miércoles, 12 de noviembre de 2025

Los pobres y nosotros.

Los pobres y nosotros

Me pregunto por qué toda la Biblia, como un hilo conductor que la atraviesa, habla de los pobres. Al documentar, con una lectura de fe, la historia del Pueblo de Dios, esta nos atestigua que ellos son el papel tornasol que evidencia y revela la autenticidad de la fe de Israel y la cristiana, injertada en ella.

 

Su presencia, ineludible en las relaciones cotidianas y en la vida social, es una constante de la que no podemos prescindir y un espejo que refleja la autenticidad de la relación con Dios, el rostro sin máscara de la sociedad, de la Iglesia y de cada uno de nosotros.

 

Los pobres son personas, antes que un dato que analizar con los instrumentos de las ciencias sociales, aunque estos sean necesarios para poner de relieve las dinámicas cambiantes de la pobreza.

 

La visión bíblica, evangélica y eclesial añade un valor específico adicional: son nuestros hermanos y hermanas, nuestra familia, hijos e hijas del mismo Padre. La misma fe nos atestigua, incluso, que la identidad de Dios como Padre de todos elige comunicarse en la responsabilidad con la que sus hijos cuidan de los hermanos y hermanas más frágiles, sin descargar el compromiso sobre Él.

 

Los pobres, según las categorías bíblicas, son aquellos que acogen la misericordia de Dios Padre sin alegar ninguna obra meritoria, sin presumir nada de sí mismos a cambio. Son una presencia que despierta y reaviva nuestras emociones y convicciones más profundas.

 

Los pobres desestructuran las imágenes prefabricadas e ilusorias que nos sirven de filtro para no ver la realidad dolorosa e interrogativa y así no entrar en crisis/búsqueda. El pasaje evangélico profetiza que siempre los tendremos con nosotros (Mt 26,11).

 

Algunos santos de la caridad nos dan testimonio, por experiencia vivida, de que «son nuestros maestros». No hacen más que garantizarnos una oportunidad continua de conversión a lo largo de toda la vida.

 

Pero, mientras nos acostumbramos a nuestras pobrezas personales, aprendemos a convivir con ellas, a justificarlas o a eliminarlas, mientras que por las de la sociedad culpamos a los gobiernos y a los agentes «indolentes», y las de los pobres querríamos resolverlas con un gesto magnánimo y decisivo: una sola vez (solo una vez).

 

Uno se vuelve pobre en un largo camino de fragilidad y fracasos, y no se sale de esa situación sino con esfuerzo, gradualmente y acompañado por algún «buen samaritano» que se ha detenido a su lado y no ha pasado de largo (Lc 10, 25-42). 

 

Tras un primer impulso interior de compasión ante los pobres, uno de los primeros impulsos es atribuirles la culpa de la condición en la que viven y considerarlos un lastre molesto para el progreso de la sociedad.

 

Es un juicio que busca ocultarlos, alejarlos de nuestra pobreza personal y existencial constitutiva, de la que son un espejo. La respuesta más frecuente, tanto a nivel personal como eclesial y social, es la de convertirlos en invisibles o zombis que frecuentan los lugares marginales y periféricos, los llamados «no lugares».

 

Son las estaciones, los parques, los barrios semidesiertos, casas abandonadas y en ruinas, aparcamientos de grandes supermercados, riberas de ríos, terrenos de dominio público, vertederos, locales vacíos, periferias existenciales y sociales, en las que también se incluyen los dormitorios y comedores públicos, los sótanos de los hospitales, los comedores para pobres, los conventos de los religiosos, etc.

 

Su presencia nos intriga, sus visitas repetidas nos molestan, sus peticiones de dinero hieren nuestra moral y nos hacen sentir culpables cuando los rechazamos y pasamos de largo.

 

Nos gustaría que los pobres vivieran en otro lugar, en otro barrio, en un lugar vallado y periférico, sin relaciones ni vínculos con el resto de la sociedad y la comunidad. La presencia de los pobres es un problema para todos, en primer lugar para ellos mismos.



