Las buenas razones de la protección y promoción del euskera (y demás lenguas minoritarias) más allá de prejuicios ideológicos
Esta reflexión pretende abordar algunos de los argumentos que se utilizan con mayor frecuencia en el debate sobre la protección de las lenguas minoritarias, entre ellas el euskera (del que provengo) o del catalán (en el que ahora me encuentro viviendo), por parte de quienes se oponen a cualquier forma de reconocimiento y promoción institucional del pluralismo lingüístico.
En este contexto figuran, en particular, tres
supuestas antinomias teóricas: entre lo universal y la diferencia, entre la
igualdad y la diversidad, y entre el individuo y la colectividad. Existe además
un cuarto argumento que se opone a la protección de las lenguas minoritarias y
que se refiere a su utilidad en la comunicación.
La oposición a la protección de las lenguas
minoritarias tiene sus raíces teóricas en una serie de argumentos, entre los
que destacan el peligro que supone poner en tela de juicio la unidad lingüística del
país, supuesta antesala de la desintegración del Estado,
y la atribución de la etiqueta de particularismo retrógrado a lo que,
en cambio, es la necesidad, manifestada por sectores a veces importantes de la
población que habla otra lengua, de no ser discriminados por su lengua y de
poder utilizar su idioma original en todos los ámbitos de la vida cotidiana y
en todas las formas de comunicación.
En general, se puede decir que el denominador común de
todas las posiciones contrarias a cualquier forma de protección de las minorías
lingüísticas, es decir, a la puesta en marcha de dispositivos legislativos y
acciones políticas destinadas a promover el uso de las lenguas minoritarias, a
su valorización y, por lo tanto, a la superación de toda forma de
discriminación por motivos lingüísticos y al respeto de una parte de los
derechos fundamentales de una parte de los ciudadanos del Estado, reside en el
supuesto vínculo «una lengua, una nación, un Estado», uno de los fundamentos
teóricos del Estado nacional moderno y contemporáneo europeo.
El concepto de nación «una lengua» no solo impulsa a
obstaculizar cualquier iniciativa de protección, sino también a no aceptar
formalmente la existencia, dentro de las fronteras del Estado, de poblaciones
que tienen su propia lengua y cultura, diferentes de las de la mayoría. Esto,
de hecho, pone en tela de juicio la supuesta «unidad lingüística, por tanto
nacional, por tanto estatal».
Sin embargo, deberíamos ser capaces, al menos en el
Occidente «civilizado y democrático», de encontrar en el concepto más
articulado y neutral de ciudadanía el verdadero elemento de cohesión entre los
individuos y entre estos y las instituciones, en cuyo nombre deberían adoptarse
iniciativas de defensa, promoción y respeto de las diferencias.
Otra postura muy extendida, igualmente hostil a
cualquier forma de protección y reconocimiento de las lenguas minoritarias y de
los derechos de quienes las utilizan tradicionalmente, consiste en la idea de
que en tales reivindicaciones residen particularismos retrógrados, posiciones
anti-históricas y privilegios antidemocráticos.
Parece casi que la puesta en práctica de lo que, en
diversas formas, son principios constitucionales fundamentales —que, por otra
parte, no siempre se aplican adecuadamente— sea la «madre de todas las desgracias»,
tan perjudicial como inútil y costosa.
También en este caso, la referencia ideal es el
vínculo «una lengua, una nación, un Estado», aunque la alusión a él es
menos marcada, ya que se disfraza de posición «razonable», «democrática»
y «progresista».
Contra la protección de las lenguas minoritarias se
utilizan también otros argumentos, que se basan en el uso de algunos conceptos
clave, definidos de manera rígida y, por lo tanto, considerados necesariamente
en contradicción entre sí, como universal y diferencia, igualdad y diversidad,
e individuo y colectividad.
No puedo abordar el fondo de estas posiciones y
revelar su naturaleza prejuiciosa e ideológica. Tampoco me puedo ocupar en
profundidad de otra motivación en la que a menudo se basan muchas opiniones
contrarias a cualquier iniciativa institucional destinada al reconocimiento y
la promoción del pluralismo lingüístico dentro del Estado, es decir, la
contraposición entre intervenciones de este tipo —la enseñanza de (y en)
lenguas minoritarias, su presencia en la administración pública, su uso en los
medios de comunicación— y las necesidades de comunicación en la sociedad
contemporánea.
