Los pobres y nosotros
Me pregunto por qué toda la Biblia, como un hilo conductor que la atraviesa, habla de los pobres. Al documentar, con una lectura de fe, la historia del Pueblo de Dios, esta nos atestigua que ellos son el papel tornasol que evidencia y revela la autenticidad de la fe de Israel y la cristiana, injertada en ella.
Su presencia, ineludible en las relaciones cotidianas
y en la vida social, es una constante de la que no podemos prescindir y un
espejo que refleja la autenticidad de la relación con Dios, el rostro sin
máscara de la sociedad, de la Iglesia y de cada uno de nosotros.
Los pobres son personas, antes que un dato que
analizar con los instrumentos de las ciencias sociales, aunque estos sean
necesarios para poner de relieve las dinámicas cambiantes de la pobreza.
La visión bíblica, evangélica y eclesial añade un
valor específico adicional: son nuestros hermanos y hermanas, nuestra familia,
hijos e hijas del mismo Padre. La misma fe nos atestigua, incluso, que la
identidad de Dios como Padre de todos elige comunicarse en la responsabilidad
con la que sus hijos cuidan de los hermanos y hermanas más frágiles, sin
descargar el compromiso sobre Él.
Los pobres, según las categorías bíblicas, son
aquellos que acogen la misericordia de Dios Padre sin alegar ninguna obra meritoria,
sin presumir nada de sí mismos a cambio. Son una presencia que despierta y
reaviva nuestras emociones y convicciones más profundas.
Los pobres desestructuran las imágenes prefabricadas e
ilusorias que nos sirven de filtro para no ver la realidad dolorosa e
interrogativa y así no entrar en crisis/búsqueda. El pasaje evangélico
profetiza que siempre los tendremos con nosotros (Mt 26,11).
Algunos santos de la caridad nos dan testimonio, por
experiencia vivida, de que «son nuestros maestros». No
hacen más que garantizarnos una oportunidad continua de conversión a lo largo
de toda la vida.
Pero, mientras nos acostumbramos a nuestras pobrezas
personales, aprendemos a convivir con ellas, a justificarlas o a eliminarlas,
mientras que por las de la sociedad culpamos a los gobiernos y a los agentes
«indolentes», y las de los pobres querríamos resolverlas con un gesto magnánimo
y decisivo: una sola vez (solo una vez).
Uno se vuelve pobre en un largo camino de fragilidad y fracasos, y no se sale de esa situación sino con esfuerzo, gradualmente y acompañado por algún «buen samaritano» que se ha detenido a su lado y no ha pasado de largo (Lc 10, 25-42).
Tras un primer impulso interior de compasión ante los
pobres, uno de los primeros impulsos es atribuirles la culpa de la condición en
la que viven y considerarlos un lastre molesto para el progreso de la sociedad.
Es un juicio que busca ocultarlos, alejarlos de
nuestra pobreza personal y existencial constitutiva, de la que son un espejo.
La respuesta más frecuente, tanto a nivel personal como eclesial y social, es
la de convertirlos en invisibles o zombis que frecuentan los lugares marginales
y periféricos, los llamados «no lugares».
Son las estaciones, los parques, los barrios semidesiertos,
casas abandonadas y en ruinas, aparcamientos de grandes supermercados, riberas
de ríos, terrenos de dominio público, vertederos, locales vacíos, periferias
existenciales y sociales, en las que también se incluyen los dormitorios y
comedores públicos, los sótanos de los hospitales, los comedores para pobres, los
conventos de los religiosos, etc.
Su presencia nos intriga, sus visitas repetidas nos
molestan, sus peticiones de dinero hieren nuestra moral y nos hacen sentir
culpables cuando los rechazamos y pasamos de largo.
Nos gustaría que los pobres vivieran en otro lugar, en otro barrio, en un lugar vallado y periférico, sin relaciones ni vínculos con el resto de la sociedad y la comunidad. La presencia de los pobres es un problema para todos, en primer lugar para ellos mismos.
Se llega a ser pobre, no se nace pobre. Y las razones/causas son infinitas y concretas. Pueden desencadenarse por herencia familiar, por falta de oportunidades, por fragilidad emocional, por expulsión del mundo escolar y laboral, por incapacidad para gestionar los conflictos, por una serie de frustraciones y fracasos.