Se llega a ser pobre, no se nace pobre. Y las razones/causas son infinitas y concretas. Pueden desencadenarse por herencia familiar, por falta de oportunidades, por fragilidad emocional, por expulsión del mundo escolar y laboral, por incapacidad para gestionar los conflictos, por una serie de frustraciones y fracasos.

 

A veces, la causa hay que buscarla en la incapacidad para soportar los ritmos obsesivos de la vida laboral, en el «trabajo pobre», en la falta de adaptabilidad a las evoluciones tecnológicas del trabajo actual. Nos empobrecemos por una enfermedad crónica, por la vejez, por la superficialidad cultivada y alimentada a diario, por no asumir el peso de las responsabilidades, por mil otras razones que hacen que las personas se deslicen por una pendiente inclinada de la que es difícil remontar con sus propias fuerzas.

 

A esta complejidad de trayectorias suelen seguirle los moralismos de algunos de nosotros, bienpensantes, de muchos aburguesados, de aquellos que «se han hecho a sí mismos», que nos hacen pontificar: «deberían estar agradecidos, deberían ser menos petulantes, deberían ir a trabajar, deberían ser amables, vestir bien, estar limpios, ordenados, organizados, no beber, no fumar compulsivamente, no estar constantemente en las redes sociales, no molestar, no pedir limosna, no malgastar, no tener hijos, no…». ¡Una lista de «no se debe» siempre actualizada!

 

En definitiva, no deberían ser pobres, sino independientes y autónomos, capaces como nosotros, que podemos hacer valer la protección de nuestros derechos de ciudadanía, de tener una residencia y un domicilio seguros, de poder pagarnos el dentista y acceder a la medicina privada, si la pública está colapsada, de llevar a los niños a la escuela privada, de tener una comunidad social y eclesial de referencia, con la que interactuar a nuestro antojo y ser conocidos y reconocidos.

 

Sin embargo, incluso antes que por sus capacidades, los pobres son pobres ante todo porque no tienen relaciones sociales y eclesiales como nosotros. No asisten a nuestras liturgias cristianas. Se conocen y se relacionan casi exclusivamente entre ellos y tienen en común una larga lista de fracasos, miradas críticas, soledades y respuestas negativas.

 

A menudo no nos miran a la cara para no cruzarse con nuestras miradas altivas y frías, para no escuchar los reproches, las palabras punzantes e indigestas que salen de nuestra boca, erupcionadas desde el corazón.

 

Así sucede que queremos a los pobres lejos, y a los migrantes que permanezcan en los países del sur del mundo.

 

Después de las primeras experiencias de acogida, frustrantes y decepcionantes, ya no nos sentimos con ganas de volver a empezar siempre desde cero, de «ser buenos», nos cansamos y multiplicamos las objeciones dirigidas a Cáritas, a sus agentes, al Ayuntamiento, a los asistentes sociales y a la escuela porque no cumplirían con su deber y su trabajo.

 

Los pobres que viven entre nosotros son el rostro visible y presente de las nuevas y tradicionales formas de pobreza.

 

Es importante darnos cuenta de que la sociedad fabrica pobres en cantidades industriales y que la distancia/brecha entre ricos y pobres es cada vez más estructural, descarada y asimilada culturalmente en pequeñas dosis de «veneno». 


Basta con leer atentamente los informes sobre la pobreza que Caritas publica cada año.

 

Son muchos los pobres del mundo que ahora encontramos en nuestros países y que, en muchos casos, están de paso hacia otras tierras prometidas


Son pobres los niños, los jóvenes que abandonan la escuela, los ancianos solos, las familias que no soportan los conflictos de la vida, los separados, los fracasados, los migrantes, los pueblos oprimidos y empobrecidos, las víctimas de emergencias humanitarias y climáticas, de persecuciones «legitimadas» por una interpretación fundamentalista de la religión, de violencias étnicas, de las consecuencias del acaparamiento de tierras y recursos fundamentales que sustentan nuestro consumismo.

 

Son pobres las víctimas de la especulación financiera por parte de los gigantes económicos mundiales, de las inversiones en la producción de armas y en su comercio en progresiva expansión, de la incapacidad de escuchar y respetar al adversario o al diferente, de la exasperación del conflicto con fines de poder, hasta convertirlo en violencia y guerra destructiva. 


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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