero no es en modo alguno aceptable la idea de un individuo cerrado en sí mismo, que disfruta de sus libertades «en privado», sin contacto con el exterior.

 

El hombre, como ya señaló Aristóteles, vive siempre en contacto y en relación con sus semejantes, y todas sus necesidades, de las que se derivan sus derechos, empezando por los «clásicos» fundamentales, como la libertad de opinión (que se expresa en público, es decir, ante otra persona y sin limitación alguna derivada de nadie más...) o de movimiento, siempre se refieren a la interacción entre individuos.

 

No solo no existe contraste entre la dimensión colectiva y la dimensión individual, sino que tampoco puede existir el riesgo de que las necesidades de la colectividad sofocan las del individuo: ¡la persona individual forma parte de varias entidades colectivas y cada una de ellas es parte del individuo! De ello se deduce que el individuo solo es plenamente respetado si se tienen en cuenta las relaciones de las que es protagonista y las colectividades en las que se expresa.

 

No solamente son frágiles los argumentos a favor del contraste permanente entre individuo y colectividad sino que es notorio el equívoco que confunde lo individual con lo privado.

 

4.- También es recurrente un cuarto argumento: el que sostiene que la promoción del uso de las lenguas minoritarias en todos los ámbitos sería:

 

a.- inútil, ya que normalmente el número de sus hablantes es limitado y las necesidades de comunicación con el resto del mundo solo se satisfacen utilizando las lenguas mayoritarias más fuertes,

b.- y perjudicial, porque proporciona una visión del mundo limitada y particularista.

 

En esta idea se pueden encontrar ecos de más prejuicios o de otros prejuicios que ya han ido apareciendo. A menudo se oye repetir y se ve en los medios de de comunicación, de la mano de intelectuales eminentes y respetados, que, en particular en lo que se refiere a la educación, en la era de la globalización de la comunicación, la enseñanza de la lengua propia y en la lengua propia es una pérdida de tiempo y de recursos. Sería mejor —se añade, vinculando «negativamente» las dos cuestiones— dedicarse a la enseñanza de lenguas extranjeras.

 

Una afirmación de principio que, en lo que se refiere a la promoción y la enseñanza de lenguas extranjeras, es totalmente compartible, mientras que lo que no convence en absoluto es la asociación automática de la falta de promoción del pluralismo lingüístico con la enseñanza de las lenguas mayoritarias fuertes.

 

Es notoria la posición de quienes, dentro de los Estados europeos, están a favor del reconocimiento y la promoción del pluralismo lingüístico no excluye en absoluto la atención a las necesidades de la comunicación global, sino que, por el contrario, la incluye.

 

Y es útil reiterar que, en general, es importante conocer y poder utilizar tantos idiomas como sea posible y que, en particular, el conocimiento de la propia lengua en términos de capacidad de uso en todos los ámbitos no solo no excluye la adquisición y el uso de la lengua mayoritaria del Estado y de otras lenguas extranjeras, sino que, por el contrario, lo facilita y lo fomenta, al igual que supone una ventaja para la comunicación en todas sus formas.


En resumen, lo universal es el producto de los diferentes detalles y de las múltiples diferencias, que definen la realidad humana como una y diferenciada desde múltiples puntos de vista y, en particular, desde el punto de vista lingüístico y cultural. Por lo tanto, es posible afirmar que la valorización de cada una de las diferencias en las que se articula la realidad humana consiste en la promoción de todo lo universal, que deja de serlo si pierde aunque sea uno solo de sus componentes.

 

Las lenguas y las culturas, al igual que las obras de arte, los monumentos o las especies animales y vegetales, forman parte del patrimonio de toda la humanidad.

 

Probablemente hasta cabe precisar que la situación minoritaria (sea cual sea) de una lengua no es tal en sí misma y no depende de manera determinante del número limitado de miembros de la comunidad minoritaria. Es más bien el efecto de la actitud de hostilidad manifiesta u oculta que mantiene la mayoría hacia dicha especificidad y hacia las personas que la hacen suya, junto con el grado de percepción por parte de los miembros de la minoría tanto de sus propias peculiaridades como de las formas de discriminación que sufren.

 

La expresión «minorizadas» aplicada a las lenguas, las culturas,…, las comunidades y las personas que se encuentran en esta situación expresa más claramente el sentido y las razones de toda realidad minoritaria, que no es tal objetivamente, sino como efecto de la acción hostil o la inacción de la mayoría.

 

El Estado nacional, que hace suyas las peculiaridades lingüísticas y culturales de la mayoría de sus ciudadanos y las impone con todos los instrumentos de que dispone, incluso a aquellos que dentro de sus fronteras tienen características diferentes, con el fin de justificar su existencia y perpetuar su poder, es, como tal, el principal «creador de minorías».

 

Por lo tanto, la igualdad es «algo» muy diferente de la homogeneidad. Limitarse a una interpretación formal de un principio fundamental de esta envergadura —la igualdad, precisamente— significa tergiversarlo y prestar un mal servicio a la causa de la democracia, a la que se hace referencia en palabras.

 

La igualdad sustantiva y las garantías institucionales precisas de la libertad de lengua son, respectivamente, el objetivo y los instrumentos, en este ámbito, de un Estado democrático verdaderamente tal.

 

Del mismo modo, considerar que la libertad lingüística puede garantizarse sin la intervención activa de las instituciones, que consiste esencialmente en el reconocimiento y el uso oficial (educación, administración pública, medios de comunicación) de las lenguas tradicionalmente utilizadas en un territorio determinado, significa referirse a una interpretación formal y, por tanto, distorsionada del principio de libertad.

 

¿Por qué se puede considerar que la acción de las instituciones en favor de las minorías —es decir, en última instancia, en favor de las necesidades y los derechos de las personas que forman parte de las comunidades minoritarias— es perjudicial para los derechos de los ciudadanos individuales y, en particular, para aquellos que pertenecen a la mayoría?

 

El reconocimiento del pluralismo lingüístico es un aspecto nada secundario de una democracia verdadera, real y sustancial, en la que hay espacio para la afirmación positiva del derecho a la lengua, que se articula en una pluralidad de necesidades complementarias definidas colectivamente como «derechos lingüísticos».

 

También se entiende por qué en Europa estos principios se afirman y, a menudo, se aplican a nivel internacional, estatal y regional. Aspirar a utilizar la propia lengua en todos los ámbitos y en todas las formas de comunicación, en las relaciones con las instituciones, en los servicios, en los medios de comunicación y en las escuelas, así como en relación con el propio territorio, significa, para cada individuo, querer ver afirmadas necesidades fundamentales: ser uno mismo, querer ser uno mismo, reconocerse en un grupo determinado, expresar de esta manera y en este sentido la propia opinión, poder disfrutar de toda una serie de servicios de manera equitativa y, por lo tanto, no sufrir discriminaciones (manifiestas u ocultas, pero discriminaciones al fin y al cabo) por las propias especificidades lingüísticas y culturales.

 

En resumen, los derechos lingüísticos forman parte de pleno derecho de los derechos fundamentales del ser humano y su protección es una de las tareas del Estado democrático contemporáneo. Esto se sustenta en «buenas razones» de diversa índole: filosóficas, culturales, jurídicas y políticas.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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