A veces, la causa hay que buscarla en la incapacidad
para soportar los ritmos obsesivos de la vida laboral, en el «trabajo
pobre», en la falta de adaptabilidad a las evoluciones tecnológicas del
trabajo actual. Nos empobrecemos por una enfermedad crónica, por la vejez, por
la superficialidad cultivada y alimentada a diario, por no asumir el peso de
las responsabilidades, por mil otras razones que hacen que las personas se
deslicen por una pendiente inclinada de la que es difícil remontar con sus
propias fuerzas.
A esta complejidad de trayectorias suelen seguirle los
moralismos de algunos de nosotros, bienpensantes, de muchos aburguesados, de
aquellos que «se han hecho a sí mismos», que nos hacen pontificar: «deberían
estar agradecidos, deberían ser menos petulantes, deberían ir a trabajar,
deberían ser amables, vestir bien, estar limpios, ordenados, organizados, no
beber, no fumar compulsivamente, no estar constantemente en las redes sociales,
no molestar, no pedir limosna, no malgastar, no tener hijos, no…». ¡Una
lista de «no se debe» siempre actualizada!
En definitiva, no deberían ser pobres, sino
independientes y autónomos, capaces como nosotros, que podemos hacer valer la
protección de nuestros derechos de ciudadanía, de tener una residencia y un
domicilio seguros, de poder pagarnos el dentista y acceder a la medicina
privada, si la pública está colapsada, de llevar a los niños a la escuela
privada, de tener una comunidad social y eclesial de referencia, con la que
interactuar a nuestro antojo y ser conocidos y reconocidos.
Sin embargo, incluso antes que por sus capacidades,
los pobres son pobres ante todo porque no tienen relaciones sociales y
eclesiales como nosotros. No asisten a nuestras liturgias cristianas. Se
conocen y se relacionan casi exclusivamente entre ellos y tienen en común una
larga lista de fracasos, miradas críticas, soledades y respuestas negativas.
A menudo no nos miran a la cara para no cruzarse con
nuestras miradas altivas y frías, para no escuchar los reproches, las palabras
punzantes e indigestas que salen de nuestra boca, erupcionadas desde el corazón.
Así sucede que queremos a los pobres lejos, y a los
migrantes que permanezcan en los países del sur del mundo.
Después de las primeras experiencias de acogida,
frustrantes y decepcionantes, ya no nos sentimos con ganas de volver a empezar
siempre desde cero, de «ser buenos», nos cansamos y
multiplicamos las objeciones dirigidas a Cáritas, a sus agentes, al
Ayuntamiento, a los asistentes sociales y a la escuela porque no cumplirían con
su deber y su trabajo.
Los pobres que viven entre nosotros son el rostro
visible y presente de las nuevas y tradicionales formas de pobreza.
Es importante darnos cuenta de que la sociedad fabrica pobres en cantidades industriales y que la distancia/brecha entre ricos y pobres es cada vez más estructural, descarada y asimilada culturalmente en pequeñas dosis de «veneno».
Basta con leer atentamente los informes sobre la
pobreza que Caritas publica cada año.
Son muchos los pobres del mundo que ahora encontramos en nuestros países y que, en muchos casos, están de paso hacia otras tierras prometidas.
Son pobres los niños, los jóvenes que abandonan la escuela, los
ancianos solos, las familias que no soportan los conflictos de la vida, los
separados, los fracasados, los migrantes, los pueblos oprimidos y empobrecidos,
las víctimas de emergencias humanitarias y climáticas, de persecuciones
«legitimadas» por una interpretación fundamentalista de la religión, de
violencias étnicas, de las consecuencias del acaparamiento de tierras y
recursos fundamentales que sustentan nuestro consumismo.
Son pobres las víctimas de la especulación financiera por parte de los gigantes económicos mundiales, de las inversiones en la producción de armas y en su comercio en progresiva expansión, de la incapacidad de escuchar y respetar al adversario o al diferente, de la exasperación del conflicto con fines de poder, hasta convertirlo en violencia y guerra destructiva.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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