Mi reflexión no puede dejar de ser muy somera.
1.- El primer contraste surge de la
absolutización abstracta de los conceptos de universal y diferencia. Lo
universal se considera una realidad mítica, mística y trascendental, casi una
misteriosa ley fundamental que se aplica indistintamente a todas las
sociedades, estableciendo un proceso irreversible, bueno y justo, destinado a
uniformarlas, mientras que por diferencia se entiende una enumeración
repetitiva de los particularismos existentes, con especial atención a aquellos
que se presentan como pequeños, feos y malos.
Este prejuicio teórico alimenta y refuerza la opinión
de que el reconocimiento del pluralismo lingüístico y cultural y la necesidad
de proteger a las minorías y sus derechos no son más que formas de
particularismo localista, retrógrado y autocomplaciente, en clara antítesis con
el progreso, supuestamente «universal».
¿Qué ocurre, en cambio, en la práctica? Las cuestiones
de las minorías, en general, en la Europa contemporánea se inscriben en la
tendencia más amplia de valorizar las diferenciaciones de las sociedades y en
las sociedades contemporáneas, que encuentra expresión en múltiples ámbitos.
Los conceptos de universalidad y diferencia,
despojados de la rigidez que se les atribuye de forma arbitraria e
injustificada, revelan que no son en absoluto contrapuestos. Más bien son
instrumentos interpretativos adecuados de una realidad humana que es en sí
misma diferenciada y única, en la que lo universal es el producto de los
diferentes detalles y de las múltiples diferencias, y la diversidad lingüística
y cultural representa el motor necesario para la existencia de la vida humana.
2.- La segunda antinomia considerada, en la que
se basa la opinión de que la protección de las minorías lingüísticas no es más
que la atribución de una serie de privilegios a una parte reducida de la
población, consiste en la oposición entre igualdad y diversidad.
También en este caso se observa una teorización
rígida, que se limita a una concepción formalista de la igualdad, cuya
referencia es a menudo la excusa más sólida para no adoptar medidas a favor de
las minorías y para crear, precisamente en nombre de la igualdad formal,
discriminaciones de hecho.
¿Cómo es posible conciliar la diversidad y la
«especialidad» con el principio democrático de igualdad? ¿Son realmente
incompatibles ambos conceptos? La libertad lingüística consiste, en resumen, en
la posibilidad de que el individuo «utilice libremente la lengua de su elección
en conversaciones privadas, reuniones, publicaciones...» y es el primer
derecho que una persona perteneciente a una minoría lingüística desea que se le
reconozca.
Un programa político correctamente inspirado en el principio
de igualdad consiste, de hecho, esencialmente en la solicitud y la aplicación
efectiva de diferenciaciones, destinadas tanto a corregir las desigualdades
reales como a reconocer y garantizar la creciente complejidad de la sociedad y
la diversidad de los grupos que la componen. La igualdad lingüística, por lo
tanto, requiere el uso oficial de varias lenguas en pie de igualdad, al menos a
nivel local y regional, donde se pone de manifiesto con más claridad esta
exigencia.
El ideal de un servicio público democrático y abierto
a la participación de todos impondría el uso de las lenguas habladas por todos
los destinatarios de cada servicio. En estos términos se produce una aplicación
correcta y eficaz del principio de igualdad, que se equilibra entre la
participación democrática y la eficacia administrativa.
Así se encuentra la síntesis correcta entre igualdad y
pluralismo lingüístico, que puede trasladarse a la realidad jurídica, una vez
admitida la condición previa que se ajusta a la fórmula aristotélica según la
cual «la igualdad consiste en tratar de manera igual [idéntica] a quienes son
iguales [idénticos] y de manera diferente a quienes son diferentes». De
este modo, queda claro que tampoco existe el supuesto contraste entre el
principio de igualdad y el reconocimiento de la diversidad lingüística. No solo
eso, sino que es evidente que solo con el reconocimiento del pluralismo
lingüístico existe una igualdad real y sustancial.
3.- Otro fundamento teórico de las posiciones de quienes se oponen a cualquier forma de acción institucional a favor del pluralismo lingüístico (a partir de su reconocimiento oficial) dentro de los Estados europeos consiste en la supuesta antinomia individuo-colectividad.
También en este caso nos encontramos ante un teorema,
que a su vez se articula en cuatro formulaciones rígidas: 1) la dimensión
individual y la realidad colectiva están rígidamente diferenciadas; 2) los
derechos solo pueden atribuirse a los individuos; 3) la libertad lingüística es
un hecho exclusivamente individual, en el sentido de «privado», y, por lo
tanto, las instituciones públicas deben permanecer inactivas en este ámbito; 4)
el reconocimiento de las necesidades expresadas por la colectividad, como las
comunidades lingüísticas en situación minoritaria, y la puesta en marcha de
acciones públicas destinadas a satisfacerlas corren el riesgo de sofocar al
individuo.
Se presenta una visión abstracta del individuo y sus
derechos. No se puede sino compartir la importancia de la libertad y la
integridad de cada persona y el principio según el cual cada individualidad es
la referencia última de todos los derechos y todas las acciones
institucionales, pero no es en modo alguno aceptable la idea de un individuo
cerrado en sí mismo, que disfruta de sus libertades «en privado», sin contacto
con el exterior.
El hombre, como ya señaló Aristóteles, vive siempre en
contacto y en relación con sus semejantes, y todas sus necesidades, de las que
se derivan sus derechos, empezando por los «clásicos» fundamentales, como la
libertad de opinión (que se expresa en público, es decir, ante otra persona y
sin limitación alguna derivada de nadie más...) o de movimiento, siempre se
refieren a la interacción entre individuos.
No solo no existe contraste entre la dimensión
colectiva y la dimensión individual, sino que tampoco puede existir el riesgo
de que las necesidades de la colectividad sofocan las del individuo: ¡la
persona individual forma parte de varias entidades colectivas y cada una de
ellas es parte del individuo! De ello se deduce que el individuo solo es plenamente
respetado si se tienen en cuenta las relaciones de las que es protagonista y
las colectividades en las que se expresa.
No solamente son frágiles los argumentos a favor del
contraste permanente entre individuo y colectividad sino que es notorio el
equívoco que confunde lo individual con lo privado.
4.- También es recurrente un cuarto argumento: el
que sostiene que la promoción del uso de las lenguas minoritarias en todos los
ámbitos sería:
a.- inútil,
ya que normalmente el número de sus hablantes es limitado y las necesidades de
comunicación con el resto del mundo solo se satisfacen utilizando las lenguas
mayoritarias más fuertes,
b.- y
perjudicial, porque proporciona una visión del mundo limitada y particularista.
En esta idea se pueden encontrar ecos de más prejuicios
o de otros prejuicios que ya han ido apareciendo. A menudo se oye repetir y se ve
en los medios de de comunicación, de la mano de intelectuales eminentes y
respetados, que, en particular en lo que se refiere a la educación, en la era
de la globalización de la comunicación, la enseñanza de la lengua propia y en
la lengua propia es una pérdida de tiempo y de recursos. Sería mejor —se añade,
vinculando «negativamente» las dos cuestiones— dedicarse a la enseñanza de
lenguas extranjeras.
Una afirmación de principio que, en lo que se refiere
a la promoción y la enseñanza de lenguas extranjeras, es totalmente
compartible, mientras que lo que no convence en absoluto es la asociación
automática de la falta de promoción del pluralismo lingüístico con la enseñanza
de las lenguas mayoritarias fuertes.
Es notoria la posición de quienes, dentro de los
Estados europeos, están a favor del reconocimiento y la promoción del
pluralismo lingüístico no excluye en absoluto la atención a las necesidades de
la comunicación global, sino que, por el contrario, la incluye.
Y es útil reiterar que, en general, es importante
conocer y poder utilizar tantos idiomas como sea posible y que, en particular,
el conocimiento de la propia lengua en términos de capacidad de uso en todos
los ámbitos no solo no excluye la adquisición y el uso de la lengua mayoritaria
del Estado y de otras lenguas extranjeras, sino que, por el contrario, lo
facilita y lo fomenta, al igual que supone una ventaja para la comunicación en
todas sus formas.
En resumen, lo universal es el producto de los diferentes detalles y de las múltiples diferencias, que definen la realidad humana como una y diferenciada desde múltiples puntos de vista y, en particular, desde el punto de vista lingüístico y cultural. Por lo tanto, es posible afirmar que la valorización de cada una de las diferencias en las que se articula la realidad humana consiste en la promoción de todo lo universal, que deja de serlo si pierde aunque sea uno solo de sus componentes.
Las lenguas y las culturas, al igual que las obras de
arte, los monumentos o las especies animales y vegetales, forman parte del
patrimonio de toda la humanidad.
Probablemente hasta cabe precisar que la situación
minoritaria (sea cual sea) de una lengua no es tal en sí misma y no depende de
manera determinante del número limitado de miembros de la comunidad minoritaria.
Es más bien el efecto de la actitud de hostilidad manifiesta u oculta que
mantiene la mayoría hacia dicha especificidad y hacia las personas que la hacen
suya, junto con el grado de percepción por parte de los miembros de la minoría
tanto de sus propias peculiaridades como de las formas de discriminación que
sufren.
La expresión «minorizadas» aplicada a las lenguas, las
culturas,…, las comunidades y las personas que se encuentran en esta situación
expresa más claramente el sentido y las razones de toda realidad minoritaria,
que no es tal objetivamente, sino como efecto de la acción hostil o la inacción
de la mayoría.
El Estado nacional, que hace suyas las peculiaridades
lingüísticas y culturales de la mayoría de sus ciudadanos y las impone con
todos los instrumentos de que dispone, incluso a aquellos que dentro de sus
fronteras tienen características diferentes, con el fin de justificar su
existencia y perpetuar su poder, es, como tal, el principal «creador
de minorías».
Por lo tanto, la igualdad es «algo» muy diferente de
la homogeneidad. Limitarse a una interpretación formal de un principio
fundamental de esta envergadura —la igualdad, precisamente— significa
tergiversarlo y prestar un mal servicio a la causa de la democracia, a la que
se hace referencia en palabras.
La igualdad sustantiva y las garantías institucionales
precisas de la libertad de lengua son, respectivamente, el objetivo y los
instrumentos, en este ámbito, de un Estado democrático verdaderamente tal.
Del mismo modo, considerar que la libertad lingüística
puede garantizarse sin la intervención activa de las instituciones, que
consiste esencialmente en el reconocimiento y el uso oficial (educación,
administración pública, medios de comunicación) de las lenguas tradicionalmente
utilizadas en un territorio determinado, significa referirse a una
interpretación formal y, por tanto, distorsionada del principio de libertad.
¿Por qué se puede considerar que la acción de las
instituciones en favor de las minorías —es decir, en última instancia, en favor
de las necesidades y los derechos de las personas que forman parte de las
comunidades minoritarias— es perjudicial para los derechos de los ciudadanos
individuales y, en particular, para aquellos que pertenecen a la mayoría?
El reconocimiento del pluralismo lingüístico es un
aspecto nada secundario de una democracia verdadera, real y sustancial, en la
que hay espacio para la afirmación positiva del derecho a la lengua, que se
articula en una pluralidad de necesidades complementarias definidas
colectivamente como «derechos lingüísticos».
También se entiende por qué en Europa estos principios
se afirman y, a menudo, se aplican a nivel internacional, estatal y regional.
Aspirar a utilizar la propia lengua en todos los ámbitos y en todas las formas
de comunicación, en las relaciones con las instituciones, en los servicios, en
los medios de comunicación y en las escuelas, así como en relación con el
propio territorio, significa, para cada individuo, querer ver afirmadas
necesidades fundamentales: ser uno mismo, querer ser uno mismo, reconocerse en
un grupo determinado, expresar de esta manera y en este sentido la propia
opinión, poder disfrutar de toda una serie de servicios de manera equitativa y,
por lo tanto, no sufrir discriminaciones (manifiestas u ocultas, pero
discriminaciones al fin y al cabo) por las propias especificidades lingüísticas
y culturales.
En resumen, los derechos lingüísticos forman parte de
pleno derecho de los derechos fundamentales del ser humano y su protección es
una de las tareas del Estado democrático contemporáneo. Esto se sustenta en
«buenas razones» de diversa índole: filosóficas, culturales, jurídicas y
políticas.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

No hay comentarios:
Publicar un comentario